Desde que se dio por cierta la investidura de Pedro Sánchez no han dejado de escucharse en los círculos que, de una u otra forma, apoyan al presidente llamamientos a la calma, a la mesura, a la concordia y al optimismo. Es el momento ahora, se dice, de darle una oportunidad al nuevo Ejecutivo, tanto si gusta más como si gusta menos, y de tratar de dejar atrás todos estos meses de acalorado debate que tanto han dividido a la sociedad.
Se describe al Gobierno de coalición como un conjunto, quizá un poco heterogéneo, pero bien intencionado y, en todo caso, preferible a otras opciones, que sufre un acoso feroz por parte de la extrema derecha y de todos los poderes e instituciones “reaccionarias” —judiciales, militares, económicas— que se niegan a darle una oportunidad a políticas progresistas.
Se nos invita, por tanto, a todos a evitar el catastrofismo y a abrir nuestra mente a esta nueva era en la que, por lo visto, será todo más justo y acabaremos siendo todos más felices. Admito que es una invitación tentadora. Después de tantos años de crispación y parálisis, cualquiera estaría dispuesto a subirse al primer tren que condujera no ya a la felicidad, sino, al menos, a la normalidad. Pero es una invitación tan tentadora como tramposa y, desde mi punto de vista, hipócrita.
Por si es necesario, dejemos constancia de la plena legitimidad del Gobierno. Este Gobierno surge de la Constitución española y de su sistema de leyes, concebidas, en efecto, para proteger incluso a quienes las desprecian y usan en su beneficio particular, siempre que las acaten. Tan legítimo es este Gobierno como el derecho a criticarlo. Ni cabe en el debate la más mínima sugerencia de abortar este Gobierno por vías que no sean estrictamente las establecidas en la ley, ni es aceptable que se descalifique toda crítica —incluso las más despiadadas— como un intento fascista o golpista de revertir la voluntad popular.
Tan legítimo es este Gobierno como grande el error que representa y graves las consecuencias que puede tener para todos. No lo digo yo ni lo dice la extrema derecha, lo han dicho antes y mejor que nadie los propios socialistas. Si se quieren escuchar las más rotundas descalificaciones de un Gobierno de coalición PSOE-Podemos nacido tras un acuerdo con los independentistas catalanes condenados por sedición y con Bildu no hay más que acudir a las hemerotecas y videotecas para repasar recientes declaraciones de rivales y aliados de Sánchez en el PSOE. Son ellos quienes mejor han explicado las razones por las que un Gobierno como este nunca debería haber nacido, resumidas en una pregunta convertida en exclamación por el ministro de Fomento, José Luis Ábalos: “¡Qué sería de España! ¡Qué sería de la izquierda!”.
Son muy poco convincentes los llamamientos a la cordura y la prudencia de un Gobierno integrado por un partido que es fruto de la radicalización de la sociedad española y cuyo principal objetivo manifiesto es acabar con el sistema de consenso que dominó la política española desde la Transición.
Solo en ese sentido puede este Gobierno vanagloriarse de iniciar una nueva era. No, desde luego, por su condición progresista, más que dudosa. Desde la aprobación de la Constitución de 1978 han sido más los Gobiernos de izquierdas, en algunos de los cuales se hicieron las reformas sociales y políticas que todavía hacen de España una de las democracias más avanzadas y equitativas del mundo. Justo es reconocer que otros Gobiernos de derecha contribuyeron con años de crecimiento económico.
Progresista se ha convertido en una etiqueta que se coloca sobre su solapa cualquiera que muestre suficiente odio a la derecha. Pero el verdadero progresista es el que consigue reformas profundas para hacer avanzar la sociedad. Y eso exige amplios consensos y políticas integradoras, que es todo lo contrario de lo que observamos.
Lo más tranquilizador que he escuchado sobre el futuro Gobierno es que, en realidad, no va a pasar nada. Que los acuerdos con los independentistas solo pretenden ganar tiempo y mantenerlos distraídos, pero no llegarán a nada concreto. Y que la presencia de Podemos en el Gobierno es solo un mal menor, que se les da cargos, pero no se les permitirá tomar decisiones de trascendencia.
Triste consuelo, porque este país sí que necesita cambios y reformas, aunque no sean precisamente las que se nos anuncian. La parálisis de los últimos años solo ha conseguido debilitar el sistema y fortalecer a sus enemigos. Hace años que hubiera sido necesario poner en marcha una reforma constitucional que, entre otras cosas, hubiera cerrado la estructura territorial. Es absurdo que, 43 años después de aprobada la Constitución, estén aún sin definir las competencias de las distintas Administraciones del Estado. Es descorazonador que algunos aún quieran debatir sobre cuántas naciones hay en España, entre otras cosas, porque no hemos sido capaces de definir la nación española, el Estado de derecho que somos.
No es un consuelo, por tanto, que se nos haga pensar que los acuerdos contraídos por Sánchez son un mero decorado y que, en realidad, no va a pasar nada. Ese nada ya es mucho, porque nuestra economía se debilita y se queda rezagada, porque los radicales ganan espacio, la división aumenta y España desaparece del panorama internacional, donde también se juega nuestro futuro. Pero es aún peor lo que puede esperarse de unos acuerdos construidos sobre el resentimiento y contra la mitad del país. No hay nada que una al PSOE —ni siquiera a lo que queda de él—, a Podemos, a Esquerra Republicana y a Bildu, al margen de las urgencias del candidato, más que el odio a la derecha, que es la otra mitad de España. No hay un proyecto sólido concebible que una coalición así pueda poner en marcha que cuente con el respaldo de al menos una parte de los que no son sus votantes.
Nos esperan más bien medidas decorativas —educativas, sociales…—, con buena prensa en la izquierda, que serán revertidas en cuanto la derecha recupere el poder, en un círculo vicioso desastroso para nuestro país. Si no ocurre nada peor, proseguirá la larga campaña electoral iniciada con la moción de censura con la esperanza de que algún día, dentro de tres, cuatro años, quién sabe cuándo, Sánchez pueda por fin gobernar, no ser primero en unas elecciones, sino gobernar.
Mientras tanto, se puede seguir también echándole la culpa a la derecha. Alguna tiene, no cabe duda. El clima de radicalización y polarización del que surge este Gobierno no pudo nacer de la noche a la mañana. La corrupción y la arrogancia de otros Gobiernos del PP han tenido su buena parte de responsabilidad. Demos por válido también que ni el PP ni Ciudadanos jugaron adecuadamente sus cartas tras las dos últimas elecciones. Pero eso no puede ocultar que Sánchez nunca quiso gobernar con ellos, que nunca se lo ofreció y que, probablemente, nunca lo hubiera admitido.
Unos y otros acabarán entendiendo quizá algún día que no hay otra salida para sacar a España adelante, que ninguna mitad va a destruir a la otra o a engañarla o a convencerla. Que solo un pacto nacional entre las grandes fuerzas políticas constitucionales puede sacarnos de este profundo pozo. Eso sí sería una nueva era.
Antonio Caño