Una postal de otoño

Ha sido volver del verano y encontrarnos la política nacional convertida en una postal de otoño. Como si fuera un paisaje frío y triste de hojas cayendo. Aun así, todavía hay quien se atreve al pronóstico de un otoño caliente, de una nueva campaña electoral que aumentará la intensidad y la temperatura política de España.

Es tan difícil creerlo como encontrar a una sola persona emocionada ante este desastre. Es tan difícil como dar con alguien que crea estar a las puertas de nuevos duelos dialécticos que nos hablarán otra vez de grandes proyectos de país en disputa.

Todo da más bien la sensación de que estamos entrando en un otoño helado. Un otoño en el que, por mucha táctica que desplieguen algunos y por muchos mítines que den, el enfriamiento por desconfianza y aburrimiento está más que garantizado en la gran mayoría de la sociedad española. Debe decirse claramente: una repetición electoral —la segunda en cuatro años— es la consagración de un inmenso fracaso que la sociedad española no merece. El riesgo de este paso es elevadísimo. Sus consecuencias, difícilmente previsibles. Las señales que deja sobre el estado de salud de la política nacional, realmente inquietantes.

Una postal de otoñoEn primer lugar, nos confirma que estamos ante la consolidación de una sospecha que nos acompaña en voz baja desde las elecciones autonómicas y municipales de 2015: el comportamiento de la política nacional se ha bifurcado ya por completo del que nos ofrece la política autonómica y municipal. En estas últimas es donde se soporta el peso del funcionamiento normalizado de nuestra democracia. Conviene no olvidarlo y no restarle importancia, porque mientras que en el Congreso de los Diputados hace tiempo que no pasa nada destacable, excepto un fracaso tras otro, en las instituciones autonómicas y municipales se alcanzan pactos —plurales y diversos, de todo tipo y condición—, se estabilizan las legislaturas, se aprueban leyes, se aplican políticas de proximidad, se ejecutan presupuestos en el año en curso y se transforma la realidad dentro de cada marco de competencias con arreglo al establecimiento de mayorías. La democracia española, en esos niveles, funciona de forma normal. Y, en la práctica totalidad de los territorios, lo hace bien. En algunos casos, de forma ejemplar. Tanto es así que el funcionamiento de nuestro país se debe hoy, además de a la Administración, a nuestra estructura autonómica y municipal, conducida bien por sus responsables.

No podemos pasar por alto que nuestro país está altamente descentralizado. Y que el nivel competencial que reside en las comunidades autónomas hace que estas sean determinantes en el funcionamiento del Estado, de los servicios públicos y de nuestro modelo de bienestar social. La respuesta de plena normalización institucional que se ha dado, en estos niveles, ante este ciclo multipartidista ha sido excepcional. Conviene no olvidarlo.

En consecuencia, urge, por tanto, establecer algún matiz a la extendida crítica de que España no ha sabido acostumbrar su funcionamiento político al nuevo multipartidismo. Sencillamente porque no es cierto. El problema está exclusivamente circunscrito al ámbito nacional. Es este el que sufre, desde las elecciones generales de diciembre de 2015, un encadenamiento de anomalías de funcionamiento que amenaza con hacer estructural una disfuncionalidad completa. Llevamos ya cuatro procesos electorales en cuatro años que se han mostrado completamente inoperativos y estériles.

En el último CIS, dos son las respuestas que da mayoritariamente la sociedad española cuando se le pregunta por la política nacional: desconfianza y aburrimiento. A nadie debería extrañar. Es muy difícil encontrar a alguien que vote para que las legislaturas no empiecen y para que las elecciones se repitan. Es casi imposible dar con un solo ciudadano que acuda a las urnas para que el Parlamento se muestre incapaz de aprobar ninguna ley o para que se abandonen los procesos legislativos ordenados y normalizados. Sería raro que alguien votara para apoyar el anuncio de políticas que nunca se aplican, sino que se sustituyen por nuevos anuncios que tampoco se aplican.

De la misma manera, sería exótico encontrar a alguien que votara para que los Presupuestos Generales del Estado se prorroguen una y otra vez o para que la política abandone su naturaleza transformadora y se convierta en una actividad de ficción, exclusivamente orientada a una escenificación mediática que a nada conduce.

Con el voto, la ciudadanía apuesta por aquello en lo que cree o, por el contrario, lo hace para evitar aquello que considera más contradictorio con su manera de entender el mundo. Seguramente, este tipo de voto operó de manera extraordinaria en las últimas elecciones generales. Con todo, trata de responder siempre a las preguntas de qué tipo de leyes para qué tipo de convivencia y qué orientación de los recursos para qué escala de prioridades. Introduce una papeleta en una urna para apoyar un modelo de sociedad en el nivel institucional que corresponda. No un naufragio institucional como este.

Resulta curioso que algunos hayan olvidado algo tan básico como que no tienen derecho a decirle a la sociedad española que ha vuelto a votar mal, que vayan a obviar la contundencia con la que lo hizo en las últimas elecciones generales y vayan a despreciar la nitidez del mensaje de los índices de participación que alcanzó.

Por todo ello, no surtirán efecto alguno los giros de guion que, de aquí en adelante, quieran inventar algunos. La trama de ficción que algunos nos ofrecen se desarrolla ya a una enorme distancia de la realidad y a años luz del estado de ánimo de amplísimos sectores de la sociedad española. El pesimismo ante la política nacional alcanza ya el 80%, 11 puntos más que en septiembre de 2018.

Es difícil de creer que esté sucediendo este desastre institucional. Y casi imposible encontrar su razón última. Quizá sea que hay quien considera que lejos de estar los partidos al servicio de las instituciones y de las estrategias de país, es este país y sus instituciones los que están al servicio de las estrategias de partido. Si fuera así, es un mal camino.

El bien mayor a proteger en toda Europa es, quizá hoy más que ayer, nuestro sistema democrático. Y este destrozo institucional refuerza los argumentos originarios de la placenta en la que han nacido las fuerzas populistas y neofascistas que recorren Europa en su combate contra las democracias y en su búsqueda de un nuevo orden sin reglas; los políticos no te escuchan, las instituciones no merecen respeto alguno, el sistema democrático no funciona.

Estamos ante un inmenso fracaso. Y ante un gravísimo riesgo. Convendría que los ideólogos de todo esto al menos se interesaran por el significado de lo que están haciendo.

Eduardo Madina es director de Kreab Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora Kreab en su división en España.

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