¿Una política transatlántica?

La situación política actual en Estados Unidos está tan polarizada que los esfuerzos para lograr un consenso nacional, ya sea en la legislación o en el lenguaje, parecen quijotescos. Muchos ciudadanos se defienden contra lo que consideran intromisiones utilizando la palabra política como término despectivo. Piensan que gran parte de lo que ven y oyen es irrelevante para la marcha general de la sociedad y su propio destino dentro de ella. Los debates de los candidatos presidenciales republicanos permiten pensar que tal vez tienen razón. El propio presidente ha abandonado su imagen anterior de alguien que resolvía problemas y estaba por encima de las disputas, si bien su nuevo entusiasmo por dar al Gobierno una función económica positiva y por el Estado de bienestar está muy contenido. Aun así, le critican duramente por intentar europeizar Estados Unidos e importar su socialismo. Al decir socialismo, sus adversarios se refieren muchas veces a los mínimos requisitos de cohesión y decencia que exige cualquier Estado moderno: servicios educativos, sanidad, atención a los jubilados, cierta regulación de la economía, un sentido de que debe buscarse el bien común en la esfera pública. Su ignorancia del pasado y el presente de Europa es total. Tanto católicos como protestantes desprecian la democracia cristiana y su tradición de solidaridad social. Es curioso que el socialismo europeo, que en Europa está luchando para recuperar su importancia, florezca de tal modo en la imaginación de sus enemigos estadounidenses.

Pero los republicanos, sin quererlo, han dado con algo. Ha habido un movimiento transatlántico en favor de la socialdemocracia. Se remonta al siglo XIX, a la Guerra de Secesión, que se libró por la libertad de los esclavos trabajadores. El ascenso del capitalismo en Estados Unidos a finales del XIX y principios del XX llevó a decenas de millones de europeos a Norteamérica, muchos de ellos cargados de ideas y sensibilidades socialistas. La codicia sin fin y la capacidad de destrucción social del capitalismo estadounidense contemporáneo podrían provocar un renacimiento del equivalente americano al socialismo europeo, el progresismo estadounidense en la tradición del New Deal. Eso es lo que muchos de los que ahora se sienten decepcionados esperaban de Obama, hasta que empezó a ignorar a los sindicatos y los intelectuales críticos, los alcaldes de las grandes ciudades y los gobernadores de los Estados industriales, para rodearse de tecnócratas formados en el servicio al capital. Está por ver hasta qué punto el presidente, movido por necesidades electorales, recuperará el legado social de los demócratas. Tampoco está claro, si gana una elección que va a estar muy igualada, qué hará con su victoria.

Los socialistas europeos podrían tomar en serio a los republicanos en un aspecto. Si el socialismo occidental revive, será internacional. Los republicanos tienen razón al intuir, aunque sea vagamente, que una Europa integrada socialmente es una amenaza para ellos. En el apogeo de la prosperidad y el compromiso de clases de posguerra, entre 1945 y 1975, Europa occidental trabajaba con un Estados Unidos en el que dominaban la política de Franklin Roosevelt y las ideas de Keynes. La salida de capital estadounidense al extranjero abre la posibilidad de que surjan nuevas formas de cooperación entre el sector público y el privado en nuestro país. El debate actual, aparentemente técnico, sobre un nuevo régimen regulador es quizá la primera batalla de una guerra nueva y mal articulada para dar a luz un nuevo modelo social norteamericano. El hecho de que el presidente Obama haya aplazado su decisión sobre la construcción del oleoducto Keystone desde Canadá es prueba de la insistente presencia del movimiento ecologista. Y esa también es una vía hacia un futuro diferente, con más conciencia social, para Estados Unidos.

Mientras tanto, los partidarios de la reforma social en Estados Unidos y los socialistas europeos se enfrentan a la ideología de mercado de las últimas décadas armados con el argumento de que, cuanto más empeño haya en seguir adelante, más desastrosas serán las consecuencias. Una posibilidad es trasladar el debate a un terreno nuevo. En lugar de la conocida oposición entre mercado y Estado, los estadounidenses y los europeos podrían centrarse en proyectos locales y regionales. Eso podría reanimar las alianzas interclasistas que a los partidos socialistas europeos tanto les ha costado llevar a cabo, movilizando a los ciudadanos en programas de desarrollo económico y social. En Estados Unidos, derivaría en un federalismo socialmente constructivo. En Europa, podría otorgar nuevas dimensiones a la Unión Europea.

Existe una objeción frecuente: el movimiento de capitales que salen de Estados Unidos y Europa pone a ambas sociedades a la defensiva en el terreno económico, y eso deja escasos recursos y poca energía para experimentos sociales. Es cierto que el desarrollo económico de Asia y Latinoamérica (y pronto de África y Oriente Próximo) proporciona cientos de millones de trabajadores nuevos y más baratos. Las tribulaciones de las economías de Europa y Estados Unidos hacen que sea necesario recurrir a una planificación social y económica a largo plazo. Sus avances científicos y tecnológicos han beneficiado a ciertos fragmentos de sus poblaciones, mientras que el resto ha vivido de la redistribución de esos beneficios. Los grandes proyectos de mejora educativa tienen sentido desde el punto de vista económico y contribuyen a la integración social. El desempleo no siempre produce protestas como las de los indignados y el movimiento Occupy Wall Street. A veces puede derivar en xenofobia, tanto en Europa como, en una variedad muy violenta, en Estados Unidos, y lo hace independientemente de las generaciones.

La idea de que el socialismo puede sobrevivir como un ideal de ciudadanía compartida sin un nuevo enfrentamiento con el capitalismo es falsa: la arrogancia y la estupidez de las agencias de calificación son una agresión no solo contra el Estado de bienestar sino contra la propia democracia. Y eso forma parte de un problema más amplio. El Partido Demócrata y los partidos socialistas europeos prometen formas cada vez más especiales de representación de intereses. No han sabido, por más que hagan proclamaciones retóricas y ceremoniales, desarrollar una nueva concepción del bien público en una época de enorme diferenciación social y económica. Una nueva generación de líderes tendrá que redefinir la esfera pública.

Marx dijo irónicamente que Rousseau pretendía pasar del sujeto humano al ciudadano, cuando el problema consistía en crear las condiciones para una nueva humanidad. En nuestro caso, una nueva idea de ciudadanía ya sería revolución suficiente. Una nueva Déclaration des droits de l'Homme et du Citoyen exigiría la eliminación de la riqueza como patente de nobleza. Sería el principio de la lucha por la auténtica igualdad política. Los griegos, reducidos casi a la nada en su existencia cívica y material, son los nuevos ilotas, los nuevos esclavos. La lucha por los derechos en Europa es la expresión de una crisis europea tan profunda como la desmoralización y la despolitización de gran parte de la vida en Estados Unidos. Por desgracia, las vulgaridades provincianas de los republicanos tienen ciertas connotaciones universales. El senador Kennedy dijo en una ocasión que, si los europeos pudieran votar en Estados Unidos, él habría sido presidente. El hecho de que los republicanos denigren a Europa y expresen su miedo a la empresa pública y a la igualdad económica y social debería servir para que los europeos recuerden los mejores aspectos de sí mismos.

Por Norman Birnbaum, catedrático emérito de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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