Una oportunidad que nuestra economía no puede perder

La economía española acaba de cerrar un año en el que ha crecido a una tasa elevada: el 3,9%, según datos oficiales. Además, en el último trimestre de 2006 incluso llegó a superar el 4% que ya había conseguido en su segundo trimestre, lo que indica una trayectoria final en ascenso, sólo ligeramente lastrada por los menores crecimientos alcanzados en el primer y tercer trimestre. Sin entrar en el debate de los cambios metodológicos introducidos en la valoración de ciertas magnitudes -cambios sin cuyo concurso quizás podría enfriarse el entusiasmo oficial-, parece que el crecimiento de la producción, aunque fluctuante en el pasado ejercicio, apunta hacia ritmos altos al iniciarse el actual. Un año que será claramente expansivo para la economía mundial si se confirman las previsiones del Fondo Monetario Internacional, que estima otro 5% de crecimiento global después de alcanzarse esa misma tasa en 2006.

Un mundo, por tanto, en fuerte y continuada expansión y una economía -la española- que quizás pudiera consolidar su crecimiento en el 2007 a tasas próximas al 5%, aproximándose a la media de la economía mundial. Sin embargo, las últimas previsiones de la Unión Europea para España nos sitúan en un crecimiento del 3,7% en este ejercicio, mejorando en tres décimas sus previsiones anteriores, que eran sólo del 3,4%. Aunque las previsiones a un año solamente coinciden ocasionalmente con la realidad posterior, parece que nos encontramos ante una coyuntura que inicia el ejercicio con tendencias a situarnos por encima del 4% de crecimiento, pero con unas previsiones que, aún habiendo mejorado en las últimas semanas, nos hacen esperar crecimientos menores a los del año recién terminado. Esas previsiones menos optimistas se encuadran, además, en un contexto de fuerte expansión de la economía mundial y de un crecimiento apreciable y consolidado de los principales países de la Unión Europea. Por eso es necesario preguntarse por qué la economía española no va a crecer más rápidamente durante este ejercicio, habiendo terminado el anterior de forma aparentemente brillante y estando acompañada de tan favorables circunstancias internacionales.

Una primera e ingenua respuesta insistiría en que nuestra economía tiene que desacelerarse en 2007 al llevar muchos años de importantes crecimientos y estar agotado ya el fuerte impulso que le proporcionó la Unión Monetaria Europea y las políticas económicas de finales de los 90. Estaríamos entrando ahora, después de una larga onda expansiva, en su ineludible final, lo que satisfaría a los partidarios de la regularidad e inexorabilidad de los ciclos. Pero hay que rechazar respuestas de este tipo porque, hasta ahora, nadie ha establecido con precisión si los ciclos duran tres, cinco, siete, 12 ó 50 años y, en consecuencia, si estamos asistiendo al final de nuestro propio ciclo expansivo.

Más bien predomina hoy la idea de que, en situaciones como las actuales, de suficiencia de factores productivos y con una tecnología en progreso, las fases descendentes de los ciclos se originan cuando se acumulan errores de percepción y conducta en consumidores, empresarios o responsables de la política económica que terminan desembocando en situaciones de crisis. En un mundo cada día más globalizado, con una tecnología que cada vez consume menos factores por unidad de producto y con mejores instrumentos de política económica, los ciclos tradicionales se están convirtiendo en largos periodos de prosperidad, alterados sólo por pequeñas crisis, como ha ocurrido en la economía española desde la mitad de la década de los 90.

Sin embargo, en ese largo periodo expansivo, nuestra economía ha acumulado también algunos errores de bulto que posiblemente nos pasen ahora factura. El primero es que no ha liberado suficientemente sus mercados, lo que nos ha conducido a precios más elevados y producciones menos eficientes y, por tanto, con menores capacidades para competir tanto fuera como dentro de nuestras fronteras. El segundo es que, casi sin que se aprecie bien todavía, se está promoviendo una importante y creciente fragmentación de nuestros mercados interiores en cuanto a normas, controles y cargas, lo que encarece también nuestra producción y distorsiona sus localizaciones.

