Una política de perros y gusanos

Cuando conocí a Rodolfo Martín Villa, allá por 1957, él y yo estábamos en lados opuestos de la trinchera política. Él era un estudiante falangista, jefe provincial del SEU de Madrid (el Sindicato Español Universitario fue fundado por José Antonio Primo de Rivera en tiempos de la República), al que todos los estudiantes universitarios pertenecíamos obligatoriamente. Yo era un estudiante socialista, afiliado a la recién fundada ASU (Agrupación Socialista Universitaria, naturalmente clandestina), que, entre otras cosas, se dedicaba, junto con un pequeño grupo de falangistas de izquierdas, a democratizar el SEU desde la base. Yo llegué a ser elegido delegado de facultad en la de Derecho y otros socialistas fueron también elegidos en otras facultades y escuelas. Al cabo de poco tiempo, en 1958, varios miembros de la ASU fuimos detenidos y juzgados por «asociación y propaganda ilegal».

Podrá imaginarse que mi simpatía por Rodolfo era muy limitada, aunque debo reconocer que era un tipo afable y correcto, con el cual era difícil enfadarse. Cuando me libré de los problemas que el encarcelamiento y sus secuelas me causaron, decidí solicitar una beca Fulbright y marcharme a estudiar Economía a Estados Unidos para dar mayor solidez a mis ideas políticas. Desde allí, a través de la prensa y de las cartas de mi padre y mis amigos, fui siguiendo con estupefacción la carrera de Martín Villa, que resultó ser un político de raza. Primero ascendió a jefe nacional del SEU, el puesto más alto en el sindicato falangista, y, aunque se opuso a la total democratización del sindicato, es verdad que no trató de deshacer lo que nosotros logramos, y los cargos en facultades y escuelas siguieron siendo electivos. Él continuó su ascenso en la organización sindical hasta alcanzar la Secretaría General. Luego fue gobernador civil de Barcelona y, para mi sorpresa, disfrutó de una considerable popularidad en Cataluña. Eran los últimos años del franquismo. Tras la muerte del dictador, Martín Villa fue ministro de Relaciones Sindicales en el efímero Gobierno de Arias Navarro.

Como se sabe, la Transición a la democracia fue pacífica en España, lo cual no quita que hubiera incidentes muy violentos, tanto por el terrorismo de ETA, el Grapo y otros grupúsculos, como por varios atentados (el peor, el múltiple asesinato de Atocha) y choques en huelgas y manifestaciones, los más graves de los cuales fueron los sucesos de Vitoria de 3 de marzo de 1976, cuando murieron cinco huelguistas víctimas de una brutal carga policial.

El sangriento episodio de Vitoria sin duda precipitó la caída de Arias y su sustitución por Adolfo Suárez. La Transición se iniciaba así de manera decidida. El nuevo Gobierno necesitaba un nuevo ministro de Interior (entonces Gobernación) y ése fue el puesto que ocupó Martín Villa.

No se trata aquí de juzgar su gestión, pero lo cierto es que no volvió a ocurrir nada comparable a lo de Vitoria y la Policía española fue radicalmente renovada y reformada. Junto a fallos y errores indudables, el nuevo Ejecutivo introdujo una bocanada de aire fresco en la política de nuestro país. Suárez fue capaz de reunir a elementos del franquismo que estaban ya convencidos de que un régimen democrático era no sólo inevitable sino además deseable, entre los que se contaban Martín Villa y el propio Suárez, con elementos antifranquistas que estaban persuadidos de las virtudes de un pacto de reforma y de una transición gradual, como Manuel Jiménez de Parga, Alberto Oliart o Joaquín Garrigues.

La Justicia Penal Internacional es un principio en abstracto admirable pero que presenta serios problemas. Uno de los pilares básicos del Derecho Penal es la territorialidad. La jurisdicción correspondiente a cualquier caso es la de los tribunales locales. Si un portugués agrede a un francés en Madrid, los tribunales competentes son los de Madrid, no los de Lisboa o París. Ahora bien, en especial desde la Segunda Guerra Mundial, se admite que en casos de crímenes masivos cometidos por gobiernos, pueden crearse tribunales internacionales que los juzguen, porque los locales pueden estar bajo la férula de los propios Estados criminales. Este fue el caso de los juicios de Nuremberg sobre las atrocidades nazis. También se crearon tribunales internacionales ad hoc para juzgar casos de genocidio (exterminio de un grupo humano por razones de raza, religión o política) tras las matanzas de Camboya, Ruanda o Bosnia. En el caso español, quizá hubiera podido someterse el régimen de Franco a un Tribunal internacional para juzgar los crímenes de la represión tras la Guerra Civil. Pero dadas las circunstancias esto era imposible, y la ocasión pasó.

