Una política global frente al terrorismo

Ángel Pérez (GEES, 14/09/05).

A pesar de los graves atentados de Londres, y antes de Madrid y Nueva York, lo cierto es que sus lecciones no terminan por generar una opinión homogénea sobre cómo combatir el terrorismo y, mucho menos, sobre cuáles son las causas que lo generan. Esta falta de disposición a considerar seriamente la necesidad de enfrentarse con el terrorismo islámico y la ideología que lo sustenta constituye, de hecho, la característica más evidente de la reacción europea a los lamentables acontecimientos referidos. Y éste es un problema que afecta, incluso, al Reino Unido, a pesar de su encomiable compromiso atlantista y el rigor de su política exterior. Varios son los aspectos que debieran ser objeto de atención en las presentes circunstancias, a saber, la identificación del enemigo, su disuasión posible y la lucha efectiva antiterrorista. Establecer contra qué o quién se debe luchar, un fenómeno coyuntural o una ideología trascendente e influyente; si es posible una política de disuasión y cómo ejecutarla y, finalmente, como luchar de forma efectiva, es decir que combinación de medios militares, policiales, judiciales y administrativos es la apropiada para alcanzar el éxito es una necesidad imperativa. En esa tarea influyen condicionantes diversos, desde luego la ideología; pero también la imagen que aquellos que deben establecer como combatir esos actos tienen de si mismos y la nación que representan. El caso de España es paradigmático, porque en su gobierno actual coinciden las carencias ideológicas propias de la izquierda tradicional y la ausencia de una fuerte idea de estado, es decir, de España como actor internacional capaz no solo de influir fuera de sus fronteras sino de aportar soluciones a problemas globales. La consecuencia es el retraimiento político y la búsqueda de excusas para no comprometerse en una política global antiterrorista seria. Una complacencia inadmisible en las presentes circunstancias internacionales.

Identificación

Dos son las tendencias políticamente correctas que se han impuesto a lo largo de los últimos cinco años. La primera es intentar restringir el problema terrorista a las organizaciones que efectivamente ejecutan esos actos, desligándolas de cualquier otra variable social incómoda. La segunda es la insistencia en minimizar el carácter fuertemente ideológico, en este caso islámico, de ese terrorismo; que en algunos sectores de opinión llega a despersonalizarse con objeto de no hacer referencia a su fuente intelectual, el islamismo. De ahí el término de terrorismo internacional, poco ajustado a la realidad y poco eficiente, además, a la hora de conceptuar el fenómeno. En ambas fórmulas se persigue desligar la religión musulmana y a los pueblos que la practican de la violencia terrorista, amparándose en consideraciones razonables, evitar el racismo, por ejemplo; pero de facto generando la idea falsa de que el problema tiene una génesis ajena a su sociedad de origen. A la hora de identificar el enemigo deben tenerse en cuenta tanto los ejecutores directos e indirectos de la acción, como el medio en el que tales individuos adquieren sus ideas, de lo contrario se limitan artificialmente los medios para combatirlo. Y en ese sentido el fenómeno del terrorismo islámico no puede desligarse ni de los estados con fuertes mayoría o notables minorías musulmanas, ni, dentro de ese mundo, de las corrientes de pensamiento que alimentan esos comportamientos. Los recientes atentados de Londres han puesto de relieve lo que, de hecho, era ya antes sobradamente conocido. La existencia de redes extremadamente radicales asentadas entre las poblaciones inmigrantes, favorecidas por el amplio margen de libertad de las democracias occidentales y el pudor a intervenir en asuntos que, por lo común, suelen reputarse como religiosos. Si la administración aliada de Alemania tras su derrota en 1945 hubiese decidido perseguir a los criminales de guerra, pero no el nazismo como ideología en las organizaciones que lo compartían, a buen seguro hubiera parecido absurdo a cualquier espectador avezado. Esto es sin embargo lo que se pretende en el caso del islamismo, combatir las células terroristas, pero no las asociaciones y las mezquitas donde se reclutan a esas personas. Algo parecido ha sucedido históricamente en España con ETA. Y continúa sucediendo. Las múltiples formas de actividad pública que adoptan los partidos y grupos de carácter independentista han carecido de la adecuada represión y control, razón por la que, entre otras, ha sido extremadamente difícil derrotarlos. La política de restricción sin concesiones de ese ámbito social que actúa como soporte resultó entre 1996 y 2004 un éxito que no ha sido, ni mucho menos, casual. Combatir el terrorismo islámico exige necesariamente controlar, restringir o prohibir actividades que amparen, absuelvan o promocionen la violencia islamista, lo que obliga necesariamente a conocer bien la población musulmana local, controlar las redes de centros de culto que pueblan la geografía europea y prohibir la actividad a aquellos personajes que justifiquen la violencia. Sobre esta materia se hace poco en Europa. Incluso en los estados afectados por fuertes atentados se carece de una política coherente al respecto. Y de nuevo el caso de España es paradigmático. Los centros de culto que existen en casi cualquier población de las zonas agrícolas del país (costa mediterránea y valle del Ebro, por ejemplo) o ciudades donde se concentra la inmigración musulmana es absoluta. Ni se conocen cuántos hay ni quién se encarga de predicar en ellos. A pesar de todo, la administración ha autorizado la entrada indiscriminada de imanes, a quienes se otorga derecho de residencia por el simple hecho de justificar su función. Una quincena, por poner un ejemplo, han recibido esa autorización en los últimos meses en el caso de la ciudad de Melilla. Todos marroquíes. Tampoco se restringen las actividades islamistas en las prisiones ni se modifica de forma realista la política migratoria, estableciendo cupos u otras variables de selección para aquellos inmigrantes procedentes del norte de África y Próximo Oriente.

