El 31 de octubre de 1978 las Cortes Generales, en sesiones plenarias separadas del Congreso y del Senado, aprobaron la Constitución, que hoy cumple 30 años desde su ratificación en referéndum. Los seis lustros transcurridos marcan una etapa de convivencia cívica, propiciada por el mayor éxito de la Transición: la Ley Fundamental que estableció las reglas del juego democrático y puso fin pacíficamente al régimen dictatorial franquista.
Evaluar el proceso constituyente exige partir del contexto antidemocrático que le precedió; de la circunstancia de que el dictador no fue derribado por sus oponentes, sino que murió matando (cinco ejecuciones 54 días antes de su fallecimiento), tras intentar dejar "atado y bien atado" el futuro de su régimen mediante una especie de dictadura coronada, y de la decidida voluntad de descartar soluciones bélicas o sangrientas por quienes deseaban restablecer la democracia en colaboración con todos los que quisieran lo mismo, al margen de su pasado político.
Una operación de esta magnitud requirió habilidades de orfebrería política; "cordura", como ha recordado Fernando Savater (¿El final de la cordura?, en EL PAÍS, 3-11-2008), y generosidad de todos, empezando por las víctimas del franquismo. ¿Qué otra calificación merecen diputados comunistas como Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho, Manuel Benítez Rufo -con más de diez años de cárcel cumplidos por delitos políticos-, o Josep Solé Barberá -condenado a muerte por el franquismo y afortunadamente indultado-, sentados en sus escaños, a pocos metros de algunos de sus verdugos políticos, los ministros de Franco -y entonces diputados de Alianza Popular- Federico Silva Muñoz, Gonzalo Fernández de la Mora, Laureano López Rodó, Manuel Fraga...?
¿Debieron exigir entonces esos y otros muchos parlamentarios la condena de aquel régimen y de sus responsables o fue mejor para el interés general que se pusieran a trabajar juntos para hacer una Constitución que colocara a las nuevas generaciones en una situación democrática y alejada del espantajo de otra Guerra Civil?
Considero injusto e irreal plantear ahora la persecución de los delitos de la dictadura como compensación a una supuesta pasividad de la Transición, a la que se tilda de "mito" y hasta de "bajada de pantalones" o se la trata como una reconciliación asimétrica, olvidando que la consagración de un sistema democrático fue el valioso objetivo logrado por la izquierda, que lo compartió con otras fuerzas políticas constituyentes, en coherencia con la reclamación callejera: "¡Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía!".
Recordado todo esto, no creo que aquella Transición y aquella Amnistía impidan activar ahora, a los 30 años de vigencia de la Constitución, la memoria histórica para rescatar los cadáveres acumulados en fosas comunes y perseguir los crímenes de lesa humanidad cometidos por el franquismo, en tanto que se perpetraron con la finalidad preconcebida y declarada de "exterminar a un colectivo perfectamente delimitado, la izquierda" (Antonio Elorza, Un prolongado genocidio, en EL PAÍS, 30-10-2008).
La celebración del 30 aniversario de la Constitución tampoco impide su reforma. Así, el enunciado de que "el Senado es la Cámara de representación territorial", suficiente en 1978, merece hoy un desarrollo. Igualmente, la histórica prevalencia del varón en el orden sucesorio de la Corona, que contradice el principio constitucional de igualdad y no discriminación por razón de sexo, y que se introdujo en 1978 en atención a criterios de oportunidad, debe ser suprimida.
Acaso la mención que hace el artículo 65 a que el Rey "distribuye libremente" la cantidad global que se le asigna en los Presupuestos del Estado "para el sostenimiento de su Familia y Casa", merecería ser revisada. Y quizás habría que suprimir el 57.4, que excluye de la sucesión a la Corona a los herederos que "contrajeren matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales". Ya en el debate constituyente el republicano catalán Heribert Barrera denunció el "tufillo anacrónico" de ese texto, "incompatible con los principios democráticos" y en franca contradicción con el "derecho constitucional a contraer matrimonio". (Hoy sería factible legalmente la sugestiva hipótesis de una boda real entre homosexuales).
Hora es de hacer desaparecer de la Constitución esas antiguallas de la Monarquía, mientras madura la posibilidad de sustituirla por una República. También en este punto los constituyentes actuaron con cordura al aceptar una Monarquía parlamentaria que, aunque heredera de franquismo, fue a la vez superadora del mismo, desde el momento que el Rey renunció al poder absoluto que Franco le regaló y asumió que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Pero aquella empatía entre los constituyentes y don Juan Carlos en el común empeño de restaurar la democracia, ¿debe mantenerse intacta 30 años después, siempre?
La voluntad de "establecer una sociedad democrática avanzada", que declara el Preámbulo de la Constitución, aconseja caminar en una dirección republicana. Pero esa empresa requeriría unas fuerzas políticas tan maduras y cuerdas como las que pilotaron la tarea constituyente, que dieron prioridad al ansiado reencuentro con la democracia sobre el resarcimiento entonces de los agravios históricos. El espectáculo del PSOE y el PP, ávidos en repartirse partidistamente instituciones creadas por la Constitución para promover la democracia -como el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional-, no les habilitaría para acometer una iniciativa de ese calibre.
Bonifacio de la Cuadra