Y sin embargo, en 2014, nada menos que 37 años después de los hechos, una jueza argentina, apelando a la Justicia internacional y a instancias de algunos familiares de las víctimas, cursó una orden de extradición y detención contra Martín Villa alegando sin ninguna evidencia que tuvo responsabilidad en los asesinatos de Vitoria. Es más, se afirma en el acta acusatoria que en la Transición hubo «un plan sistemático, generalizado, deliberado y planificado de aterrorizar a españoles partidarios de la forma representativa de Gobierno a través de la eliminación física de sus más representativos exponentes». Y se concluye empleando la expresión «genocidio y delitos contra la humanidad», sin duda para justificar la intervención de la pretendida jueza internacional, a la que la propia Justicia argentina ha reprendido por sus extralimitaciones en el caso.

No vale la pena entrar a rebatir los dislates que contiene el acta de acusación. Esta señora jueza, ansiosa de notoriedad, no parece haber considerado conveniente informarse acerca de la historia reciente de España, el contexto de los hechos que pretende juzgar. Está intentando que paguen por los crímenes del franquismo precisamente aquellos que acabaron con el régimen franquista y pusieron en su lugar un Estado democrático. Es algo así como si un juez internacional tratara de enjuiciar a Gorbachov o a Yeltsin por los crímenes de Stalin.

Algunos en España se alegran de esta astracanada judicial, entre otros el vicepresidente del Gobierno, que la ha calificado de «paso histórico», o los que están intentando reescribir legislativamente la historia de España. Hay dos pintorescos proverbios ingleses que no tienen claro correspondiente en español (salvo una alusión mitológica) pero que vienen muy a cuento; uno es: let sleeping dogs liedeja en paz a los perros dormidos–; se sobrentiende que, si se les despierta, pueden morder; el otro dice: don’t open a can of worms, que significa no abras una lata de gusanos; es un adagio de pescadores: si se esparcen los gusanos lo pondrán todo perdido y te habrás quedado sin cebo. Pues esto debieran recordar los paladines de la llamada (por ellos) memoria democrática; dejen ustedes en paz la historia y no abran ni la caja de Pandora ni la lata de los gusanos; y, sobre todo, no nos impongan su memoria selectiva. ¿Pretenden estudiar los crímenes del franquismo para denigrar a la oposición y hacer olvidar la catástrofe sanitaria y económica que han causado? Desde luego, lo parece; y el político, como la mujer de César, no sólo debe ser honesto, sino parecerlo. ¿No sería más urgente memoria democrática, estudiar los crímenes de ETA? No, cuando dependemos de sus votos. ¿Y para qué estudiar la historia cuando las conclusiones están establecidas de antemano? Ni siquiera Franco llegó a tanto en materia de totalitarismo: no creó ninguna fundación o comisión para determinar lo que se podía decir y lo que no.

No propongo olvidar el pasado. Propongo no hacer como los jerarcas soviéticos, que borraban de las fotografías la imagen de Trotsky porque la historia debía ser «democrática», es decir, a gusto y conveniencia del Gobierno, que es, al parecer, quien puede otorgar patentes de democracia. Señores políticos, quiten sus sucias manos de la historia y dejen a los historiadores investigar y debatir libremente, en la seguridad de que de la investigación y del debate libres saldrá la luz, y lo más aproximado a la verdad; una verdad, por otra parte, siempre compleja y no reducible a eslóganes. Martín Villa, como muchos otros, fue falangista en su juventud; pero en su madurez contribuyó a liquidar el franquismo y a asentar la democracia en España. Con importantes salvedades, y cambiando comunista por falangista, lo mismo podría decirse de Santiago Carrillo. Esto es historia: no sé si será memoria democrática. Supongo que no.

Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Capitalismo y Revolución, entre otros libros, y miembro del Colegio Libre de Eméritos.

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