Una navidades muy diferentes

Cuando comienza una guerra es imposible saber en qué fecha concluirá y, excepto casos infrecuentes, como la «guerra de los Seis Días», que terminó cuando algunos soldados egipcios todavía estaban esperando ser movilizados, lo normal es que una guerra se alargue hasta, al menos, las navidades más próximas.

¡Guerra y Navidad! Una apasionante contradicción, una de esas circunstancias que nos imaginamos fuente de numerosas recreaciones literarias, uno de esos filones en el que los escritores solemos horadar, porque la trágica paradoja ya nos ha resuelto casi la mitad del esfuerzo. Y, sin embargo, no es así. La literatura se ha inclinado por el melodrama, pero no por la tragedia, y abundan los relatos en los que la pobreza y la miseria, la soledad y la avaricia, se convierten en cómodos protagonistas. Empleo el concepto cómodo, porque una niña pobre y aterida de frío en Navidad, tampoco necesita mucha inspiración literaria para que su caso suscite emociones y penas solidarias. Casi todos los grandes cuentos navideños, desde «Canción de Navidad» de Dickens, hasta «Regalo de Reyes» de O. Henry, se han centrado en esa asociación como fácil fuente de sentimentalismos.

Una navidades muy diferentes¿Por qué hay tan escasa literatura navideña sobre la guerra? Quizás porque su contrasentido es tan brutal, tan monstruoso, que el escritor siente el peligro de adentrarse en un terreno movedizo y de difícil resolución. Viene a ser algo así como la excepcionalidad de Ambrose Bierce en su «Club de los parricidas», una serie de cuentos espeluznantes, narrados con una sobriedad espartana: «No tuve más remedio que matar a mi padre», comienza el primer relato, sin ninguna concesión al lector. El parricidio es algo familiar en el teatro griego, y una tradición en la historia de las dinastías que en el mundo han sido, pero también han evadido la Navidad. Como la guerra.

Leon Bloy es uno de esos tipos difíciles de clasificar. Fue un anticlerical feroz, que se convirtió al catolicismo y, como creyente, no fue menos feroz que en sus anteriores creencias, hasta el punto de que a la propia Iglesia le resultaba incómodo admitirle como uno de los suyos.

A mí me fascinan los personajes exagerados, puede que por neutralizar mi asumida mediocridad, o mi habitual duda ante el arrojo, cuando no afectan a algo próximo y querido como el parentesco en primer grado. Pero Leon Bloy, como tantos otros –desde Jorge Manrique hasta Hemingway– se alistó voluntario a la guerra franco prusiana, y conoció de primera mano eso que luego recogería en una colección de relatos titulado «Cuentos de sangre». Naturalmente en un escritor es muy difícil separar la ficción de la realidad, porque ese estadio de esquizofrenia no se produce en horarios establecidos, sino que forma una mezcla permanente. Así que lo que cuenta Leon Bloy nunca sabremos si se produjo en la realidad o fue una consecuencia de su ensoñación, pero tiene lugar durante la Navidad.

Los habitantes de un pueblecito francés de unos 300 habitantes observan que lo que tanto temían está teniendo lugar delante de sus ojos: los militares prusianos penetran en el pueblo. Pero el oficial que les dirige, en lugar de organizar el saqueo, casa por casa, y agrupar a los hombres en una zona de la plaza del pueblo y, enfrente, a las mujeres y los niños, pregunta por la casa del párroco, y hacia ella se dirige, acompañado de un escaso número perteneciente a su guarnición. Lo que el oficial le solicita al párroco es que sus soldados puedan asistir a la misa del Gallo, puesto que son católicos. Y esa petición produce en el cura un desgarro terrible. Por un lado, tiene que ser fiel al Evangelio, por el otro va a tener que celebrar la misa y dar la comunión a quienes están matando a sus más próximos, a sus prójimos franceses.

No voy a destripar el cuento, porque de eso también vivo, y aliento a que los curiosos se aproximen a esta figura injustamente olvidada, a este Leon Bloy del que Rubén Darío se sentía fascinado y aterrado, a la vez. Uno de esos extravagantes que nunca pasan inadvertidos en ningún campo.

Pero el cuento de Navidad en guerra más terrible y más hermoso se escribió en la realidad de un 24 de diciembre de 1914, durante la I Guerra Mundial, en el frente occidental, en Ypres. Los soldados alemanes comenzaron a cantar «Stille Nacht» (Noche de Paz), los soldados británicos entonaron villancicos en inglés, aparecieron banderas blancas, primero con precaución, al poco con alegría fueron saliendo los soldados de ambos bandos de las trincheras, surgió un balón de fútbol y se jugó un partido. Hay testimonios, tres películas y numerosas cartas que documentan que así sucedió. Fue una tregua espontánea, nada oficial, de tal manera que a los jefes de los ejércitos, a los que no se les gangrenaban los pies de la humedad putrefacta de las trincheras, les pareció muy mal, e incluso quisieron imponer disciplina, pero eran tantos los culpables, que habrían tenido que abandonar sus cómodos puestos de mando e ir ellos mismos a las trincheras, si de verdad querían depurar las responsabilidades de tan bella indisciplina.

Durante todas, absolutamente todas las navidades de nuestra existencia, en algún lugar del mundo la noche más buena del año es una noche más de guerra o un breve paréntesis, tanto más cruel, cuanto que, pasado el plazo, hay que volver a matarse.

A lo largo de esa milagrosa noche de la I Guerra Mundial, en esa pausa del 24 de diciembre, no hubo muertos, pero más de 20 millones de seres humanos perdieron la vida, y unos cuantos millones quedaron mutilados en sus extremidades, ciegos o inútiles para moverse. Es el aguinaldo coherente de los conflictos bélicos, la consecuencia lógica de la falta de paz entre los hombres de buena voluntad.

Durante estos días previos a las fiestas, e incluso ya adentrados en ellas, he escuchado a personas de muy variada extracción social y cultural quejarse de la monotonía de los ritos navideños, de la iteración de la liturgia, y del deseo, nunca cumplido, de pasar una navidades distintas. Nunca me he atrevido a sugerirles destinos muy emocionantes, que no tienen nada que ver con la convencionalidad en la que nos sumergimos en estos días. Pero existen. Por desgracia. Y, en esos lugares, desean con una intensidad casi dolorosa encontrarse envueltos en eso que algunos de los nuestros llaman aburrimiento, sin saber que lo que ellos consideran hastío es la felicidad anhelada, mientras el cielo se llena, no de las luces de la estrella de Belén, sino de los fogonazos de la artillería antiaérea.

Luis del Val, escritor.

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