Una política inútil

La idea de que una persona pueda ser multada por ofrecer ayuda a un inmigrante ilegal es miserable. Pero suponer que esta medida va a contribuir de algún modo a frenar la inmigración irregular va más allá de la ingenuidad. En contra de los hechos y de sus principios, Europa insiste una y otra vez en las mismas políticas inútiles. Hemos manoseado los derechos de los extranjeros hasta crear lo que en la práctica supone una sociedad de ciudadanos de primera y segunda clase. Hemos castigado a los trabajadores y a sus familias con interminables y arbitrarios procesos burocráticos. Hemos dejado el control de nuestras fronteras en manos de países limítrofes que violan de forma abierta el derecho de asilo y refugio. Y, cuando éstos han fallado, hemos aceptado la reclusión de miles de personas decentes en centros de internamiento que sólo se distinguen de un presidio en el nombre.

Todo con un único propósito: sostener la ilusión de que éste es un fenómeno que podemos elegir; que podemos abrir y cerrar el flujo de inmigrantes de acuerdo con nuestros intereses políticos y económicos. Pero no es así. Nada de lo que ha ocurrido en los últimos 25 años sugiere que los países ricos tengan la capacidad de determinar quién cruza nuestras fronteras, cuánto tiempo permanece o en qué momento decide marcharse. En vez de enfrentar lo que constituye un colosal fracaso de las políticas públicas, los dirigentes de Europa y Estados Unidos se limitan a capear el temporal. Cuanto más tardemos en reconocer la necesidad de un modelo migratorio más flexible, que incorpore a los países de origen, más complicado será resolver los problemas que el modelo actual está generando.

Los primeros meses de la crisis económica nos han ofrecido valiosas lecciones en este ámbito. La restricción férrea del movimiento internacional de trabajadores fracasa durante los años de prosperidad porque impide a la economía absorber la mano de obra que necesita, y eso genera verdaderos imanes para la inmigración irregular. Pero fracasa también durante los años de recesión. A pesar de no encontrar trabajo, los inmigrantes indocumentados que han pasado por un infierno para llegar a nuestros países difícilmente se arriesgarán a dar marcha atrás, porque nadie les garantiza una nueva oportunidad en el futuro. Según los datos del Gobierno, sólo 4.000 trabajadores extranjeros se han acogido a las medidas de retorno, cuando el número previsto era de un millón.

Necesitamos soluciones más justas e imaginativas que adapten las políticas públicas a la realidad y no a la miopía electoral de uno u otro gobierno. Aunque una parte de los que llegan de fuera busca establecerse de forma permanente en nuestros países, la mayoría de los trabajadores extranjeros viene con la intención de ahorrar lo suficiente para retornar y comenzar una nueva vida. Es esa inmigración temporal la que ofrece hoy mayores posibilidades. La consideración de una migración circular flexible no sólo permitiría a los mercados laborales adaptarse con naturalidad a la situación económica, sino que abriría la puerta a la colaboración activa de los países de origen, imprescindible para garantizar una emigración segura y ejercer un verdadero control sobre el sistema.

El primer paso es abandonar el dirigismo soviético que ha caracterizado la política migratoria hasta este momento. El modelo de contratos en origen es equivalente a producir sólo el número de automóviles que tenga previamente asignado un comprador. En un sistema racional, los flujos de inmigrantes deberían ser establecidos de acuerdo a la evolución prevista de los mercados de trabajo, y ajustados según las circunstancias. Se ofrece al trabajador y a sus países de origen la oportunidad de una emigración segura durante varios años, y la posibilidad de repetir la experiencia en el futuro. Combinadas con políticas activas de desarrollo que potencien el uso de las remesas y el dinamismo económico de los retornados, estas medidas permitirían hacer de la emigración una herramienta eficaz de lucha contra la pobreza.

A cambio, los emigrantes y sus países de origen tendrían que aceptar algunas condiciones. Las más evidentes están relacionadas con el compromiso de retorno, el cumplimiento de las leyes y el control de la emigración irregular. Pero también habrá que considerar otras medidas más delicadas, orientadas a gestionar el impacto de los nuevos trabajadores en los sistemas de protección social. No es perfecto y exigirá ajustes, pero se trata de dar un primer paso en la dirección correcta.

Como recordaba hace pocos días 'The New York Times', el sufrimiento y la indefensión de millones de inmigrantes es posiblemente la mayor crisis de los derechos humanos a la que se enfrenta la nueva Administración estadounidense. No creo que se pueda decir nada menos del caso europeo. Hay que cuestionar abiertamente la idea de que la inmigración irregular es un crimen que desposee a los individuos de sus derechos más básicos. En un mundo marcado por diferencias obscenas de ingreso y desarrollo, nuestros empleos y nuestro bienestar no nos pertenecen, y la libre movilidad de los trabajadores constituye un derecho fundamental.

Gonzalo Fanjul, investigador de Intermón Oxfam, Kennedy School of Governmentt, Universidad de Harvard.