Una nueva ecología del ser humano

Entre bombo y bombo, el 22 de diciembre se aprobó el proyecto de Ley Trans. En las Comunidades Autónomas la transición de género era una realidad desde 2016, pero este nuevo proyecto ha venido a amplificarla en tres puntos fundamentales: la autodeterminación de género, la prohibición de terapias de conversión y la despatologización de las personas trans.

La autodeterminación de género conlleva que si yo me siento mujer, usted –médico– me empieza a hormonar y tratar sin más. Es decir, la propia voluntad es requisito suficiente para cambiar de nombre y sexo en el DNI, sin necesidad alguna de informes médicos o pruebas judiciales. El proyecto lleva hasta el extremo la autodeterminación al permitir que los mayores de 16 años puedan hacerlo por sí solos y los que tengan entre 14 y 16 no precisen más que de la asistencia de su tutor.

Una nueva ecología del ser humanoResulta paradójico que el legislador asuma que a esas edades aún no están listos para ciertas responsabilidades, votar o conducir, por ejemplo, pero considere que su deseo y voluntad son suficientes para que los médicos procedamos a cambiar su sexo ante su deseo explícito. ¿Y si pidiesen la amputación de una pierna? ¿Por qué deberíamos impedírselo, aunque lo deseen tan intensamente como estos chavales y chavalas desean que se les cambie su sexo mediante terapias farmacológicas y quirúrgicas? Precisamente nuestro Código Deontológico médico, en su artículo 12, nos dispensa a los facultativos de actuar cuando el paciente exige un tratamiento que juzgamos, por razones científicas o éticas, inadecuado o inaceptable.

Los impulsores de esta ley se olvidan de dos cosas. La primera es que la sexualidad está en el centro de la persona. Yo no puedo mostrarme delante de ustedes, no puedo mostrar la persona que soy sin mostrarme como mujer. Si cambiase mi sexo, sería otra persona. Cada una de nuestras células están sexuadas. La segunda es que la adolescencia es, por definición, un estado de inmadurez en desarrollo hacia la madurez. El adolescente se encuentra en un estado de maduración sexual en su cuerpo, en su psicología, en su personalidad, en su relación social y personal. Lo natural de tal etapa es la incomodidad con el propio cuerpo, la búsqueda y desarrollo de la propia identidad y el cuestionamiento de sí mismo, de lo que creía hasta el momento, de lo que ha heredado.

¿Qué les ofrece esta ley, consecuencia directa de la ideología de género? Para empezar, un océano de definiciones indefinidas, una infinidad de combinaciones posibles entre la biología –el sexo biológico–, la orientación o el deseo –el sexo que me atrae sexualmente–, la expresión o los roles –si llevo el pelo corto, si me visto de una determinada manera, si juego al fútbol o con barbies– y la identidad. De su agitada mezcla se obtiene una frondosa confusión, englobada hoy en el concepto queer, que dificultará profundamente al adolescente saber realmente quién es. El aumento exponencial de casos de transexualidad entre los más jóvenes, registrado por la Asociación Mundial para la Salud Transgénero, lleva a cuestionarse si no estamos ante una confusión inducida generalizada, ante un aprovechamiento malintencionado de la fragilidad y búsqueda propia de la adolescencia, ante una moda impuesta.

¿Qué más ofrece el proyecto que sí nos ha tocado entre tanto bombo? Prisa por etiquetarse, la presunta idea de que solo será feliz si se transforma en aquello que desea. Al niño y al adolescente se les exige tomar una decisión que le condicionará el resto de su vida. De su elección por «transicionar» a un cuerpo distinto a aquel en el que ha nacido se derivan efectos adversos y, en la mayoría de casos, irreversibles. Los bloqueadores puberales –las hormonas que se administran al adolescente para frenar el desarrollo propio del sexo con el que han nacido– consolidan el malestar al impedir la maduración sexual y cognitiva en el sexo biológico propio, disminuyen la altura al reducir la densidad de la masa ósea, producen alteraciones en la fertilidad –ya no podrán tener hijos– e imposibilitan la satisfacción sexual.

