Una parodia parlamentaria

Causa asombro la vigente teoría/práctica del Gobierno español en funciones de no comparecer ante las Cortes. De negarse a admitir su control por las cámaras. Y ello con la peregrina tesis de que, al tener limitadas por ley sus poderes, no ha de responder ante el órgano representante de la soberanía popular. En Europa —y en España— el régimen constitucional dominante es el parlamentario. Significa que el Gobierno emana del Parlamento, a diferencia del presidencialismo norteamericano o francés, en el que los ciudadanos eligen directamente al poder Ejecutivo.

Pero el Parlamento no solo elige al Gobierno, sino que lo controla permanentemente. No caben vacíos en ese cometido. Esté un Gobierno en funciones o no lo esté, el Parlamento puede (y debe) controlarlo y para ello puede (y debe) hacerlo comparecer ante las cámaras. No hay otro modo de fiscalizar democráticamente a un Gobierno. Por ejemplo, si Rajoy no va a las Cortes Generales ¿cómo es posible asegurar que en el Consejo Europeo de 17 y 18 de marzo haya acatado por completo el acuerdo unánime sobre refugiados logrado en la Comisión Mixta para la Unión Europea?

El Consejo Europeo nunca está “en funciones”. Los Consejos de Ministros de la Unión Europea tampoco. Establecen orientaciones políticas, aprueban Directivas y Reglamentos, que se imponen a las leyes españolas. De los órganos ejecutivos de la Unión forma parte el Gobierno español, esté en funciones o no. Le ocurre lo mismo a los demás gobiernos europeos.

La presencia de España en Europa es, pues, una razón más que demuestra que es una falacia antiparlamentaria decir que el Gobierno en funciones —que se limita al “despacho ordinario de los asuntos públicos- no tiene que ser controlado por los diputados y senadores recién elegidos. Precisamente una de las funciones esenciales de éstos, hasta que un nuevo presidente sea investido, es que el Gobierno en funciones no traspase esa línea, o que la traspase sólo en “casos de urgencia” o “por razones de interés general” (art. 21 de la ley 50/1997). Son conceptos jurídicos indeterminados, cuya interpretación, en cada caso, no la puede hacer un tribunal, sino preferentemente el Parlamento, porque se trata de decisiones políticas.

Y es que las Cortes Generales no poseen el derecho a controlar al Gobierno en funciones, sino la obligación de hacerlo, según el artículo 66.2 de la Constitución. Las cámaras no ejercen un derecho, sino una potestad, y toda potestad es irrenunciable. Dado que no hay norma alguna —ni constitucional ni legal— que exima al Parlamento de esa competencia fiscalizadora en relación con un Gobierno en funciones, el poder legislativo soberano está obligado a ejercer la vigilancia política de ese Gobierno en todas sus actuaciones o decisiones, a través de los instrumentos parlamentarios (preguntas, interpelaciones, comparecencias, etcétera).

La pretensión de que el actual Gobierno en funciones actúe sin fiscalización política alguna es la metáfora del “dictador” romano. Era aquella magistratura suprema, nombrada por el cónsul en circunstancias extraordinarias, con fines determinados y por tiempo no superior a seis meses, a la que se atribuían todos los poderes necesarios para cumplir esos fines. Como explica el insigne tratadista Teodoro Mommsen, en su Compendio de Derecho Público Romano, el “dictador” concentraba los máximos poderes y estaba exento de la rendición de cuentas, aunque tuviera que limitarse a ejercer facultades precisas con objetivos concretos.

Por lo visto, la idea del Gobierno español es que, cada vez que haya un Gobierno en funciones, éste no sea controlado políticamente de ninguna forma y por tanto tenga poderes extraordinarios. Hemos avanzado poco desde el dictador de la república romana.

Es verdad que la resuelta e insólita decisión del Gobierno español se ha visto facilitada por la incapacidad de las fuerzas políticas para conseguir un objetivo esencial y prioritario: investir a un presidente. Este hecho ha abierto un espacio político justificatorio de la ausencia del Gobierno en las Cortes Generales. Pero esto tiene un peligro inmediato, que es abrir también un espacio para que el Parlamento, sin un gobierno enfrente, tienda a lanzar iniciativas o tener actitudes más propias de un “régimen de asamblea” que de un “régimen parlamentario” con división de poderes. En este último, el Parlamento ocupa un papel constitucional nuclear, pero necesita a un Ejecutivo con el que establecer un diálogo político. La base del mismo es la presencia del gobierno en la cámara y la posibilidad de ser sometido al control político democrático.

Si no se hace posible ese control cuando el gobierno está en funciones, lo que hay es una especie de parodia parlamentaria, que puede durar demasiado tiempo.

Diego López Garrido es catedrático de Derecho Constitucional.

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