Una pena

Por Juan Manuel de Prada (ABC, 12/03/05):

Quizá un tanto ilusamente, llegué a creer que la hecatombe del 11-M serviría para sellar una nueva hermandad entre los españoles, superadora de viejas rencillas. Así me lo hicieron presagiar tantos gestos abnegados, muestras de perfecto amor, que florecieron espontáneamente en aquellas horas luctuosas, cuando la llaga del dolor nos fundía a todos en una misma sangre: aquellas colas de hermosos madrileños que esperaban turno para transfusiones; aquellos voluntariosos vecinos de Atocha y Santa Eugenia y el Pozo del Tío Raimundo que corrieron a auxiliar a las víctimas atrapadas entre el amasijo de hierros; aquellos médicos, policías, asistentes sanitarios, bomberos, sacerdotes, psicólogos que se extenuaron en las labores de rescate y salvamento y posteriormente en el consuelo de los familiares de los asesinados... Todo aquel magma de generosa humanidad me hizo pensar que aquella tragedia tendría a la postre un reflejo fecundo que, a poco que nuestros políticos lo supieran administrar, propiciaría el advenimiento de una época sin cabida para las mezquindades y los enconamientos partidarios. Quizá porque soy un idealista, llegué a concebir un país apretado como una piña, donde las naturales y legítimas diferencias quedasen desplazadas y arrumbadas en la cuneta, como andrajos que el hombre nuevo se aparta, antes de iniciar su andadura.

Un año después de la matanza, ya podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la política -o, mejor dicho, la politiquería- ha desbaratado aquel caudal de esperanza. La muerte de doscientos hermanos, lejos de erigirse en sacramento de unidad, ha servido para excavar un foso de división cada vez más insalvable. Algún día, cuando se sucedan las generaciones, nuestros nietos volverán la vista atrás y se avergonzarán de sus abuelos, sobre todo de los hombres que los representaban, más preocupados de sacar tajada del río revuelto que de fundar sobre la sangre derramada los cimientos de una nueva convivencia. Algún día, nuestros nietos descubrirán, con infinita pesadumbre e infinita repugnancia, que aquel dolor multitudinario fue malversado y empleado para alimentar rencores seculares. Y así, repararán en aquella comisión parlamentaria de la vergüenza que se formó con el pomposo propósito de esclarecer las circunstancias que rodearon la matanza y que, en lugar de preocuparse por traer confortación a las víctimas, escenificó un ajuste de cuentas entre facciones.

Algún día, cuando nuestros nietos traten de analizar el penoso espectáculo de politiquería representado durante estos meses, descubrirán, con infinito pasmo e infinita náusea, que ni siquiera lo más sagrado ha quedado al margen de la casposa trifulca partidaria. Y comprobarán con horror que la pelea de corrala protagonizada por dos facciones a la greña salpicó incluso a las propias víctimas del terrorismo, enzarzadas ahora en una discordia peregrina e ininteligible. Nuestros nietos no podrán entender que una porción de esas víctimas se sienta hoy más preterida y desdeñada que nunca, después de que se haya instituido una alta magistratura presuntamente dedicada a su protección y consuelo; tampoco podrán entender que otra porción de esas víctimas se oponga a que las campanas de las iglesias doblen en memoria de quienes murieron, olvidando la verdad honda de aquel poema de John Donne: «La muerte de cualquier hombre me disminuye, / porque soy parte de la humanidad. / Por eso no preguntes nunca / por quién doblan las campanas: / están doblando por ti».

Hoy, a la pena que me araña por la muerte de aquellos inocentes, se suma otra pena amasada de vergüenza, mientras contemplo este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín.