Una pena demasiado insoportable

El diagnóstico macroeconómico sobre el paro juvenil da suficiente información como para hacernos una idea cabal de cómo está la situación económica en España. (De la misma manera que unas cifras de un país mucho más rico que el nuestro, Austria, podrían hacernos pensar bastante en el alcance de la crisis económica, y moral, en el continente europeo: según un informe del Banco Central alemán, el 5% de la población acumula el 50% de la riqueza nacional y el 50% de esa misma población solo posee un 4% de esa riqueza. Carlos Elordi, 2013).

El paro juvenil no es más que el capítulo más devastador del paro en general. Expertos en la materia han apuntado tres causas del paro, causas de política económica, por tanto, causas políticas: bajo nivel de impuestos, desigual distribución de los mismos y una inexplicable tolerancia con la evasión fiscal (Albert Recio, 2012). Dicho diagnóstico, y perdonen el largo paréntesis, asusta, inquieta, puede incluso invitar a las predicciones más apocalípticas y a una radical desesperanza. Pero por sobre todas las reacciones psicológicas posibles (todas justificadas) y las matizaciones que se puedan hacer (y que deben hacerse), hay otra constatación tan o más cruda que las citadas, aunque menos cuantificable: la inmensa sensación de pena e impotencia que da ver a tantos chicos y chicas menores de 25 años (seis de cada 10) desocupados en nuestro país.

Esto en un contexto de índice de desempleo general que roza el 27% y que la OCDE sitúa en el 28% para el próximo año. Otro dato igualmente lacerante: al borde de los 3 millones llegan los jóvenes (varones y mujeres) españoles en el triste capítulo de los que abandonan la búsqueda de empleo por no ver ningún horizonte que corrija su lamentable situación. Entre estos, se registran jóvenes menores de 24 años que estudian y han desistido de buscar faena. Y hay que sumar el universo de los que tienen entre 25 y 29 años, es decir un 36% que también cree que esto no hay nadie ni nada que lo vaya a remediar.

Estos son algunos de los datos terribles que asuelan a nuestra juventud. Y no solo a ellos: por si no fuera poco, también a sus padres, amigos y, se me apuran, incluso a sus vecinos. ¿Quién no muestra su solidaridad con el chico que ha visto en su escalera crecer, estudiar (y en infinidad de ocasiones, abandonar los estudios para ganar un dinero más rápido sin sospechar las consecuencias nocivas de semejante decisión)? ¿O quién no siente que le puede pasar a su propio hijo, en el supuesto de que esté empleado? Desglosadas aquellas referencias, a mí me llama especialmente la atención una que afecta a un grupo concreto de jóvenes parados comprendidos entre 25 y 29 años. Los que Luis Garrido, catedrático de Sociología de la UNED, encuadra dentro del grupo de varones sin pareja. Ellos también han disminuido, como también lo han hecho los comprendidos entre los 30 y 34 años.

Claro que también se podría incluir en este desastre nacional a los titulados que no hacen la faena para la que se han sobrepreparado (esa generación a la que se ha engañado irresponsablemente con la narrativa de la preparación y el premio al esfuerzo), a los que se tienen que marchar al extranjero para encontrar puestos cualificados, incluso no tan cualificados. Pero a mí ahora me interesan exactamente esos varones de entre 25 y 34 años que no pueden independizarse (porque las chicas de la misma franja de edad sí lo han hecho, pasando del 23% al 29%) y no tienen pareja (las chicas con pareja han subido del 21% al 23%), y probablemente ni ánimo para tenerla. Es decir, contemplando las tasas de emancipación de los jóvenes españoles, me demoro donde la pena se ensancha, donde el factor emocional aprieta más: muchachos sin trabajo y sin pareja: una herida que no sabemos cuándo se cerrará y que cuando lo haga no sabremos qué argumentos esgrimiremos para llenar con algo que no sea desilusión y resentimiento la mente y el espíritu de esta generación. Esta reflexión es producto de dos circunstancias: una lectura del exhaustivo reportaje titulado El paro que más quema, firmado por Carmen Sánchez-Silva y publicado en el suplemento Negocios (28-4-13) y una frase que encontré en la novela del escritor vasco Kirmen Uribe Lo que mueve el mundo. La frase reza así: “Era un chaval de barrio y no le pedía gran cosa a la vida; si acaso, un trabajo y una novia”.

La profusión de datos que nos da el reportaje de Sánchez-Silva (con algunas importantes menciones aclaratorias de Luis Garrido) y el azaroso encuentro con la cita de Uribe componen me parece la mejor metáfora del momento que estamos viviendo. Por el hecho de ser una metáfora no es menos real la situación que expongo. Ya nos gustaría. Por eso me interesa tanto esta franja de chavales sin trabajo y sin novia (o novio). Y aunque el artículo de Negocios no se refiera específicamente a chicos de barrio, yo doy por sentado que entre las líneas de su pavoroso informe estos chavales están. Su drama, ya lo sé, no es mayor que el de otros jóvenes sin faena, de otra edad y de distinta condición social, con o sin másteres, con o sin idiomas. No es un drama mayor, pero como metáfora da mucho que pensar. Y, sobre todo, da una infinita pena.

¿Es pedir gran cosa que nuestros chavales tengan trabajo y pareja?

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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