Los obstáculos que encuentra una política de este tipo no son legales, como se ha demostrado en el caso de España y su lucha contra ETA. Exige voluntad política y amplia información que permita actuar de forma equilibrada. Además es necesario superar la barrera ideológica que, por ahora, paraliza a la inmensa mayoría de los partidos reputados de izquierdas en el continente. Años de contracultura, opciones antisistema y relativismo han generado una especial incapacidad para asimilar la realidad. En cierta forma a los partidos de corte socialista les sucede hoy con el islamismo lo que a los liberales del XIX y principios del XX con el marxismo. No lo entendían, y aspiraban a integrarlo en el sistema por la fuerza de los hechos. Las ideologías se retroalimentan, y la historia parece enseñarnos que sólo una convulsión extraordinaria permite limitar o eliminar esas estructuras mentales que aspiran a explicarlo todo de forma universal e inapelable. El islamismo radical no es una fuerza ideológica menor. Posee una base argumental ordenada, una masa potencial de suscriptores enorme y opciones estratégicas diversas y realizables que van desde sembrar el terror fuera de la umma, hasta tomar el control de sus estados de procedencia por la buenas o por las armas.

La disuasión

Dos son las ideas más extendidas cuando se trata de establecer formas de disuasión antiterrorista. La primera que un adversario deseoso de perder su vida, sin intereses materiales y convencido de que una escalada de la violencia es deseable no puede ser disuadido. La segunda, común en la izquierda, que las causas que generan el terrorismo, interpretando como tales las variables justicia y pobreza, hacen imposible la disuasión sin modificar primero esa fuente de violencia. Esta última es en sí misma una falsedad, pues es imposible establecer como causa de la actividad terrorista conceptos como la pobreza o la injusticia. La acumulación de pruebas empíricas que refutan esa idea es tan abundante que ni siquiera debiera ser necesario discutir esa aseveración. La primera es incorrecta, pues si bien disuadir a algunos individuos pudiera resultar extremadamente difícil, la disuasión en una guerra es siempre posible, y la reducción del número e intensidad de los atentados, por tanto, también. En ese sentido es posible establecer dos niveles de disuasión, uno convencional, contra los regímenes que auspician o alimentan la actividad terrorista. Y otro difuso, contra las organizaciones e individuos que actúen al margen de estructuras estatales.

