Una nueva ciencia para otra era

Aprovechando unas vacaciones, William Perkin llevó a cabo algunos experimentos químicos en el laboratorio que había construido en su apartamento de Londres. Pocos días después, hizo uno de los descubrimientos más importantes de su época, la síntesis del primer colorante artificial. Apenas tenía 18 años. Consciente de la importancia de su hallazgo, lo patentó y construyó una fábrica con el dinero que le dio su padre. Poco después, la reina Victoria, y con ella buena parte de la aristocracia europea, lucían el intenso color morado que había inventado William. Con sólo 23 años, nuestro joven científico y emprendedor creó las bases de la nueva industria de los colorantes artificiales y ayudó a consolidar el liderazgo del Reino Unido en el sector textil.

Una nueva ciencia para otra eraLa aplicación de los descubrimientos científicos a los procesos productivos ha sido uno de los motores del progreso económico de los últimos siglos. La máquina de vapor, la electricidad e internet han dado lugar a tres revoluciones industriales que han cambiado profundamente nuestro mundo. Pero esos cambios palidecen ante las transformaciones que vienen de la mano de la automatización y de la inteligencia artificial. El uso de robots capaces de aprender y de tomar decisiones autónomas, va a cambiar para siempre muchos aspectos de nuestras vidas, la manera en la que trabajamos e incluso actividades tan propiamente humanas como la ciencia. El profesor Leroy Cronin de la Universidad de Glasgow ha publicado una serie de estudios en los que compara la capacidad para descubrir nuevas moléculas de los investigadores de su laboratorio con la de robots que aprenden y deciden sus propios experimentos. Sus conclusiones no dejan lugar a dudas, las máquinas superan a los científicos tanto en sus predicciones como en el diseño de nuevos experimentos, los que les permite descubrir antes nuevas moléculas.

En los últimos años, los ordenadores han aprendido a reconocer imágenes, voz e incluso situaciones de peligro. Pero su capacidad para identificar patrones va mucho más allá. Por ejemplo, gracias al uso de redes neuronales artificiales, los ordenadores pueden distinguir una molécula tóxica de otra curativa, algo que es muy difícil incluso para los mejores especialistas. Cada año, la empresa Merck convoca un concurso para que científicos de todo el mundo les ayuden a predecir la actividad biológica de moléculas que están estudiando para curar distintas enfermedades. En 2012 ganó un grupo de investigadores liderados por George Dahl, un estudiante de la Universidad de Toronto. Lo sorprendente del caso, es que ninguno de ellos sabía nada de química o de biología, simplemente programaron sus ordenadores para que reconocieran propiedades que los científicos no fueron capaces de ver. También de la Universidad de Toronto es Atomwise, una empresa que ayuda a los científicos a descubrir nuevas medicinas con ordenadores que utilizan inteligencia artificial para identificar interacciones ocultas al ojo de los especialistas. Atomwise es sólo un ejemplo de una nueva industria que utiliza robots que reescriben su código y que adaptan su programación a las lecciones que aprenden cada vez que aciertan o se equivocan.

Las máquinas van a ser protagonistas de algunos de los mayores descubrimientos de nuestro tiempo, especialmente cuando la computación cuántica desarrolle su capacidad de aprendizaje hasta límites difíciles de imaginar. Para aprovechar todo este potencial, robots e investigadores debemos dialogar para compartir aprendizajes y así poder realizar nuevos descubrimientos. Desgraciadamente, esta conversación se ve dificultada por el hecho de que pocos científicos saben hablar el lenguaje de las máquinas, es decir código. La robótica o la inteligencia artificial son disciplinas que raramente se enseñan en las carreras de ciencias.