El tercero, que no hemos encontrado el camino para que nuestras inversiones sean de mayor capacidad productiva. Mantenemos una formación de capital muy elevada respecto al PIB, pero obtenemos cortos resultados en producción futura de esa fuerte formación de capital, quizás porque no incorporamos la mejor tecnología posible o porque estamos dirigiendo nuestras inversiones hacia sectores de muy lento desarrollo o hacia actividades que, si bien proporcionan bienestar a los ciudadanos, apenas sirven para producir nuevos bienes.

Los crecimientos de nuestra producción en estos años no se han debido tanto a la fuerte acumulación de capital que hemos realizado sino, en su mayor parte, a la creciente ocupación de mano de obra proporcionada básicamente por la inmigración, lo que ha redundado en productividades claramente a la baja. Poco vale señalar que en 2006 sí parece que ha mejorado nuestra productividad, cuando en el conjunto de los países de Europa ha mejorado también y mucho más fuertemente. Productividades relativas a la baja y precios más elevados están haciendo que nuestras exportaciones pierdan mercados y que nuestras importaciones sean cada vez más cuantiosas. Si a ello se añade que nuestra poco productiva formación de capital supera con creces la escasa cuantía del ahorro interno, el resultado será un abultado déficit exterior, que ya se sitúa, en valores relativos, entre los más elevados de nuestro entorno.

Los problemas a los que nos enfrentamos no son pequeños ni fáciles de resolver, pero no provienen del cuantioso déficit externo, que es más consecuencia que causa y que, gracias al euro y a la benevolencia de nuestros socios europeos, quizás pueda soportarse unos años más todavía. Vienen casi exclusivamente de nuestra escasa capacidad para competir interna y exteriormente, lo que puede hacernos perder la oportunidad que, para nuestras exportaciones, ofrece la prevista recuperación de la economía de los grandes países de Europa. Pero, con vistas a un futuro menos inmediato, lo peor quizás sea que los mercados exteriores e interiores que se pierdan ahora difícilmente se recuperarán más adelante, pues serán cada vez más numerosos los países que ofrezcan productos y servicios como los nuestros en condiciones más ventajosas de precios e, incluso, de calidades.

No tenemos muchas opciones para resolver todos esos problemas, pero algunas de ellas están muy claras. En primer término, urge liquidar todas las situaciones que impiden una economía más libre y unos mercados menos fragmentados, pues la falta de libertad y la fragmentación generan ineficiencias que terminan en competitividades más reducidas. En segundo lugar, habría que embridar el crecimiento del sector público para tener la oportunidad de reducir, de hecho y no sólo aparentemente, las tarifas de algunos impuestos, contribuyendo a desacelerar el crecimiento de los costes empresariales. Eso no significa siempre reducir el gasto público, sino replantearlo en rigurosos términos de coste-beneficio, teniendo en cuenta que la imposición tiene costes en bienestar muy superiores a su propia cuantía. Además, habría que replantear también la composición de las inversiones públicas para orientarlas hacia aquellas que puedan generar mayores economías externas a la producción privada. Y habría que cambiar la estructura de estímulos a la inversión privada para dirigirla hacia tareas más productivas, siempre bajo la óptica del mercado y sin distorsionar demasiado la estructura de precios.

A más largo plazo habría que hacer un considerable esfuerzo para desarrollar al máximo las habilidades productivas de nuestra población, para incorporar totalmente la mujer al trabajo y para impulsar el desarrollo y la innovación tecnológica en nuestro país. Eso no significa atiborrar hogares y empresas de computadores que apenas si se usan en tareas productivas, sino en dotar a las personas de capacidades reales para integrarse en los distintos niveles laborales y en enseñarles a trabajar racional y eficientemente. Y tampoco significa destinar fondos ingentes a investigaciones con escaso impacto en la productividad de nuestra economía, sino aplicarlos a programas que se relacionen directamente con las necesidades de las empresas.

Quizás ni aún así sea ya posible aprovechar en este año todas las oportunidades que ofrece la época de bonanza económica mundial en que nos encontramos. Pero daríamos pasos importantes y necesarios hacia el futuro, precisamente muchos de los que hasta ahora no parece que estemos dando.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.