Una pésima época para la democracia brasileña

Para ser un evento que marcó el fin de una era, la destitución de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff fue un acto formal lleno de procedimientos y discursos civiles.

También hubo lágrimas, por supuesto. Janaína Paschoal, la abogada que acusó a la presidenta ante el senado por haber disimulado las fallas en el presupuesto para ocultar la crisis económica, lloró en el podio. El abogado defensor de la presidenta, su exministro de Justicia, José Eduardo Cardozo también sollozó después de presentar su argumento.

Cuando el conteo final de votos se anunció —61 a favor de la destitución de Rousseff y 20 en contra—, los senadores se unieron para cantar el himno nacional. En todo el país hubo escasas protestas y las que se produjeron tuvieron muy pocos participantes.

Según los estándares brasileños, fue una reacción extrañamente silenciosa después de una batalla que duró un año y paralizó al país. Su conclusión acabó con más de una década de gobiernos del Partido de los Trabajadores, que primero encabezó Luiz Inácio Lula da Silva, quien asumió el cargo en 2003, y después ocupó Rousseff desde 2011. Marcó el final de un periodo de crecimiento, estabilidad política y optimismo durante el cual los miembros de la clase trabajadora se sintieron verdaderamente representados en el poder y se atrevieron a esperar más beneficios para sus familias y su país.

Al inicio la economía presentó un crecimiento constante gracias a los precios de las materias primas por lo que se lograron niveles récord de inversión extranjera y también se descubrieron sustanciales reservas de petróleo. Los programas de redistribución se enfocaron, por primera vez en la historia del país, en los brasileños que recibían salarios bajos y eso ayudó a que 29 millones de personas salieran de la pobreza y se redujera la desigualdad, una de las características más negativas de Brasil. Para 2012, el país había superado al Reino Unido como la sexta economía más grande del mundo, y emprendió una política exterior más expansiva.

Brasil era el país del futuro… y los brasileños se lo creyeron. Ese sentimiento fue patente cuando el Comité Olímpico Internacional anunció su decisión de otorgar los Juegos Olímpicos de Verano 2016 a Río de Janeiro; por primera vez, las olimpiadas llegaban a América del Sur. Después de escuchar la noticia, Da Silva lloró: “El mundo ha reconocido que ha llegado la hora de Brasil”.

A pesar de que el ascenso fue rápido y estimulante, su caída ha sido lenta, dolorosa y agotadora. Lo primero en fallar fue la economía. Después de alcanzar su clímax durante el último año de Da Silva en la presidencia, cuando el producto interno bruto creció 7,5 por ciento, el crecimiento se desplomó durante el primer periodo de Rousseff a 0,1 por ciento en 2014; después la economía se redujo casi un 4 por ciento el año pasado.

Gran parte del problema tenía que ver con factores externos como la poca demanda de soya y hierro por parte de China. Sin embargo, conforme la inflación y el desempleo aumentaron, y los brasileños sintieron sus efectos, la percepción generalizada fue que la presidenta había perdido el control de la economía. En un país que en el pasado sufrió hiperinflación y una profunda recesión, esto era un pecado imperdonable… y las protestas estallaron en 2013.

Después vinieron los escándalos. Una gran investigación conocida como Lava Jato, comenzó en 2014 y expuso una red de sobornos y comisiones ilegales que implicaba a las empresas más grandes y las élites políticas del país. Rousseff fue una de las líderes de alto nivel que no fueron afectadas, pero muchos de sus allegados fueron arrestados o enjuiciados. Las revelaciones destruyeron la imagen del Partido de los Trabajadores como incorruptible defensor de los pobres.

La personalidad de Rousseff no la ayudó. En un principio se le percibía como una persona dura y sensata, pero cuando llegó su segundo periodo proyectó la imagen de ser inflexible y autocrática. Mientras sus índices de aprobación empezaban a bajar, los aliados políticos la dejaron sola… en especial cuando quedó claro que no reuniría los votos del senado para frenar los cargos de destitución. Los cargos en su contra por las violaciones presupuestarias fueron casi irrelevantes: ella dijo que su destitución era un golpe de Estado, pero también fue un voto de desconfianza en un país que no tiene un procedimiento legal para expresar ese malestar.

¿Qué significa todo eso para Brasil?

La destitución de Dilma Rousseff marca el final de un periodo de 13 meses en el que los brasileños tuvieron grandes sueños que se frustraron mientras veían cómo desaparecían sus nuevas expectativas y aspiraciones nacionales. Mientras Da Silva fue el símbolo de las esperanzas del país, Rousseff se convirtió en la imagen viva de sus frustraciones.

Ni siquiera los juegos olímpicos pudieron mejorar los ánimos. Removieron de su cargo a la presidenta, pero su destitución no se transformó en la catarsis que tanto deseaban. Hubo lágrimas, sí, pero pocos protestaron y muchos menos celebraron.

Eso es porque la salida de Rousseff es un primer paso hacia el cambio, pero eso no significa que quienes lo dieron sepan qué sucederá. Su destitución hace que la democracia brasileña tenga un vacío de poder y enfrente una de las pruebas más duras desde que hace más de 30 años relevó a una dictadura militar.

El Partido de los Trabajadores está hecho pedazos, pero ningún otro grupo político tiene la credibilidad para unir a un electorado tan enojado y dividido como el brasileño. Michel Temer, el vicepresidente de Rousseff que ahora gobierna al país, también ha sido denostado. Cambiará el rumbo político hacia la derecha, como dejó claro cuando nombró al primer gabinete conformado solo por hombres blancos en décadas. Intentará que se aprueben medidas poco populares para reducir el presupuesto, pero es improbable que tenga éxito con un congreso tan díscolo.

El país está cansado de los escándalos y las maquinaciones políticas que se desarrollan como telenovelas en los noticieros de la noche. Dilma Rousseff se ha ido, pero su salida extrañamente silenciosa sugiere que pocos brasileños esperan que las cosas mejoren pronto.

Juliana Barbassa es la autora de Dancing With the Devil in the City of God: Rio de Janeiro on the Brink.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *