Una oración por Francisco

Ninguna institución ha practicado la autocrítica con la intensidad con que la Iglesia lo ha hecho. En los Evangelios, los apóstoles se ponen de rodillas y se confiesan ante nosotros: Pedro negó a Jesús. Santiago, Juan, como todos los demás, ambicionaron cargos elevados en un futuro reino político, y Tomás fue un inspector de hacienda de la eternidad: para creer, quiso introducir sus dedos en las llagas del Señor resucitado.

Todo esto se cuenta porque la Iglesia es un diálogo con la luz sin fin de Jesús. Y para que esa luz quede clara, tienen también que quedar claras nuestras sombras. No se puede ser creyente sin pedir perdón. Y también los papas, todos los papas son, como nosotros, una noche que camina hacia el resplandor.

Entender a los pontífices conlleva, pues, ser conscientes de sus virtudes y de la lucha que esos méritos traban con sus defectos. También el alma del Santo Padre está en juego. Pensando hoy en Wojtyla, nos damos cuenta del milagro de su energía, de la inmensa sinceridad de su fe. En un tiempo en el que los políticos empezaban a no creer en nada que no fuese su propio recorrido hacia el poder, Juan Pablo II se transformó en el espectáculo de sus convicciones. Fue un gran Papa: un Pontífice para la historia.

No obstante, recordando hoy su imagen, tenía busto de emperador romano. Poseía un perfil de Augusto, de Trajano o Constantino. Wojtyla era un conquistador de la fe. Y quizá por ello, cuando el parkinson arrugó su cuerpo de montañero, él se lo tomó como una censura de Dios, que aniquilaba al césar que había en él para que, al final, sólo quedara el santo. La historia de Wojtyla es, precisamente, la de una santidad construida contra el propio pecado, en medio de las tormentas del mundo.

Ratzinger, por el contrario, es un pianista de ideas. Un gran ensayista que, cuando escribe de teología, está componiendo sonatas espirituales. Probablemente, siempre sospechó que era un error ser Papa. Pero el empuje de su antecesor y las circunstancias transformaron a este señor tímido en el conquistador de Europa occidental, después de que Juan Pablo II fuera el libertador de los países del Este. Creo que, en ninguno momento, Benedicto XVI tuvo claro que hubiese hecho bien en aceptar el cargo; la prueba es que publicó, durante su pontificado, libros firmados con el nombre de su verdadera personalidad: Joseph Ratzinger, teólogo mozartiano. Su mirada inquieta en público era como si nos preguntara: “¿Estoy bien dónde estoy?”. Hoy todos sabemos la conclusión a la que llegó.

También Bergoglio posee enormes cualidades: con él, se ha instalado en el Vaticano una espontaneidad latinoamericana que lo condujo a ese rasgo de genialidad que es llamarse Francisco. Además, el Papa actual posee una capacidad de comunicación desmesurada, casi angelical. Se está transformando en el abuelo bueno de la humanidad. Porque Francisco es de estos que, con un silencio ante una cámara, una mueca y una sola palabra, consiguen decirlo todo: “¡Vergüenza!”.

Por otra parte, el nuevo Papa tiene ante sí retos fenomenales: el Vaticano, según cuentan los que saben, se ha transformado en un reino hamletiano con un tufillo a millones podridos. Francisco es, pues, un Pontífice que viene armado con escoba. Resulta también atractiva su idea de acercar la Iglesia a la izquierda, sin hacerla política, pero sí muy sensible a lo social. Actuando de este modo, Bergoglio se está transformando en el Papa de los hijos pródigos: un Pontífice con los brazos enormemente abiertos, como el Cristo Redentor de Río de Janeiro. Finalmente, debemos destacar su proyecto de sinodalidad: el término que la Iglesia ha acuñado para designar una mayor participación de los fieles, laicos y mujeres por ejemplo, en la vida de la institución.

No obstante, es un error transformar a Bergoglio en el Papa perfecto. No existen papas perfectos. Hay quien retrata a Francisco como Andy Warhol pintaba a Marilyn Monroe. Y este Papa no es eso. El que haya leído con atención sus intervenciones en Brasil, la entrevista dada a una revista de jesuitas y haya comparado estos documentos con el diálogo con Scalfari, se habrá dado cuenta del gran peligro de este pontificado: el tiempo de Francisco puede terminar siendo un caos de buenas intenciones.

No soy nadie, por supuesto, para criticar a los papas. Lo que he intentado es graduar un poco la mirada que podemos dedicarles. No son pedófilos siniestros, cínicos pérfidos, con veneno mortal escondido bajo la piedra preciosa de un anillo para derramarlo cuando se tercie en una copa de oro. Una parte de la sociedad los ve así, y en realidad no ve nada: recuerda películas. Tampoco son ángeles en blanco movimiento. En la acogida que se está haciendo a Bergoglio hay una hermosísima nostalgia de la fe, pero también, en algunos casos, la expectativa de que él sea la licuadora de la Iglesia católica.

Con todas sus virtudes, el nuevo Papa es para los creyentes una gran gracia de Dios. Pero hay que rezar por él: algo que el mismo Francisco, además, nos pide con frecuencia.

Gabriel Magalhães, escritor portugués

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