Al dirigirnos a aquellas generaciones de cuyo futuro somos responsables, vienen a nosotros los versos con que Brecht se disculpaba ante los jóvenes que aguardaban, más allá de la tragedia alemana de mitad del siglo pasado, la recuperación de su ideario nacional. A quienes habían luchado por una sociedad amable les rogaba que perdonasen que no siempre hubieran podido hablar sin aspereza, sin acritud. En nuestro caso, no se trata sólo de mejorar las cosas, sino de salvarlas, enfrentados a lo que no es una mera dificultad, sino que tiene la envergadura afligida de una crisis nacional. Lo que nos ocurre no se refiere a uno u otro aspecto de nuestro ordenamiento jurídico, ni puede agruparse en un formulario de problemas pendientes. Ni siquiera nos hallamos sólo ante un proyecto de España impugnado por quienes nunca han creído en él; esos nacionalistas que nos han colado unas reivindicaciones en las que su arcaísmo se disfraza de modernidad, su agresión a nuestros derechos cobra la forma de legítima defensa y su despreciable falta de solidaridad con una comunidad, levantada con esfuerzos incontables de millones de personas durante siglos, pasa a narrarse como la crónica de un cautiverio.
No se trata, tampoco, de que las circunstancias en que se ha desarrollado nuestra aparente expansión económica contuvieran suficientes desequilibrios , afán de enriquecimiento sin escrúpulos y vulneración de normas morales y legales, que han hecho saltar por los aires un edificio material que creíamos cobijo seguro de nuestro derecho a vivir con sosiego de nuestro trabajo. No basta con reconocer de qué forma se ha degradado un orden institucional que veíamos como representación auténtica de los ciudadanos, como abnegada vocación de servicio público, del que estaban ausentes las tentaciones corruptoras del mundo, el demonio y la carne. No es suficiente considerar de qué modo se ha adelgazado el espíritu crítico de una sociedad por la actitud de ese mal llamado mundo de la cultura, más atento a obtener su empadronamiento en un espacio de poder que a acogerse a la intemperie limpia, austera y creativa del pensamiento libre.
Todas estas son cuestiones cuya gravedad individual ya debería preocuparnos, pero que, consideradas en conjunto, manifiestan una situación de emergencia nacional. Sumadas unas a otras, constituyen el engranaje que permite que nuestra crisis pueda continuar girando en una noria de despropósitos morales, de irresponsabilidad política, de inanición cultural y de quiebra económica. Todas juntas, alimentan una lógica perversa que ha conseguido poner en duda nuestro proyecto nacional. Reunidas en un espacio que potencia sus efectos, han logrado que España corra el peligro más serio, como nación que
Acree en sí misma y que agrupa a sus ciudadanos en la conciencia de comunidad voluntaria, indispensable para afrontar las dificultades.
En circunstancias tan graves, que superan en mucho las peripecias de un desajuste, para definir el ámbito de la crisis orgánica de una nación, no podemos solicitar enmiendas parciales, soluciones de ambición cabizbaja, o auxilios de trámite. Cuando los acontecimientos nos piden que estemos a su altura, con la sinceridad que tiene el gesto de los momentos cruciales de la historia, no podemos ofrecer apaños donde se nos exige regeneración, ni debemos resignarnos a la pasividad de la cómoda denuncia, donde la sociedad nos reclama la poco confortable intervención de nuestros actos. Ante este paisaje en que nos jugamos nada menos que nuestra herencia nacional, la que hemos de preservar como historia que aguardan las generaciones venideras, ni sirve el silencio, ni sirve la algarabía tertuliana ni sirven las excusas de bolsillo.
Ante un proceso como el que vivimos, sólo se puede responder con el liderazgo de una clase política responsable y con la madurez de un pueblo que asuma el profundo sentido de esta su condición. Uno y otro son mutuamente indispensables, cuando no deseamos salvadores de la patria, liderzuelos de provincias o multitudes extasiadas en su propia orgía de falta de sentido común. El liderazgo político no consiste en la llegada de unos seres providenciales que vuelcan su capacidad creadora sobre una masa de seres inconscientes. Pero tampoco puede ser renuncia al ejercicio de la autoridad, dejación de una responsabilidad construida en siglos de cultura democrática para entregarse con penosa facilidad al capricho de un azaroso populismo, donde la virtud cívica de los ciudadanos se confunde con los vaivenes instintivos de muchedumbres manipulables.
Necesitamos que los dirigentes políticos españoles no se limiten a demostrar lo que debería resultar obvio: la honestidad que se le exige al hombre común. Eso se daba por sentado. Y que la normalidad se convierta en mérito, que el simple cumplimiento del deber sea motivo de elogio, hacen que los nuestros sean esos pésimos tiempos en que hay que luchar por lo evidente. Pedimos a nuestros dirigentes una calidad distinta a la del ciudadano que los ha elevado a un lugar de responsabilidad. No nos conformamos con su gestión eficaz, que puede ser suficiente en los momentos benévolos. Estamos en condiciones, después de todo lo que ha ocurrido, y en nombre de todo lo que necesita España, de exigirles que, además de ser buenos gestores, sean dirigentes capaces, personas con una visión del futuro de nuestra patria en su cabeza, líderes que sepan afrontar las dificultades y convertirlas en nervio constructivo de la nación cuyo bienestar tienen encomendado. No les pedimos que hagan el trabajo por nosotros. No les pedimos que se limiten a gobernarnos con eficacia y honradez. Les pedimos que dirijan el rumbo de esta nación a través de la tormenta, que nos den esa conciencia de labor colectiva que hemos perdido, que nos devuelvan esa impresión de pertenecer al mismo proyecto que hemos extraviado.
Hace más de sesenta años, cuando Europa se recuperaba de una pesadilla que estuvo a punto de devorar cualquier indicio de civilización, unas cuantas personalidades insignes, hombres y mujeres egregios, pusieron su inteligencia, su voluntad, su fe en el destino de sus pueblos extenuados, al servicio de una reconstrucción que sólo podía hacerse recurriendo a la raíz depuesta, al fundamento olvidado de una cultura superior. Dispusieron, para hacer su tarea, de un pueblo que no quería dejarse embaucar por ilusiones ya experimentadas, pero que necesitaba un sueño que le impulsara al encuentro de sí mismo, a volver a ser de nuevo lo que le ofrecía su carácter. A nuestros dirigentes podemos y debemos solicitarles, en estos tiempos de excepción, que sean también excepcionales. Que sus actos se orienten con la solemnidad de una política que ya no puede ser sólo administración. Que su tarea inspire no sólo la serenidad en tiempos de temor o el sosiego en etapas de inseguridad. Les pedimos algo mucho más difícil, porque es lo indispensable. Les pedimos esa altura de miras que nos permita contemplar nuestro propio futuro, elaborado por todos, dirigido por quienes nos representan, asumido por la madurez de un pueblo consciente de sí mismo. Les pedimos, nada más y nada menos, el liderazgo que ponga su faena y la nuestra a la altura exigente de los tiempos de peligro, a la medida de la voluntad de esta nación. «A nuestros dirigentes podemos y debemos solicitarles, en estos tiempos de excepción, que sean también excepcionales. Que sus actos se orienten con la solemnidad de una política que ya no puede ser sólo administración. Que su tarea inspire no sólo la serenidad en tiempos de temor o el sosiego en etapas de inseguridad»
Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.