La primera es más fácil de enunciar que de ejecutar. Sencillamente los aliados, con Estados Unidos a la cabeza, deberían ser capaces de hacer entender a cualquier otro estado que auspicie actividades terroristas que semejante actitud tendrá consecuencias, bien diplomáticas, como la inclusión en listas de estados proterroristas, o militares, es decir, la efectiva persecución de determinados comportamientos. Para ello hay que establecer escalas que permitan al estado afectado no solo esperar una posible reacción, sino conocer de antemano en que consistirá esa reacción. La doctrina occidental falla hoy por hoy en uno o ambos aspectos. La europea sencillamente consiste en no ejercer disuasión alguna. La norteamericana es conceptualmente correcta, esto es, considerar hostil cualquier comportamiento filoterrorista. Pero en el segundo aspecto incluso los EEUU han sido incapaces de establecer dos o tres escalones fácilmente comunicables a otros gobiernos y plausibles de ejecución. La doctrina oficial norteamericana se reserva el derecho a utilizar una fuerza arrolladora, incluyendo el uso de armas de destrucción masiva si el ataque terrorista tuviera esa forma. La intervención en Irak y Afganistán, corroboran esa voluntad. Sin embargo las dificultades para terminar la misión o la división de sus aliados alimentan la idea en los posibles adversarios de que tal acción de fuerza será moderada, soportable o no será. Situación que explica, por ejemplo, el comportamiento de Irán en el desarrollo de su capacidad nuclear. Una forma de hacer más creíble la disuasión convencional es el reforzamiento de las alianzas internacionales. El caso de la OTAN en la Guerra Fría es paradigmático. La disuasión ya no procede sólo de una nación sino de varias, con las consecuencias en términos de seguridad que eso conlleva. Las diferencias en el seno de la OTAN en lo concerniente a la guerra antiterrorista, sin embargo, resta credibilidad a esta opción. La alternativa es, por tanto, ampliar el numero de países cuya alianza pueda reforzar la lucha antiterrorista, crear organizaciones de seguridad nuevas o, sencillamente, extender las ya existentes si sus circunstancias lo permiten. Al menos son opciones convencionales. Una opción extraordinaria consistiría en amenazar a los países que amparen actividades terroristas con el uso de armas de destrucción masiva. Sien embargo esta posibilidad se enfrenta a serias limitaciones, la primera de orden moral, es decir, el elevado numero de civiles afectados por el uso de medios destructivos de esa naturaleza. Además no siempre es sencillo establecer el vínculo entre el estado y la actividad terrorista, no siempre es el estado capaz de controlar su territorio y reprimir el uso criminal del mismo, y desde luego el uso de armas de destrucción masiva no necesariamente disuadiría a un grupo terrorista que actúe al margen de los estados existentes. De lo que no cabe duda es de que la disuasión convencional, o no, es posible, si el estado al que se pretende disuadir percibe con claridad que su existencia o la del régimen que lo dirige pudieran estar en peligro.

El nivel de disuasión difuso es más complicado de abordar. Se trata de establecer cómo disuadir a los individuos y organizaciones que de forma ajena a la red de estados hoy existente deciden colaborar en el desarrollo de actividades terroristas, es decir, desde organizaciones criminales convencionales, hasta instituciones financieras. Se puede, de nuevo, ejercer presión sobre el estado que tolera las actividades terroristas; pero esta sería una forma indirecta de disuasión difusa que podría no funcionar correctamente. La desafección hacia el régimen de parte de la sociedad hace necesario actuar sobre aquélla. Una fórmula es amenazar con destruir infraestructuras que afectan directamente al funcionamiento de esa sociedad, sistemas de distribución de agua, por ejemplo; una amenaza de este género facilitaría la reacción de los elementos más moderados de esa sociedad contra los más belicosos. Se trata sin embargo de una amenaza poco creíble y éticamente difícil de sostener. Amenazar directamente a los estamentos que sustentan la actividad terrorista, como determinadas mezquitas y centros religiosos, podría tener un efecto más directo en los grupos terroristas; pero adolece de parecida falta de credibilidad. Por consiguiente, frente a un grupo terrorista como Al Queda restan dos opciones: la primera disuadir a los intermediarios que garantizan los recursos a esa organización, especialmente financieros; pero también logísticos, como un grupo guerrillero que controle determinado territorio, por ejemplo. La segunda opción es discriminar, es decir, concentrar esfuerzos en los grupos y actividades más letales, relajando la persecución de actividades terroristas de menor entidad. El peligro de discriminar se encuentra en la posibilidad de que esta actitud acabe por legitimar determinados comportamientos terroristas. Sin embargo esta discriminación podría desalentar entre los grupos que colaboran con Al Queda la comisión de atentados de grandes proporciones para evitar una persecución especialmente enconada e insistente. Por último es posible disuadir a los terroristas individualmente, amenazando con represalias que afecten a intereses personales. La destrucción de la residencia familiar del terrorista suicida practicada por el ejército israelí constituye un ejemplo que, sin embargo, vuelve a encontrar objeciones éticas en las sociedades occidentales. Finalmente, para que una fórmula disuasoria tenga éxito es necesario comunicarla adecuadamente. Y eso cuando el objeto al que se dirige el mensaje no es un estado constituye un problema, agravado en el caso de las sociedades musulmanas por la limitada capacidad de penetración de los medios de comunicación occidentales. Se intentaría así por un lado distinguir a los grupos radicales, sustento terrorista; de la sociedad moderada, a quien se trata no tanto de disuadir como incentivar a adoptar actitudes más contenidas.