Por si fuera poco, los tratamientos a los que se verán sometidos no son de aplicación terapéutica, no cuentan con ensayos clínicos que los sustenten. La testosterona suministrada a mujeres para que transicionen a hombres produce cáncer, sobre todo de ovario, y hay abundante literatura que demuestra atrofia en el endometrio. En relación al uso indiscriminado e injustificado de un fármaco de forma «off label», es decir fuera de ficha técnica, los médicos nunca actuamos así, salvo que podamos argumentar la necesidad de excepción, bajo una petición específica por ejemplo como uso compasivo. Nuestros legisladores en este caso actúan contra la evidencia científica. Los profesores suecos Christopher y Carina Gillberg advierten de que estamos ante «uno de los mayores escándalos de la historia de la medicina». La literatura científica no deja de advertirnos.

A la opinión pública también se le hurta la voz de los pacientes que han des-transicionado –en Estados Unidos ya son 37.000 los que de modo muy penoso están haciendo el camino inverso–, el dolor que sienten y cómo recriminan a los médicos haberlos dejado a su suerte. Se quejan con amargura de que la ideología con sus palabras talismán y las leyes impuestas maniataron a los profesionales para que se cuestionaran si se estaba haciendo la terapia adecuada, omitiendo la valoración psicológica y psicosexual; reclaman un abordaje multidisciplinar e integral. Los datos empíricos muestran que el 70% de niños y adolescentes en esta tremenda situación cambia de idea a lo largo del tiempo, pero la lotería negra que nos ha traído este proyecto prohíbe la posibilidad de una la terapia exploratoria, el lógico acompañamiento madurativo que piden a gritos desde su interior.

Los médicos afrontamos un dilema vital y profesional: atender a las exigencias de la ética, con una preocupación por el bien del paciente, mediante un ejercicio profesional, moderno y libre que incorpora una reflexión sobre lo que es mejor para el ser humano; o someternos a las reglas biopolíticas impuestas desde la subjetividad unilateral, la ignorancia culpable y la falta de evidencia científica, movidas por intereses ideológicos, económicos y, actualmente, antihumanos.

Prpongo a todo médico reivindicar las cuatro ces que guían nuestra actuación: conocimiento, compromiso, conciencia y cuidados. Toda práctica clínica debe estar basada en el conocimiento y la evidencia científica. Pero desde el compromiso, involucrándonos en los problemas de nuestros pacientes. Somos sus defensores por delegación de toda la sociedad. Mediante el cuidado. La medicina del futuro va por ahí. Frente al mercantilismo, frente a los intereses económicos que desnaturalizan la relación médico-enfermo y hacen que se rompa la confianza, necesitamos humanismo y humanidad. Y finalmente, con conciencia. Nadie puede obligarnos a actuar contra lo que pensamos que es mejor para el paciente, nadie puede obligarnos a prescribir un tratamiento que no consideramos ético, que nos parece inhumano.

A pesar de esta preocupante lotería miope, obcecada, ideologizada y acientífica, hay esperanza profunda. Países como Inglaterra, Suecia, Noruega o Finlandia, tras padecer los efectos a medio y largo plazo y el aumento exponencial de los casos de transexualidad, han comenzado a criticar científicamente el modelo de autoafirmación o de autodeterminación de género, solicitando la terapia exploratoria de la psicopatología, de los trastornos y posibles desórdenes –ansiedad, depresión, anorexia, autismo–, reclamando el respeto de los tiempos, la prudencia, la escucha y el acompañamiento de los adolescentes sufrientes por no encontrarse a sí mismos.

Necesitamos una revolución sexual renovada y original. En esta era pospandemia, una nueva ecología es posible: la ecología del ser humano en la que a los médicos nos importe cómo está el paciente realmente, en la que les miremos a los ojos y en la que ellos salgan de la consulta diciendo: «Estoy encantado de ser quién soy y amo mi día, mi vida y la historia que me ha tocado vivir». Como tan bellamente canta Sinéad O’Connor: «Nothing compares to you». Esta lotería que no nos ha tocado es la que habría que implantar sin demora.

Luisa González es vicepresidenta del Colegio de Médicos de Madrid.

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