Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza (EL PAÍS, 19/04/06):
En nuestra liturgia política la tarde electoral es el momento de los resultados, cuando tiene lugar una clarificación con la que terminan las suposiciones de los sondeos. Unos números escuetos disipan la niebla formada por las hipótesis. El escrutinio sitúa a unos entre los vencedores y a otros entre los vencidos poniendo punto final a un periodo más o menos largo de incertidumbres, esperanzas y temores. Las elecciones sirven, entre otras cosas, para resolver las presunciones acerca de lo que la gente piensa y quiere realmente. Con el recuento de los votos se acaba el espectáculo de las posibilidades y comienza el de las decisiones que han de tomarse a partir de unos resultados inapelables. Recibido el mensaje, los políticos suelen recurrir entonces al lugar común de que al día siguiente por la mañana van a ponerse a trabajar.
El retraso en esa clarificación se ha asociado siempre a una inmadurez democrática, algo que sólo sucede en países con deficiencias organizativas o falta de cultura política. Algo así no es propio de eso que llamamos "países de nuestro entorno". Una democracia avanzada debe disponer de un procedimiento para verificar las preferencias de los ciudadanos de manera nítida y con rapidez. Un sistema democrático está pensado para que pueda ganar cualquiera, pero no puede soportar que no gane nadie y la incertidumbre acerca del resultado electoral se prolongue en exceso.
Desde hace algún tiempo ese momento simbólico de la decisión popular se caracteriza por una creciente perplejidad. Cada vez es más frecuente escuchar la voz del soberano y no entenderla. Tras una campaña electoral intensa no viene la calma y una nueva orientación de la política, sino la amenaza de una continuación infinita de la campaña. El resultado de muchas elecciones es que una agitada polarización no desemboca en un resultado claro, no se resuelve claramente a favor de uno de los competidores, dando lugar a un empate que no sabemos bien cómo gestionar. La decisión ciudadana resulta difícil de interpretar (o no se acepta el resultado cuando es muy cercano a unas tablas) y el electorado queda dividido casi al cincuenta por ciento.
Hay célebres empates en nuestra historia reciente, como aquel ballottage entre De Gaulle y Mitterrand en 1965. Pero los hay más cercanos y que por su continuidad parecen establecer una tendencia que debería hacernos reflexionar: EE UU en 2004, Alemania en 2005, Italia en 2006. Con diversas variaciones, una similar dificultad de resolver las contiendas políticas, de finalizarlas y aceptar el resultado electoral. Por supuesto que los sistemas políticos tienen procedimientos para dirimir el empate y neutralizar su fuerza paralizante, como la asignación proporcional de escaños que favorece al ganador (aunque haya sido por la mínima) o las segundas vueltas. Pero en muchos casos queda en el aire una atmósfera de litigio que no se acaba de despejar, lo que se traduce en dificultades de gobernabilidad, sensación de provisionalidad, resistencia al cambio o, en los casos más extremos, una sospecha permanente de falta de legitimidad.
¿Cómo debemos interpretar políticamente el empate cuando los electores parecen precisamente no haber querido resolver? Tal vez sea entonces el momento de aplicar aquel principio de Wittgenstein según el cual una falta de decisión es una manera de decidir. ¿Qué se decide con algo que se parece más a una no-decisión? Aquí no tenemos más remedio que recurrir a una síntesis que agrupa en una persona ficticia lo que en principio no es más que una gran cantidad de elecciones individuales, autónomas y dispersas. En los empates el electorado se expresa a favor de la reversibilidad, de no otorgar a nadie un poder absoluto o definitivo. La sociedad dice que sólo quiere zanjar la alternativa provisionalmente. Sería falso deducir de estas situaciones una indiferencia política, como sería el caso si el empate se produjera con un bajo índice de participación electoral. En ninguno de los tres ejemplos mencionados fue así.
Esa ficción inevitable que llamamos soberanía popular o voluntad general dice algo muy claro para quien quiera entenderlo, nos guste o no: la gente se interesa por la política pero no quiere que la política sea, hoy por hoy, una instancia en la que se tomen decisiones trascendentales, desde la que puedan realizar las grandes transformaciones de la sociedad. Cabe incluso otra interpretación: con la decisión por el empate se registra que las dicotomías dominantes no representan de hecho ninguna fuerza de cambio significativo, limitadas como están a no desentonar excesivamente del rival, al que tratan de ganar pareciéndosele. La hipóstasis de una decisión por el empate pone de manifiesto la incapacidad de la política para generar el cambio social tal y como lo hemos concebido hasta ahora, una invitación a pensarlo y provocarlo de otra manera. Puede que el empate sea expresión de una inseguridad social que no se resuelve con un cambio de personas, y el pueblo -por utilizar nuevamente una ficción que nos permite plantear conjeturas- continúa esperando otra forma de gobernar.