Una nación al desnudo

Parece como si el virus hubiese sido propiciado por un genio poderoso –de esos que azuzaban a don Quijote– para poner en evidencia y en toda su profundidad la muy grave crisis nacional que se ha venido gestando durante los últimos decenios. Cumpliría así como momento de la verdad una función catártica, cual espejo que nos devuelve sin deformidades el cuerpo enfermo y lastimero de nuestro país actual. Y que nos impide seguir engañándonos como hemos venido haciendo desde hace tiempo sobre la deriva nacional que nos ha provocado ser el peor país en gestionar la pandemia.

Espejo que refleja ante los demás países –no sabemos bien hasta qué punto– una imagen de trastorno colectivo y desmoronamiento incapaz de responder satisfactoriamente a la piedra de toque que supone esta emergencia. Y lo más tremendo es que en el fondo de nosotros mismos sabemos que no era posible –con estos mimbres y con el decurso de nuestros males– haber salido mejor parados de lo que estamos ahora. Tal es la degradación en la que nos hemos instalado –y hemos consentido– hasta que un virus remoto, como remota fue la distante Cuba, nos coloca velis nolis ante el espejo.

Para ver de salir del marasmo y descrédito institucional actuales, habrá que enumerar algunas de las graves anomalías que tenemos instaladas en el fondo social y en la superficie política que dan cuenta y razón de nuestra desdicha, no solo sanitaria, y del diferencial cada vez mayor con el entorno europeo.

– La selección de los peores. Lleva mucho nuestro país con una temeraria ausencia de los mejores en la dirección del país. Basta contemplar los inanes perfiles profesionales de gran parte de nuestra gobernanza actual en cualquiera de sus niveles. Y como botón de muestra bien deprimente de esto, piénsese en el protagonismo siniestro que tiene en la vida de nuestras élites la figura de un ser como Villarejo, epítome de la zafiedad de un fin de época, imputado por apuñalar a una doctora. Protagonismo impensable en cualquier otra democracia occidental. Personaje que, con sus grabaciones y silencios, explica muchos sucesos difícilmente explicables, como la dimisión del anterior presidente de Gobierno. Y también justifica la insolente prepotencia del actual Ejecutivo que sabe el valor de la información del antiguo comisario. A la ausencia de los mejores ha seguido a ritmo veloz la presencia de los peores hasta lo más alto del Estado, ayunos de virtudes intelectuales y morales, lo que antes llamábamos virtudes humanas mínimas. Y nunca olvidemos que los peores son siempre buenos practicantes del resentimiento que como mecanismo psíquico posterga a lo más valioso, sean personas o cosas, que los pueden dejar en franca evidencia.

– La exitosa erosión de un sistema colectivo de creencias y valores. Ello no hubiera sido posible –ni tampoco la hondura de la crisis– si desde hace al menos 30 años no hubiéramos asistido a una constante y tenaz demolición, burla y ridiculización del sistema de creencias constituidas en normas, valores y virtudes morales vigente hasta entonces. Su frívola –e interesada– asociación con el anterior Régimen, ha provocado un socavamiento de una ética normativa privada y pública, sin ofrecer al menos un sistema alternativo. Tal vez porque no exista otro, si queremos (que no hemos querido) soportar y llevar «las pesadas cargas de la democracia» como alegaba Allport. Que son precisamente las del tan olvidado «bien común».

Pocos países, ninguno en el ámbito europeo, han soportado la extensión entre nosotros de esas técnicas de envilecimiento (techniques d’avihissement) que denunciaba Gabriel Marcel, que nos han despersonalizado y hecho olvidar el plano del deber ser en tantos ámbitos y niveles. Los resultados de al menos dos generaciones ya educadas en la LOGSE han mostrado en toda su evidencia el carácter corrosivo de la ideología que la sustentaba y su incapacidad para formar debidamente al ciudadano español orientado ya a sus meras necesidades.

– Una función pública enferma de indolencia y autismo. Hemos comprobado en esta bajada de máscaras el tenor generalizado de nuestros organismos y administraciones públicas, incapaces de responder con agilidad y compromiso a las demandas de la crisis. Y hemos comprobado que, nos guste o no, el talento, la inteligencia mejor y comprometida, ya no se encuentra en ellas sino en la empresa privada con todo lo que eso supone de anomalía para el bien común y la eficacia de lo público. El bochornoso espectáculo de una Administración que no renunciaba a ningún día de sus vacaciones de agosto en plena urgencia de planificaciones y prevenciones varias (económicas, sociales, educativas, sanitarias, etcétera) ante un septiembre crítico me hizo recordar la actualidad de la advertencia de Julián Marías: «La pereza, que tantas cosas explica entre nosotros». Junto a la incuria pública, los ciudadanos hemos descubierto traumáticamente lo poco que importan nuestras vidas –en el sentido literal– a ese poder público des-moralizado en muchas de sus instancias, que no se hace cuestión de 50.000 muertos y tantos damnificados entre tanta dejadez. Y las consecuencias insoslayables que en el plano político, educativo, sanitario y social tendrá esta nueva y dolorosa evidencia en el futuro.

– La desafección de las instituciones: todo lo anterior, que se verá exacerbado por la fractura económica que llega, ha roto en gran medida el contrato psicológico tácito, invisible, que une al representado con sus representantes, al país real con el país oficial (que incluye a los órganos públicos). Divorcio que empieza a recordar, nos guste o no, al descrédito veloz que aquejó a la República de Weimar y que trajo tantas amarguras. La ruptura tan palpable hoy de un mínimo de unidad nacional –tan largamente banalizada– azuza en su proceso de atomización este fenómeno de weimarización de nuestro país, desvertebrado hasta la inoperancia en su configuración territorial. Y, para confundir aún más nuestra situación, esta extensión del síndrome de Weimar entre la opinión pública es fomentada y aprovechada exponencialmente por los enemigos de la libertad que se encuentran en el propio Gobierno nacional.

Ante esta situación crítica, pocas veces ha cobrado mayor vigencia en nuestra ya larga historia la cuestión planteada por Marías: no preguntarnos tanto qué va a pasar sino qué vamos a hacer cada uno de nosotros para que nuestra nación no sea una vez más «la de los tristes destinos», como el Episodio de Galdós.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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