Lucha antiterrorita

El efectivo combate antiterrorista exige una premisa inicial que no es otra que la aceptación de que tal combate es necesario o inevitable. Una vez aceptado este hecho , algo que no sucede necesariamente, la lucha antiterrorista requiere la combinación eficaz de todos los instrumentos de los que dispone el estado. La diplomacia, el derecho, la actividad policial, la inteligencia del estado y el uso de la fuerza militar. Este último es el que más oposición genera, siendo la izquierda en general contraria a su uso por considerarlo inapropiado para combatir una amenaza que considera justificada por razones morales o políticas unas veces; o sencillamente instrumento desproporcionado que crea y no disminuye las crisis de seguridad. Negar el uso de la fuerza para combatir la actividad terrorista es una consecuencia directa de la incapacidad para identificar la causa o causas del terrorismo. Para limitar o extinguir su actividad, sin embargo, es estrictamente necesario poder disponer de todos los instrumentos nombrados, sin los cuales, por lo demás, es imposible establecer una estrategia creíble de disuasión. La exposición de estos instrumentos de lucha antiterrorista ofrece, además, la medida de las deficiencias de aquella. El primer instrumento es la diplomacia, bilateral y multilateral. Ambas son eficaces, pero insuficientes por si solas. Eficaces porque refuerzan la capacidad de disuasión primero, y porque ofrecen una base legal y moral a las acciones posteriores. De ahí la trascendencia de actitudes diplomáticas reticentes, pasivas o claramente contraproducentes en la acción antiterrorista. España ofrece un interesante ejemplo de dicotomía en este ámbito. Su administración realiza constantes manifestaciones de apoyo a la lucha antiterrorista, pero sus acciones diplomáticas suelen tomar una dirección opuesta o ambigua. Esta fórmula de acción diplomática reduce cualquier posible efecto disuasorio y hace imposible el respaldo moral y jurídico que la acción antiterrorista requiere para ser eficaz. El segundo instrumento es el adecuado uso del ordenamiento jurídico, tanto el interno como el internacional. La utilización adecuada de los recursos jurídicos contribuye a constreñir la actividad terrorista, bien apartando a aquellos terroristas encarcelados, bien reforzando la presión individual y colectiva sobre aquellos que realizan ese tipo de actos delictivos. La publicidad de los procesos judiciales puede consolidar o mejorar la moral de la opinión pública y mostrar la determinación de un gobierno a la hora de resistir la presión terrorista. El caso contrario, la no utilización de este recurso de forma eficaz genera la desmoralización consiguiente en aquellos que lo combaten y tiene efectos demoledores sobre la capacidad de disuasión y persuasión del estado. El ejemplo de España en la lucha contra ETA antes y después del cambio de gobierno en 2004, o la deficiente investigación de los atentados del 11M es, de nuevo, paradigmática. En íntima relación con la aplicación del derecho, es necesario perseguir y sancionar las actividades que ofrecen financiación a los grupos terroristas, cortar sus fuentes de dinero, un aspecto en el que la lucha antiterrorista internacional ha sido y es especialmente deficiente. Un caso interesante es el de las ayudas europeas destinadas a Palestina, de difícil y escaso control; o la existencia de entidades financieras especificas, islámicas, por ejemplo, cuya actividad está poco integrada en el sistema financiero mundial. A una escala local, España ofrece el interesante ejemplo de ETA, que ha disfrutado normalmente de impunidad para organizar sus sistemas de ingresos a través de empresas intermediarias o para nutrirse de fondos públicos destinados a organizaciones y partidos políticos legales vinculados a su espectro ideológico.

