Una nueva prueba para la solidaridad dentro de la UE

Los intereses compartidos pueden sostener alianzas en tiempos de paz. Pero las alianzas capaces de ganar guerras y enfrentar crisis necesitan algo más: la voluntad para poner en riesgo el propio bienestar inmediato y para sobrellevar sacrificios. Esto se llama solidaridad, y es uno de los principios en los que se fundamenta la Unión Europea.

La solidaridad en Europa había sido durante mucho tiempo un tema que se mencionaba en los discursos. Sin embargo, la crisis del euro de 2010 la puso a prueba, cuando Grecia, Irlanda y Portugal perdieron acceso a los mercados de capitales y se vieron obligados a pedir ayuda financiera. Muchos en el norte de Europa se sintieron conmocionados: el permitir que los Estados que habían ignorado las reglas de la moneda única dependieran de la ayuda de sus socios era simplemente una invitación a incumplir las reglas repetitivamente. La batalla duró cinco años, hubo muchos giros y virajes, y trajo consigo muchas dificultades económicas innecesarias, hasta que terminó en 2015 con la decisión de mantener a Grecia dentro de la eurozona.

No se había olvidado esa lección cuando la conmoción de la pandemia de COVID-19 golpeó a Europa en el año 2020. El Banco Central Europeo se apresuró a lanzar un programa dedicado a la compra de activos, y la propia UE ideó dos iniciativas pioneras en cuestión de meses. Desarrolló un plan conjunto para comprar y distribuir vacunas, de modo que los Estados miembros más ricos no pudiesen superar a los más países más pobres ofreciendo precios más altos por las vacunas, y estableció el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia (MRR), a través del cual las subvenciones y los préstamos a los Estados miembros se financian con préstamos otorgados por la UE. Estas medidas fueron correctamente aplaudidas por ser una demostración de la solidaridad europea en acción.

Pero la guerra en Ucrania y sus consecuencias económicas han abierto un nuevo y complicado capítulo para la UE. Evidentemente la conmoción es altamente asimétrica. Por ejemplo, actualmente hay 1,2 millones de refugiados ucranianos en Polonia, pero solo 130.000 en España, una diferencia de aproximadamente diez a uno entre países cuyas poblaciones son similares. La dependencia del gas natural ruso también es extremadamente desigual. Los suministros procedentes de Rusia cubren aproximadamente una cuarta parte de la demanda total de energía en Hungría, Letonia y Eslovaquia, y alrededor de una octava parte en Alemania e Italia, pero tienen una participación insignificante en España y Portugal.

En tiempos normales, luchar contra esta asimetría supondría un gran desafío para la UE. Pero la gran y esencial diferencia con las anteriores amenazas a la cohesión del bloque es el hecho de que al enfrentarse al presidente ruso, Vladimir Putin, Europa se enfrenta a un enemigo externo que no oculta su deseo de utilizar y exacerbar las divisiones tanto entre los países europeos como dentro de ellos. El objetivo final de Putin es destruir la UE.

Con este fin, Putin está castigando a los adversarios de Rusia mediante el corte del suministro de gas y está recompensando a sus aliados europeos por su lealtad. Dentro de este último grupo se encuentra el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, quien ahora respalda plenamente la narrativa rusa, y declaró que la UE “se disparó en los pulmones” cuando impuso sanciones contra Rusia y procedió a enviar a su ministro de Relaciones Exteriores a Moscú para negociar compras adicionales de gas.

El reciente desmoronamiento de la coalición gubernamental italiana encabezada por el ex presidente del BCE, Mario Draghi, claramente es una mala noticia con relación a lo antedicho. Draghi no sólo era un firme defensor de aplicar una dura firmeza contra la agresión rusa y fue un artífice clave de las sanciones impuestas por la UE, sino que los tres partidos (el Movimiento Cinco Estrellas, la Liga y Forza Italia) que desencadenaron el colapso de su gobierno representan diversos matices de opiniones pro-rusas. Sin lugar a dudas, Putin ha marcado un gol a su favor con lo ocurrido.

El giro del BCE hacia una postura más agresiva en cuanto a sus políticas podría haber propinado otro golpe a la solidaridad europea. Desde marzo de 2020, la flexibilidad en la asignación del programa especial de compra de activos del BCE había mantenido a raya a los diferenciales de los bonos soberanos entre los países de la eurozona; pero a mediados de julio, la combinación de la prevista finalización del mecanismo y la agitación política en Italia ya había provocado un aumento de dichos diferenciales.

Es probable que el anuncio realizado por el BCE el 21 de julio sobre el Instrumento para la Protección de la Transmisión, un nuevo mecanismo discrecional de compra de activos, ayude a calmar los temores. La activación del Instrumento para la Protección de la Transmisión está condicionada, por supuesto, a que un Estado miembro de la eurozona cumpla con los criterios de política económica, entre los que se incluye, y esto es muy importante, la determinación por parte del BCE de que la deuda pública de dicho Estado miembro sigue siendo sostenible. Pero esto era necesario para evitar el riesgo moral y proteger al banco central de los peligros de la dominación fiscal.

Sin embargo, es más escasa la solidaridad de la UE en el ámbito energético. Las reacciones iniciales al Plan Europeo de Reducción de la Demanda de Gas presentado el 20 de julio por la Presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, fueron frías, por decir lo menos.

Según la propuesta original (fundamentada en el mismo artículo del Tratado de la UE que proporcionó la piedra angular para el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia (MRR)), todos los Estados miembros deberían tratar de reducir su consumo de gas durante el invierno en un 15%. Además, estas reducciones podrían ser obligatorias en caso de alerta energética provocada por un riesgo sustancial de escasez grave de gas o por una demanda excepcionalmente elevada. En otras palabras, se esperaría que España, que no depende del gas ruso, disminuya su consumo interno si Rusia redujera aún más sus exportaciones a Alemania.

Este plan se puso claramente sobre la mesa como base para el debate. Otros temas, como por ejemplo la políticamente controvertida postergación de los cierres previstos de centrales nucleares o de carbón, las compras comunes de gas natural licuado, y la expansión de la infraestructura de interconexión, deben formar parte de la negociación. Sin embargo, las reacciones negativas instantáneas de España, Portugal y Grecia equivalieron a una repetición, pero a la inversa, de lo que estos países sufrieron durante la crisis del euro hace una década.

Tras varios días de negociaciones, el 26 de julio los Estados miembros de la UE convinieron la aprobación de una versión diluida del plan. Pero dicha versión apenas llega a ser suficiente desde el punto de vista cuantitativo, y está llena de excepciones y exenciones. Además, la imposición de cualquier recorte deberá ser sometida a votación en el Consejo Europeo.

Cuando las 13 colonias americanas firmaron la Declaración de Independencia en 1776, Benjamin Franklin dijo la famosa frase: “Todos debemos estar juntos o seguramente todos terminaremos colgados por separados”. Debido a que las consecuencias de la guerra de Ucrania amenazan la cohesión de Europa, la advertencia de Franklin ha ganado una nueva y aguda relevancia.

Jean Pisani-Ferry, a senior fellow at the Brussels-based think tank Bruegel and a senior non-resident fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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