Una nueva laicidad

Es necesaria una nueva laicidad para afrontar el cambio de época en el que estamos inmersos; nueva en el planteamiento y, sobre todo, en la práctica de una sociedad civil y un Estado laicos.

La rápida transición de la modernidad a la llamada posmodernidad muestra esta exigencia de forma acuciante, sobre todo a la luz de los atentados terroristas que han golpeado a Occidente y de las guerras que ensangrientan el planeta. Sin sociedades y estados europeos plurales, pero internamente cohesionados en virtud de una sana laicidad, es fácil que capas enteras de la población piensen que no existe una alternativa real al conflicto de civilizaciones. Esta renuncia significaría desperdiciar la esperanza del inicio del tercer milenio y retroceder a la trágica lógica moderna del enfrentamiento extremo entre ideologías enemigas.

¿Cuál es el origen de una sociedad civil y de una institución estatal auténticamente laicas? La tensión entre las identidades y las diferencias, y la necesidad de compaginarlas equitativamente, haciendo un análisis en términos de derechos y deberes fundamentales. La persona no es una mónada autosuficiente e inevitablemente destinada al enfrentamiento. El yo existe siempre y sólo referido a un tú. Por eso en el hombre la capacidad relacional no es algo accesorio, sino constitutivo; pertenece a su naturaleza.

La relación entre los hombres es posible gracias a la dinámica del reconocimiento. Las personas piden ser reconocidas por el rostro humano que las caracteriza y, al mismo tiempo, las relaciona entre sí, y quieren ser aceptados en su irreductible dignidad de sujetos. En este sentido, al decir yo afirmo el tú y le pido, de hecho, que me reconozca como yo.

Esta dinámica de reconocimiento que caracteriza la relación entre los hombres en un diálogo constante entre unidad y diferencia da vida a la sociedad civil. La sociedad no es, pues, una mera suma de individuos, porque la relación es constitutiva de la persona y la misma estructura social lo demuestra. En ella se expresan los cuerpos intermedios primarios, como la familia y las comunidades próximas, entre las cuales destacan las suscitadas por la pertenencia religiosa y otras formas de solidaridad primaria de tipo agnóstico. Con los primarios se mezclan los cuerpos intermedios secundarios, pero también decisivos, como los diversos tipos de asociación fundados en la gratuidad o en objetivos compartidos -por ejemplo, los partidos políticos, los sindicatos, las empresas económicas y financieras-.

El pueblo y la nación nacen de este variado conjunto, amalgamado por la lengua como raíz de cultura e Historia. Estas categorías son todavía vitales, pero la violenta transición que caracteriza nuestro tiempo nos obliga a repensarlas. Sociedad civil significa, pues, el diálogo, la narración recíproca de la propia subjetividad personal y social, a partir de los bienes materiales y espirituales que se tienen en común. Lo vemos todos los días en las reuniones de copropietarios o de vecinos, en las que se discute sobre el mantenimiento de los inmuebles o las necesidades de los ancianos.

La vida de la sociedad civil, por tanto, reclama un reconocimiento mutuo, continuo y progresivo de las diferencias por parte de las identidades, siempre en relación. Relación, reconocimiento y poder son las dimensiones estructurales y constitutivas de la sociedad civil, y, como tales, no tienen origen en ningún poder superior ni dependen de él. Por ello exigen que la sociedad civil pueda vivir y desarrollar la libre dialéctica de sus relaciones entre identidades diferentes -individuales o asociadas- que tienen pertenencias, tradiciones culturales, intereses materiales e ideales diversos y, hoy cada vez más, también etnias y religiones diversas.

Sin embargo, la relación de reconocimiento es también un poder ambiguo, que se presta tanto a la custodia y promoción del otro como a su captura y manipulación. A este nivel, pues, la sociedad civil tiene siempre necesidad de darse una instancia superior, nunca sustitutiva sino reguladora de su vida relacional, de su pluralismo fisiológico, de su dialéctica histórica. Dicha instancia reguladora es, en la época moderna, el Estado.

En cuanto instancia superior, el Estado debe ser laico. Pero está claro, llegados a este punto, qué significa laicidad: la no identificación con los intereses e identidades culturales de ninguna de las partes implicadas, sean religiosas o no. Sin embargo, en virtud de su misma función, Estado laico no es sinónimo de Estado indiferente a las identidades y a sus culturas. Sobre todo no puede ser, y de hecho no es nunca, indiferente a los valores de la tradición nacional predominante, a la que históricamente hace referencia, como demuestran las diversas historias constitucionales de los Estados.

En cualquier caso, un Estado democrático no puede ser indiferente a los grandes valores que están en la base de la misma convivencia democrática, como las libertades civiles y políticas, la convivencia dialogante, el respeto a los procedimientos para el consenso, etcétera. A éstos y otros valores y bienes comunes hace referencia el Estado de derecho y el mismo poder público del Estado. Por tanto, el Estado democrático es laico por su no identificación con ninguna visión del mundo, pero no es en absoluto neutral en relación con los valores fundamentales.

Laicidad del Estado en todas sus instituciones consiste, por tanto, en el ejercicio constitutivo y recíproco de promoción y tutela del derecho y de valoración positiva de todos los sujetos en cuestión, mediante la implicación en la relación de reconocimiento. Sólo el reconocimiento regenera continuamente las identidades, poniéndolas a salvo de todo integrismo, al tiempo que impide que las diferencias lleven a exclusiones conflictivas.

Tal laicidad reclama, por otro lado, a los órganos estatales el ejercicio equitativo de las garantías que tienden a perseguir incansablemente el compromiso noble, corazón de la acción política, que tiene en el pueblo su árbitro definitivo. Este no puede ser suplantado ni sustituido por ninguna auctoritas supuestamente intérprete de vanguardia de las necesidades de la gente.

En este marco adecuado de laicidad me permite a mí, creyente, obrar en la convicción de que, en definitiva, Dios rige la Historia, con las decisivas implicaciones que esto tiene para la vida civil, y, al mismo tiempo, reconoce los mismos derechos y deberes a quien niega esta hipótesis con todas las fibras de su ser.

Se trata, pues, de pensar en términos más rigurosos la fisonomía de un Estado capaz de dar espacio de forma adecuada a una sociedad civil verdaderamente plural. Un Estado que no tema los inevitables aspectos conflictivos de semejante sociedad, sino que sepa regularlos positivamente. Pienso en un Estado no separado (falsamente neutral) que, sin asumir una visión específica (Weltanschauung), esté decididamente al servicio de la persona y de las exigencias últimas que la constituyen (deseo de libertad y felicidad, de realización), que haga al mismo tiempo propios -en el respeto de rigurosos procedimientos democráticos- los valores que constituyen el fundamento de la misma convivencia democrática (libertades civiles y políticas) generada por los cuerpos intermedios. Sin ignorar ni temer el dato histórico de que los valores han arraigado siempre en tradiciones particulares, que las instituciones contribuyen ciertamente a modelar, pero de las que nunca pueden de hecho prescindir.

A este respecto hablo de tradición predominante, con intención análoga a la de Habermas cuando habla de «opinión mejor».

Angelo Scola, cardenal y patriarca de Venecia, presentó ayer en Madrid su último libro, Una nueva laicidad (Ediciones Encuentro y CEU Ediciones), que acaba de ser traducido al español.