Una pellada de yeso sobre el granito

En 1840, al finalizar la primera Guerra Carlista, el escritor y periodista francés Théophile Gautier visitó España, donde se sorprendió al leer un letrero en la fachada de un edificio que decía «Plaza de la Constitución». Con una mezcla de ingenio y cruel ironía, el escritor comentó: «Esto es una Constitución en España: una pellada de yeso sobre granito».

El despectivo comentario de Gautier fue, en gran medida, un juicio anticipatorio de lo que sería nuestra balbuciente historia constitucional en el siglo XIX. El constitucionalismo decimonónico es una errática y penelópica sucesión de textos, con la particularidad de que todos ellos han quedado marcados a fuego en la historiografía por su vinculación con unas siglas políticas o con los apellidos de su promotor.

La Constitución Española de 1978 se caracteriza por todo lo contrario. Es un texto constitucional sin apellidos y sin siglas; una Constitución en la que se canalizan con admirable satisfacción las aspiraciones de todas las fuerzas políticas de su tiempo histórico y se encauzan con madurez las frustraciones surgidas de las renuncias que todo pacto constitucional, por su propia naturaleza, conlleva. Es la Constitución de una nación adulta, forjada con el aliento de un pueblo que aspiraba a construir un nuevo régimen de convivencia y convertida en norma suprema gracias a una generosidad política sin precedentes y a la orfebrería jurídica de quienes invirtieron todo su talento en darle a España la Constitución que merecía.

En tiempos en que muchas voces hablan de la superación del ciclo de vida de la Constitución de 1978, conviene recordar que ha sido nuestra vigente Constitución la que ha guiado a España por la senda del progreso económico y social, el desarrollo, la igualdad, el crecimiento, la madurez democrática y la reputación internacional.

Hay quienes dicen escuchar un clamor popular ensordecedor exigiendo la reforma de nuestro texto constitucional, como si su ciclo de madurez estuviese claramente sobrepasado. No deja de resultar paradójico que esas voces que califican de urgente la reforma ni siquiera coincidan en el sentido en que debería actualizarse la Carta Magna y, por eso, podría llegar a parecer que la reforma constitucional, lejos de ser un anhelo legítimo de innovación de nuestro ordenamiento jurídico–político, es un fin en sí mismo o un recurso retórico de un discurso falto de imaginación.

Frente a esas voces que urgen una reforma que no concretan, creo que la apelación al debate sereno es una exigencia derivada de la más elemental prudencia que, lejos de denotar inmovilismo, lo que expresa es un profundo sentido de la responsabilidad y un empeño tozudo en no generar debates que conduzcan a la frustración de las expectativas de los ciudadanos, a la confusión o, peor todavía, a generar problemas donde actualmente no existen.

El argumento del tiempo transcurrido desde su aprobación no es, ciertamente, admisible cuando hablamos de la Constitución. Sin duda, hay que darle la razón a Jefferson cuando afirmaba que no puede haber constituciones perpetuas porque «the earth belongs allways to the living generation». También es cierto que los intentos de petrificar determinados preceptos constitucionales convirtiéndolos en «irreformables» (caso de la Constitución Portuguesa de 1976, por ejemplo) han fracasado siempre, arrasados con cierto sarcasmo de la Historia. Pero también es verdad que desde 1787 la Constitución escrita más antigua del mundo, la de Estados Unidos, solo se ha reformado en 27 ocasiones. Por su parte, las constituciones de la segunda posguerra europea nacieron de impulsos políticos con clara vocación constituyente: en Italia en 1947, en Alemania en 1949 o en Francia con la instauración de la V República, en 1958. Las reformas que han sufrido después han sido actualizaciones más o menos extensas de su texto, pero nunca de tanta entidad como para identificar nuevos procesos constituyentes.

Precisamente por eso, la pregunta que debemos hacernos es qué carencias se identifican en la vigencia de nuestra Carta Magna y, solo si llegamos a la convicción de que su reforma puede mejorar la vida de los ciudadanos, responder a demandas colectivas, alcanzar aspiraciones políticas o sociales ampliamente compartidas o mejorar el consenso fundacional de nuestra convivencia que se alcanzó en 1978, entonces, sí, emprender el complejo camino de la reforma, respetando escrupulosamente los tiempos y requisitos formales del Título X, que son la mejor garantía para no dar pasos en falso. Frente a quienes critican la hiperrigidez de nuestro texto, conviene recordar con Ihering que «la forma es la hermana gemela de la libertad y la enemiga jurada de la arbitrariedad».

Francisco Martínez, portavoz del PP en la Comisión Constitucional.

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