Una monarquía de hoy

Por Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Juan Carlos I (ABC, 15/11/03):

El compromiso matrimonial de S.A.R. el Príncipe de Asturias, Don Felipe de Borbón, y doña Letizia Ortiz Rocasolano, confirma la continuidad y vitalidad de la forma de gobierno monárquica, su inigualable capacidad de adaptación y el respaldo mayoritario de la ciudadanía a la Corona. No es una casualidad su recurrente valoración como institución mejor enjuiciada -un respaldo de alrededor del noventa por ciento en las encuestas realizadas por el Centro de Investigaciones Sociológicas- por los ciudadanos en los últimos años. Ello se debe, de una parte, a la habilidosa acomodación de las Monarquías parlamentarias a los contextos políticos del presente. Y, de otra, al ejemplar cumplimiento de sus funciones por parte de Don Juan Carlos, asistido del siempre inteligente respaldo de Doña Sofía.

La Monarquía vive principalmente, como decía Pérez Serrano en su Tratado de Derecho Político, «de su prestigio, del eterno pasado, de aquella mística que ineludiblemente acompaña a lo que siempre existió y encuentra en las profundidades de la Historia remota su propia justificación de existencia». La tradición es consustancial a su naturaleza, por lo que su desconocimiento total o un pragmatismo radicalizado terminarían por desfigurarla gravemente. Pero también es esencial la conveniencia de compaginar ésta con la modernidad, sirviendo hoy la monarquía, en cuanto que pouvoir neutre, de símbolo de unidad, permanencia, integración y cohesión del régimen constitucional. Una institución que expresa, señalaría Kimminich en El Jefe del Estado en la Democracia Parlamentaria, la continuidad del Estado. Una modernidad que se refleja en los dos aspectos constitucionales más relevantes del reseñado evento.

Primero. La elección de doña Letizia Ortiz. Alguien perteneciente a la clase media, representante de su tiempo, de sólida formación intelectual y con una contrastada experiencia profesional. Nada hubiera impedido, en consonancia con el pasado, que Don Felipe hubiera escogido -dentro de su capacidad de libre elección- a alguna princesa de las Casas europeas. Pero ha querido hacerlo entre aquellas mujeres con las que comparte más cercanamente valores, aficiones y anhelos. En la Constitución de 1978 no pervive la más mínima restricción sobre los matrimonios morganáticos, es decir, los contraídos con personas no pertenecientes a la realeza. Nada queda en nuestro ordenamiento de la Pragmática de Matrimonios de Carlos III de 1776, igual que acontece en la monarquía británica, en las escandinavas o del Benelux. De aquí el respaldo y la normalidad con que dicha decisión, por lo demás, también tan personal, ha sido acogida en una sociedad abierta como la española.

Segundo. Esta modernidad se confirma asimismo en la sencilla forma de notificación del compromiso. Una comunicación protocolaria, pero a la par sobria. Hoy estamos lejos de las solemnes leyes de aprobación (Constituciones de 1837, 1845 y 1876) o de previo consentimiento -del Rey y las Cortes- de los matrimonios regios (Constituciones de 1812 y 1869). Don Juan Carlos informó del mismo, dentro de lo que son las reglas de correttezza costituzionale, a la Presidenta del Congreso de los Diputados, que actúa como Presidente de las Cortes Generales, y al Presidente del Gobierno. Con ello el Rey daba su inicial respaldo al próximo matrimonio. Recordemos, a tal efecto, el mandato constitucional que prescribe la pérdida de los derechos dinásticos -por supuesto que no la prohibición de matrimonio (art. 32. 1)- a quienes lo hicieran contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes (artículo 57. 4). Una proscripción bilateral que habría de ser escrita, motivada, basada en razones graves, en plazo razonable y contar con el refrendo del Presidente del Gobierno. Un precepto, parece ser, dadas las referidas circunstancias, inaplicable al caso.

Queda abierta, no obstante, la reforma del artículo 57. 1, que recoge, en la estela de Las Partidas de Alfonso X El Sabio, el Ordenamiento de Alcalá, las Leyes de Toro y la Novísima Recopilación, los principios de sucesión a la Corona. Una norma que no impide a las mujeres reinar, pero que sí privilegia al varón. El constituyente siguió pues el criterio tradicional, con la salvedad del Auto Acordado de 1713 de Felipe V y del Estatuto de Bayona de 1808 (artículo 2), que imposibilitaban a las mujeres, de acuerdo con el derecho francés, reinar y transmitir sus derechos, o de la fórmula de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947 (artículo 11), que sólo permitía a éstas la cesión de sus derechos dinásticos. Don Felipe -recordemos- vivía ya al sancionarse la Constitución, siendo llamado, precisamente en dicho orden, a ocupar el futuro trono. Y por otra parte, el Tribunal Constitucional declararía más tarde «la conformidad con la Constitución del orden regular de sucesión en la Corona» (STC 126/1997).

Pero hoy, es verdad, la situación ha cambiado. Una sociedad asentada en la igualdad (artículo 14), tendrá que proceder a modificar dicho artículo. Aunque no queremos dejar de hacer dos consideraciones. De un lado, el dudoso acierto de abrir un proceso de reforma constitucional inmediato, cuando el Estado está sufriendo su más importante desafío por parte de un nacionalismo desleal. A lo que se suma el grado de hiperigidez que afecta a la materia de la Corona. Un procedimiento agravado que impone la aprobación de la revisión por mayoría de dos terceras partes del Congreso de los Diputados y del Senado, la disolución de las Cortes, la conformidad por idéntica mayoría por parte de las nuevas Cámaras y el sometimiento a referéndum para su ratificación. Y, de otro, no sería fácil de explicar cómo, ante reiteradas reclamaciones de mayor calado de revisar la Constitución -el papel del Senado, la constancia expresa de las relaciones con la Unión Europea o un modelo más perfeccionado de cooperación autonómica-, se decida impulsar una modificación, se quiera o no, de índole menor. Un momento para aprobar entonces, eso sí, el Reglamento de las Cortes Generales del artículo 72. 2, en relación con el 74. 1, sobre las funciones conjuntas de ambas Cámaras, así como la futura ley orgánica del artículo 57. 5 (abdicaciones, renuncias o dudas sobre la sucesión).

En consecuencia, el compromiso de Don Felipe de Borbón y doña Letizia Ortiz, a quienes deseamos los mejores parabienes, confirma el dinamismo de la Monarquía, convencidos de que su buen hacer será también el nuestro. Y por esto nada mejor que rememorar a Erasmo de Rotterdam en su Educación del príncipe cristiano: «Asunto privado es el matrimonio de los príncipes, y, no obstante se le llama la culminación de las cosas humanas... Si nos place que se haga una elección digna de un príncipe, escójase, de entre todas, la que más se recomiende por su entereza, modestia, por su prudencia, que sea cariñosa esposa del príncipe y le dé dignos hijos de ambos padres y de la patria». La elección cumple en la España constitucional del siglo XXI las aspiraciones del ilustre humanista holandés.