Una nueva belle époque

En España la riqueza de tan sólo 20 personas, unos 115.000 millones de euros, es equivalente a la del 30% de la población más pobre, unos 15 millones. Y esta diferencia continúa aumentando. En el último año, esas 20 personas vieron incrementada su riqueza en un 15%, mientras que la riqueza del 99% restante cayó un 15% en el mismo periodo.

Estos datos aparecen en el informe de Oxfam-Intermón publicado la semana pasada con el explícito título de Una economía al servicio del 1%, en que da noticia de la dramática desigualdad que existe y se está incrementando tanto en el mundo como en nuestro país.

Mi primera reacción cuando leo estas estadísticas es pensar que las cifras están mal; pero lo que está mal es la realidad. La tendencia es más intensa en los países anglosajones, con EE.UU. y el Reino Unido a la cabeza, que en los europeos continentales. Los españoles nos comportamos como anglosajones honorarios. Según señala el informe, España es el país de la OCDE en el que más ha crecido la desigualdad desde el inicio de la crisis, tan sólo por detrás de Chipre, y casi 10 veces más que el promedio europeo, incluso 14 veces más que en Grecia.

¿Nos ha de preocupar la desigualdad? Un buen amigo, empresario conocido, me pregunta “¿qué tienes contra la riqueza?”. Su pregunta sugiere que probablemente es la envidia o, lo que es peor, una mala evaluación de sus causas y consecuencias.

Mi preocupación tiene que ver con sus efectos. La desigualdad impide la existencia de una sociedad decente, debilita la democracia y asesina al capitalismo. La desigualdad es un poderoso disolvente de la cohesión social que necesita una democracia pluralista y una economía de mercado. Rompe los vínculos entre los que tienen y los que no y provoca la autoexclusión de los muy ricos. Ya lo dijo el novelista norteamericano Scott Fitzgerald en los años veinte: “Los muy ricos son diferentes de usted y de mí”. Para comprobarlo sólo hace falta un poco de memoria. Hace un siglo la desigualdad alcanzó niveles similares a los de ahora. Ese periodo es conocido como la belle époque, época que combinó aumento de riqueza con una sociedad extremadamente desigual. Esa desigualdad estuvo detrás de la explosión de la Primera Guerra Mundial en 1914, del crac financiero de 1929 y de la Gran Depresión, del populismo, el fascismo y el nazismo de los años treinta y, finalmente, de la Segunda Guerra Mundial.

Sólo después de esos dramáticos sucesos vimos llegar la reducción de la desigualdad. Los años cincuenta, sesenta y setenta fueron la mejor etapa en este sentido. La causa fue una alteración del equilibrio de poder entre élites y masas en favor de estas últimas. Cien años después, estamos asistiendo a una inquietante efeméride: el retorno de una nueva belle époque que no presagia nada bueno.

¿Es la desigualdad inevitable? Algunos piensan que sí. Pero no lo crean. La extrema desigualdad que volvemos a ver tiene muy poco que ver con el cambio técnico y la globalización como con frecuencia se dice. Fundamentalmente, es el resultado de una ruptura en el equilibrio de poder entre élites y masas que comenzó en los años ochenta y sigue hasta hoy, con la crisis como acelerador.

Hay una diferencia importante entre la desigualdad normal y la extrema desigualdad, ese 1% del que habla el informe de Oxfam-Intermón. A propósito de esta diferencia, también en los años veinte el economista John Maynard Keynes señaló que podía mencionar muchas razones para justificar una cierta desigualdad, pero que no conocía ninguna que pudiese justificar la extrema desigualdad de la belle époque. Ese comentario vale para hoy. ¿Qué hacer? Nuestros gobiernos están preocupados, pero la ven como inevitable. Como si fuese el resultado de una ley de la gravedad a la que no se puede escapar. Pero la experiencia de la posguerra nos dice que no hay nada inevitable que conduzca a esta desigualdad extrema. El informe sugiere medidas fiscales y de otro tipo para remediarlo. Por mi parte, añado dos. En primer lugar, con la desigualdad hay que hacer como con la inflación, el déficit público o la prima de la deuda: medir, medir y medir. Lo que no se mide empeora; lo que se mide puede mejorar. En el informe hay un dibujo de El Roto muy ilustrativo. Se ven dos miembros de ese 1%. Uno dice, “Si el 1% de la población acumula el 99% de la riqueza, algo habrá que hacer”. A lo que el segundo personaje le contesta: “¿Prohibir las matemáticas?”. En segundo lugar, hay que incorporar al cuadro de mando de la política económica el objetivo de reducción de la desigualdad, como se hace con la inflación, el déficit o la prima de la deuda. De esa manera se generará una presión para reducir la desigualdad.

La desigualdad es la enfermedad del siglo XXI. Pero no tiene nada de irremediable. Está en nuestras manos evitarla. Aunque no será fácil. Pero hay que evitar el retorno de una nueva belle époque por los recuerdos inquietantes que trae.

Antón Costas, catedrático de Economía de la Universitat de Barcelona.

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