Una política económica pactada

En el mes de agosto pasado me preguntaba desde estas mismas páginas si serían necesarios unos nuevos Pactos de la Moncloa para resolver la crisis actual. Después de analizar las circunstancias que concurrieron en 1977 para alcanzar el consenso en política económica, concluía mi reflexión con que sólo cumpliéndose de nuevo los 10 requisitos de entonces podrían darse ahora las condiciones necesarias para unos nuevos pactos. Esos 10 requisitos, como los mandamientos, pueden ser reducidos a dos esenciales.

El primero, la existencia de un programa integrado de política económica que abarque las medidas coyunturales necesarias pero, también y sobre todo, que incida intensamente sobre las reformas estructurales que se necesitan para devolvernos a una senda de alto crecimiento económico. El segundo, que en el cumplimiento de ese programa se comprometa sin reticencias el Gobierno, la oposición y los ciudadanos para un periodo largo de tiempo, porque se tardarán años en superar totalmente la crisis actual.

Comenzando por el primer requisito, resulta obvio a estas alturas que el Gobierno carece de un programa con las características que acaban de describirse. Fácilmente se comprueba este hecho a la vista de las inconexas, deslavazadas e, incluso, contradictorias medidas de tono menor que cada viernes se someten a la aprobación del Consejo de Ministros.

Esas medidas apenas si están teniendo otros resultados que el de agotar nuestro considerable superávit público del 2,2% del PIB en 2007 para hundirnos en un déficit del 3,8% de esa magnitud en el 2008. Es decir, sólo han servido para cambiar ese saldo en seis puntos porcentuales del PIB en un ejercicio. Unos niveles de déficit desde los que nos costará mucho recuperar el equilibrio necesario para un desarrollo sostenible de nuestra producción a largo plazo. Además, las estimaciones más solventes sitúan el déficit público para finales del 2009 por encima no del 3,8% sino del 6%, cifra muy próxima a la que encontró el Gobierno de 1996 y que tanto esfuerzo costó reducir a su mitad para entrar en la Unión Monetaria Europea.

Formular un programa de política económica coherente, amplio y bien coordinado no resulta tarea fácil pero tampoco imposible si se dispone de la información necesaria y se tienen ideas razonables sobre los objetivos que se pretenden, los medios que deben utilizarse y las prioridades que han de seguirse en el curso de la acción.El objetivo a largo plazo de ese programa tendría que ser el recuperar crecimientos del 3 ó 3,5% anuales, tasas que pueden constituir nuestro nivel potencial de producción. Pero tales crecimientos tendrán que esperar a que se normalice la coyuntura internacional y nos ayuden los mercados exteriores. Por eso el objetivo inmediato debería ser el más modesto de alcanzar niveles de crecimiento que, al menos, no supongan mayores deterioros del empleo. Frenar la sangría actual del paro podría constituir, por consiguiente, el objetivo inmediato de ese programa.

En cuanto a las prioridades, no cabe ya duda de que mientras no se normalice y limpie el sistema bancario de activos tóxicos o de valores depreciados, poco podrá esperarse respecto a la financiación de la economía real. Por eso, quizá no deberíamos aguardar mucho más a que los problemas se resuelvan solos, no se sabe bien por qué intercesión o milagro. Hay que emprender ya la difícil y compleja tarea de sanear y apoyar a los bancos y cajas de ahorros que lo necesiten y lo merezcan por sus resultados positivos recurrentes.

El Banco de España conoce al detalle la situación de cada entidad y sabe con precisión cuales son las que merecen ser apoyadas y cuales las que ya no tienen remedio. Es posible que la magnitud de la tarea asuste al Gobierno y le induzca a buscar soluciones menos traumáticas por la vía de la absorción de entidades sin remedio por otras sanas, ocultando de paso los escándalos y evitando pánicos siempre peligrosos. Pero las absorciones pueden conducir a desastres similares al que en estos días se ha producido en el Reino Unido, con la absorción del HBOS por el Lloyd Banking Group y el subsiguiente hundimiento de este último al no poder con la carga asumida.

Las absorciones tienen sentido cuando la entidad absorbida no pone en riesgo la estabilidad de la absorbente y cuando, además, las ayudas que se necesiten para tapar los huecos del balance conjunto no agoten de un solo golpe los recursos de los fondos de garantía de depósitos. Los muertos vivientes -los zombis, como también se les llama hoy a esas entidades sin horizontes- absorben recursos, perturban el mercado, impiden el renacer de la confianza y son un freno tremendo al cambio de coyuntura.

