Una noche oscura colectiva

Perdidos en el ir y venir de las circunstancias de un drama que ha despertado nuestro miedo y nuestra preocupación, buena parte de la población se ha sentido huérfana de Dios durante estas últimas semanas. Pocos lo formularían en estos términos. Más bien dirían huérfanos de sentido, desorientados ante la situación, perplejos ante el futuro... En teología se diría que el silencio de Dios ante el tormento de los inocentes es para muchos un signo preclaro de su inexistencia. Claro que urgidos por las imperiosas necesidades sanitarias y por el vértigo de las noticias, lo trascendente puede quedar orillado y resultar totalmente marginal. Un creyente adulto, sin embargo, no puede por menos de hacerse algunas preguntas. ¿No le ofende a Dios esta nueva plaga, tan similar a las bíblicas? ¿Es el silencio su respuesta ante el horror?

Ante la magnitud de la tragedia que estamos viviendo podemos llorar amargamente -como Pedro en sus negaciones-, acabar con todo -como Judas en su traición-, o desafectarnos -como Pilatos en el somero juicio a Jesús-. Todas estas posibilidades son reales: nos implicamos o nos escapamos, nos bañamos o guardamos la ropa. Pero hay una más: también cabe esperar, permanecer ahí, confiar en medio de la noche y mantenerse en pie. Esto es, precisamente, lo que celebra el Sábado Santo, protagonizado por una mujer a quien han arrebatado lo que más quería y que, traspasada por la aflicción, se mantuvo al pie de la cruz y junto al sepulcro.

El dolor que experimenta María de Nazaret es tan grande que parece no dejar espacio para nada más. En María, sin embargo, milagrosamente, sí que cabe algo más: la fe. Queda un rescoldo incomprensible, pues ella sigue creyendo, contra toda esperanza, en las alucinantes promesas de su hijo. Sufre, sí, pero no claudica ni siquiera cuando todas las pruebas le dicen que debería desistir. La Dolorosa representa a la humanidad entera cuando pierde la esperanza. La Dolorosa somos nosotros hoy -podríamos serlo- ante esta pandemia.

Poco antes de afrontar sus últimas horas, Jesús les había dicho a sus discípulos que no les dejaría huérfanos (Jn. 14, 18). Ninguno de ellos se acuerda ya de estas palabras, pero María las ha guardado en su corazón de madre y, por eso, en esta hora amarga, no desespera. El dolor no se le ahorra, pero sí que se le ahorra la desesperación. Porque no se puede vivir en estado de gracia y estar desesperado al mismo tiempo. La clave es, pues, guardar palabras de vida en el corazón. Eso nos hace resistir -con dignidad- a la desgracia.

Al pie de la cruz está la madre y el hijo, es decir, el pasado y el futuro. Sólo con el pasado y el futuro podremos sostenernos en el presente. Sin pasado ni futuro no hay presente. No existimos aisladamente: la solidaridad con quien fuimos y con quien seremos es la única fuerza frente al dolor. Que al pie de esa cruz estén sólo estas dos figuras significa que, si queremos no sucumbir ante esta pandemia, también nosotros hemos de dar entrada a nuestra madre interior y a ese amado discípulo que tenemos dentro. Sin ellos, no se realizará en nosotros el encuentro entre lo divino y lo humano, entre la materia y el espíritu. No habremos transformado esta crisis en una oportunidad.

María es el arquetipo de la virginidad, es decir, de la pureza de corazón. Juan es el arquetipo del discipulado y de la amistad. Sólo con estos presupuestos (pureza, discipulado, amistad) deja la cruz de ser destructiva y se convierte en fuente de luz. Sólo desde aquí cabe hoy un discurso medianamente sensato sobre Dios.

Porque resulta claro que lo que muchos siguen todavía hoy llamando Dios no resuelve los problemas de este mundo. Pero Dios tampoco se desentiende o huye de ellos -así lo sentimos algunos-, sino que -esta es la fe cristiana- los mira silenciosa y amorosamente. En efecto, ante el grito humano, Dios no ofrece teorías ni soluciones, sino una (discreta) presencia de amor: una energía que nos hace protagonistas, una gracia que nos responsabiliza y pone en acción.

Los creyentes, y muy en particular los meditadores, estamos llamados a asumir ante esta nueva versión de las tinieblas la misma respuesta que asume el propio Dios: el silencio, que es la otra cara del grito. El silencio que escucha el grito. El silencio que permite que ese grito llegue a las entrañas. Porque sólo de esa escucha (de esa amorosa contemplación del grito) puede brotar la verdadera redención, el verdadero crecimiento espiritual. Todos los sabios han comprendido que el silencio es la gran revelación. Que el silencio es la forma más discreta, paradójica e intensa de su Presencia. Que el silencio nos mete de lleno en Dios y nos hace descubrir nuestra esencia divina.

Todas estas palabras resultarán sin duda demasiado grandes -cuando no directamente ofensivas e intolerables- mientras no se muera de una vez por todas a todo infantilismo religioso. Es preciso dejar ya de esperar que Dios nos ayude desde arriba, como si fuera un mago que, con su varita mágica, arregla caprichosamente todo lo que se nos ha torcido. Un Dios verdadero sólo puede apelar a la madurez humana. No peticiones infantiles. No preguntas retóricas. No huidas sistemáticas al entretenimiento. Es preciso desapegarse de todas las formas religiosas, lo que en absoluto significa descuidarlas o dejar de utilizarlas. Pero conviene recordar permanentemente que sólo son medios (sólo caminos, caminos posibles entre multitud de otros caminos también posibles) para la consecución de un fin. Sí, esta pandemia nos recuerda que es preciso morir a Dios para llegar a Dios. Morir a nuestras ideas de Dios, a nuestra experiencia de Dios (como María, como Abraham…), para vivir el misterio de la vida más allá de toda comprensión simplemente racional. Si Dios responde pudorosamente ante el sufrimiento del inocente, la oración, la meditación es nuestra respuesta pudorosa a la aflicción del mundo. Sólo desde ahí nuestra respuesta activa podrá ser luego verdaderamente sólida y constructiva.

Dios se escucha a sí mismo en el hombre que guarda silencio. Pero la Suya no es una escucha narcisista y autosatisfecha, sino dramática y pacífica a un tiempo, poliédrica, apasionada. Él vive en quien se silencia de toda forma para entrar en el fondo del misterio.

Este Sábado Santo que vive hoy nuestra sociedad dura ya décadas, quizá siglos. La pandemia simplemente lo ha puesto en un primer plano. Si nos diéramos cuenta de que nada de cuanto sucede escapa a una mirada misteriosa y providente, los problemas seguirían afligiéndonos, cierto, pero nunca nos abatirían. Pasaríamos noches oscuras (todos las conocemos), pero todas ellas, todas sin excepción, acabarían en alborada. Según la Tradición, en el sábado santo Cristo bajó a los infiernos, es decir, la luz abrió las puertas de las sombras para que quedaran iluminadas y perdieran su aguijón. Lo que ha quedado abajo (lo inferior e irredento, lo subconsciente) tiene, pues, su oportunidad de cambiar de signo. La visita al infierno es siempre lo que precede a la definitiva irrupción de la luz. Pero, ¿resistiremos a esta intemperie? ¿Seremos capaces de mantenernos confiadamente en medio de este largo y gélido vacío?

Pablo d’Ors es fundador de Amigos del Desierto.

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