Por último restan dos instrumentos trascendentales, el uso de los servicios de inteligencia y la utilización de la fuerza militar. La recolección de información que permita conocer a los terroristas y, por tanto, adelantarse a sus acciones es considerada con frecuencia como el instrumento por excelencia de la lucha antiterrorista. Por si sola, sin embargo, es tan poco eficaz como las demás. Conseguir información concreta sobre atentados inmediatos o futuros es difícil. Penetrar los grupos terroristas también. Y si una vez obtenida la información no se utiliza para abortar un atentado el esfuerzo resulta del todo intrascendente. La relación entre este instrumento y la actividad policial es, por tanto, muy importante. La actividad de los servicios de inteligencia es fundamental para que los demás instrumentos funcionen, pero no es suficiente por si misma para reducir o limitar los actos terroristas. Finalmente la utilización de las Fuerzas Armadas constituye el aspecto más polémico de la lucha antiterrorista. Bien por convicción ideológica, algo frecuente en la izquierda, o por temor a expandir en exceso el papel de las fuerzas armadas en el funcionamiento del estado se tiende a restringir su uso. Hasta el punto de excluir, como sucede en España, su utilización en toda circunstancia. Sin embargo la naturaleza de la actividad terrorista exige su utilización real o potencial. Bien en la fase de disuasión frente a un estado patrocinador del terrorismo, movimiento y despliegue de tropas en su frontera, por ejemplo; bien en la fase de ejecución de medidas antiterroristas, por ejemplo la persecución y captura de una célula terrorista por unidades de operaciones especiales, el uso de profesionales de la milicia es un imperativo. La restricción al uso de este tipo de fuerza en la lucha antiterrorista más evidente es el pequeño tamaño y a veces independencia del grupo criminal respecto al estado en el que se asienta y en el que hay que operar; o frente a los medios militares, diseñados para operaciones de gran envergadura. Pero la ocupación del espacio que sirve de base operativa a los terroristas, como ha sucedido en la campaña aliada en Afganistán, es un recurso que debe ser contemplado por necesidad. La afirmación recurrente de que el uso de la fuerza militar genera más inestabilidad e inseguridad de la preexistente constituye una forma de manipular la realidad, dado que normalmente se desconoce el grado de inseguridad que la no eliminación de esa base de apoyo logístico hubiera podido generar.

Conclusión

Para ser eficaz en la lucha antiterrorista es necesario establecer quién es el enemigo, cómo disuadirlo si es posible y cómo combatirlo si no hay más remedio. Reconocer el origen ideológico y no coyuntural de la actividad terrorista; establecer formas fácilmente aprensibles de disuasión y combinar todos los instrumentos del estado para ejecutar una política antiterrorista exige además sólidas convicciones que vertebren la capacidad de resistencia de la sociedad amenazada y alimenten los esfuerzos normalmente elevados que cualquier política antiterrorista exige. Sin una fuerte moral de resistencia y combate es difícil hacer frente a grupos pequeños, pero organizados; poseedores de radicales y fuertes convicciones que consideran superiores por naturaleza a aquellas propias de las sociedades atacadas. El estado está legitimado para utilizar todos sus recursos en la lucha antiterrorista, entre ellos, y en la medida de lo necesario, la fuerza militar. Cercenar el número de instrumentos a disposición de las sociedades afectadas por la actividad terrorista constituye una mutilación insostenible que, dado el carácter global de la política antiterrorista, puede mermar la eficacia de los demás instrumentos empleados. Una circunstancia que conviene evitar.