EN CUANTO a los medios, es evidente que sólo el sector público tiene capacidad de endeudamiento y recursos suficientes para poner en marcha un programa extenso e integrado de lucha contra la crisis. Pero eso no significa que el Estado deba lanzarse a gastar sin orden ni concierto. Por el contrario, el gasto público debería ser cuidadosamente administrado, escatimando mucho en gastos corrientes, mientras que se deberían poner en marcha grandes programas de inversión directamente orientados a mejorar las condiciones productivas. Carreteras, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, sistemas de telecomunicaciones, obras hidráulicas y, especialmente, mucho gasto orientado a una seria, controlada y efectiva formación profesional de nuestra juventud y de nuestros desempleados.

Desde luego, más gasto también en investigación, desarrollo e innovación, pero vigilando de cerca su relación directa con los procesos productivos para no embarcarse en aventuras intelectualmente gratificantes pero poco efectivas para el crecimiento de nuestra economía.

A las empresas habría que ayudarlas con una reducción de sus costes y algún impulso a sus inversiones y exportaciones. Para eso nada como bajar drásticamente el impuesto sobre sociedades, reduciendo su tipo o eximiendo total o parcialmente de este tributo a los dividendos distribuidos, y cambiar cotizaciones sociales por impuesto sobre el valor añadido, del que las exportaciones están exentas. Un fuerte crédito fiscal a las inversiones empresariales en activos reales, en vigor sólo por plazo limitado, podría coadyuvar con fuerza al aumento de las inversiones al reducir el coste de los bienes de capital con cargo a la factura impositiva.

El déficit público sería elevado, aunque no tanto como lo está siendo ahora sin apenas provecho. El ahorro a fondo en los gastos corrientes y el aumento en los de inversión no recurrentes podría mantener el déficit dentro de valores desde los que más adelante fuese posible, sin grandes esfuerzos, el retorno a situaciones de equilibrio. Los gastos en esos programas nos ayudarían a superar la crisis y, sobre todo, nos dotarían de activos muy valiosos, fuente de cuantiosas economías externas que nos permitirían aprovechar con fuerza la posterior recuperación internacional. Pero, además, tendrían que liberalizarse todos los mercados, incluido el laboral, e integrar de nuevo nuestro fragmentado mercado interior. Hay mucha tarea pendiente en estos ámbitos y para eso no se necesitan apenas gastos pero si grandes dosis de fortaleza política, de la que hoy posiblemente carece el Gobierno.

Y aquí es donde entra en juego el segundo requisito que, a modo de resumen, se exponía al principio. Para su efectividad, el programa necesita no sólo del compromiso del Gobierno sino también el de la oposición y el de los ciudadanos. Desde luego ese compromiso no se logrará si el Gobierno se encierra a elaborar su contenido sin consultar con nadie y se limita a presentarlo a las Cortes generales para su aprobación. El programa tiene que partir de un documento gubernamental de base, lo suficientemente abierto como para permitir que la oposición lo complete con sus propuestas y pueda llegarse al consenso. El programa tampoco puede quedarse en una mera declaración de intenciones sino que deberá inventariar y cuantificar las actuaciones pretendidas. Pero no perderse en nimiedades ni tratar de satisfacer todos los intereses en juego a costa de su coherencia.

Debería, además, realizarse un considerable esfuerzo didáctico respecto a su contenido y a sus sacrificios, para que los ciudadanos lo acepten sabiendo sin engaños que el camino de superación de la crisis será largo y duro, pero posible.

Las condiciones políticas del momento son inmejorables para que Gobierno y oposición se den cuenta de su responsabilidad histórica respecto a la consolidación y fortalecimiento de nuestra economía, tan duramente combatida por la crisis actual. La gente se encuentra atemorizada por la tempestad que estamos sufriendo, bien cierto que junto a todos los grandes países del mundo, pero con bastante más intensidad y dolor -léase paro- en nuestro caso concreto.

Por eso esperan impacientes, mucho más de lo que suponen Gobierno y oposición, una señal positiva, algo que les permita de nuevo recuperar la confianza y el impulso que hace más de 30 años nos permitió ser asombro del mundo con nuestra transición a la democracia.Los españoles nos hemos crecido siempre ante dificultades que se antojaban insuperables y sabremos crecernos ahora. Si Gobierno y oposición no son capaces de recuperar ese impulso e infundir en nuestro pueblo una nueva confianza terminarán pagando, más pronto que tarde, tan irresponsable y mezquino comportamiento.

Manuel Lagares, catedrático en Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.