Por eso no es de extrañar que nuestros alumnos busquen en otro lado los conocimientos que no encuentran en clase. Cuando en 2011 se ofreció el curso online Introducción a la Inteligencia Artificial, se apuntaron 160.000 alumnos de todo el mundo. Pocos años después millones de personas utilizan estos cursos por internet para completar su formación. La diversidad, calidad y flexibilidad de horarios de este tipo de formación ponen en cuestión el modelo de educación tradicional. El futuro de las universidades pasa por enriquecer la experiencia de estar en el campus. El valor añadido de ir a la universidad consiste en la vivencia de compartir ideas y proyectos con profesores y compañeros, en el desarrollo de nuevas competencias interpersonales y sobre todo en la investigación y en el emprendimiento, actividades que ocurren entre personas, en lugares físicos con recursos adecuados y con profesionales que nos ayudan e inspiran a aprender más. Sólo si pasan cosas interesantes en la universidad los mejores estudiantes seguirán yendo a sus clases.

Los grandes retos de nuestro tiempo no se resuelven profundizando sino ensanchando nuestro conocimiento, porque los problemas difíciles tienen soluciones complejas que abarcan más de una disciplina. Nos esforzamos en que nuestros jóvenes investigadores aprendan cada vez más de menos y eso es un problema porque los científicos deben ser personas completas, capaces de ver los problemas de forma global y entender las consecuencias de su trabajo. Los grandes retos requieren personas que conecten datos, conocimientos e ideas aparentemente sin relación, pero también con habilidades sociales, con curiosidad y liderazgo. La combinación de la mejor inteligencia humana con la artificial más avanzada será la máquina de vapor de la cuarta revolución industrial. Pero realizar nuevos descubrimientos no es suficiente. Por el contrario, necesitamos personas que se arriesguen, que nos inspiren y que pongan sus hallazgos al alcance de todos. Los científicos que se atrevan a liderar el cambio y a emprender van a ser los verdaderos protagonistas de este nuevo tiempo.

Las nuevas tecnologías nos ofrecen posibilidades inimaginables, pero somos las personas las que decidimos el futuro que queremos construir como pone de manifiesto el hecho de que, a pesar de todos avances que tenemos a nuestra disposición, la desigualdad sigue aumentando, el fanatismo está resurgiendo con fuerza y nuestra acción sobre el medio ambiente y el clima está poniendo en peligro nuestra propia supervivencia. La cuarta revolución industrial será una revolución de los valores o no habrá una quinta. Por eso, ahora más que nunca, necesitamos que los científicos asumamos nuestro papel como intelectuales, como formadores de opinión y como referentes para los jóvenes. Una tarea que abandonamos hace tiempo preocupados y ocupados por publicar, conseguir financiación y avanzar nuestras carreras. Si queremos que nuestra opinión se oiga, debemos participar en los debates clave para nuestro futuro; porque si nosotros no lo hacemos, otros hablarán de ciencia en nuestro lugar. Estudiar la realidad es importante, pero si queremos cambiarla debemos implicarnos en el diseño y en la construcción de las soluciones que proponemos.

Mientras trabajaba en su laboratorio casero, William Perkin no trataba de preparar un colorante, sino una medicina. Una y otra vez obtenía un alquitrán oscuro y pegajoso, nada que hiciera pensar en colores brillantes. Pero su curiosidad y su espíritu emprendedor cambiaron para siempre la industria de su tiempo. William no se conformó con realizar un gran descubrimiento científico, sino que decidió convertirlo en una realidad comercial. Su logro tuvo consecuencias enormes que alcanzaron incluso las costas de España. El colorante que inventó William acabó con el 90% de las exportaciones de Canarias, que en ese tiempo estaban basadas en un insecto, la cochinilla, del que se extrae el colorante natural. El hecho de que el talento y la pasión de un joven dieran al traste con una economía tan importante, nos debe servir de lección para que esto no nos vuelva a ocurrir y que España lidere un nuevo tiempo donde la ciencia, la educación y el emprendimiento sean la base de nuestra economía y de nuestra contribución a la tarea común de resolver los grandes problemas de nuestro tiempo.

Javier García Martínez es catedrático de Química Inorgánica y director del Laboratorio de Nanotecnología Molecular de la Universidad de Alicante. Fundador de Rive Technology.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *