Una pregunta incómoda

Existe una pregunta fundamental que cada día adquiere mayor relevancia: ¿cómo reformar el sistema político cuando los únicos que tienen capacidad para hacerlo carecen del menor interés en ello? La modificación de la legislación electoral, la necesidad de una mayor democracia interna en los partidos, la independencia del poder judicial, la transparencia como instrumento de control de los poderes públicos, incluso la refundación de nuestro sistema de organización territorial, son cuestiones importantes cuya imperiosa necesidad de reforma reúne hoy un elevado consenso social, pero que están completamente alejadas de las preocupaciones de los órganos de dirección de nuestros principales partidos. La razón es obvia y no necesita especial explicación: planteando estos temas tienen mucho más que perder que ganar, pues cualquier modificación del statu quo corre el riesgo de llevar consigo una sustancial pérdida de poder para el partido.

La respuesta más evidente -apoyar a un partido político que defienda ese ideario- resulta en la práctica muy complicada. Precisamente, el actual sistema electoral no facilita que iniciativas de este tipo puedan adquirir el suficiente peso como para forzar a los dos grandes partidos a negociar. Es cierto que la falta de apoyo electoral a los minoritarios puede ser utilizada por los hoy preponderantes como justificación de su postura inmovilista, pero con nula razón. Más bien al contrario, el actual régimen electoral fuerza al votante a seguir estrategias próximas al dilema del prisionero: si éste supiese que una importante mayoría de electores va a votar al nuevo partido hasta hacerlo decisivo en esos temas probablemente lo apoyaría, pero como sospecha que no va a ser así, maximiza sus opciones en la búsqueda del mal menor. Esta estrategia, en consecuencia, no implica que para los votantes esas cuestiones sean poco importantes, sino que priorizan otras más urgentes, como el castigo a una mala gestión o la defensa numantina frente al adversario secular.

Si no es posible retar a los partidos en su propio campo de juego todo resulta un poco más difícil. Es cierto que hoy contamos con una gran cantidad de foros e iniciativas de todo tipo integradas por personas de gran categoría profesional e intelectual que, desde la sociedad civil, buscan plantear en voz alta esos problemas y articular soluciones razonadas. Su labor es enormemente meritoria. Pero su capacidad de influencia directa en el seno de los aparatos de los partidos es limitada.

Si no es posible retarlos como iguales ni convencerlos, queda la presión de la calle. El fenómeno 15-M ha constituido el primer paso de esta estrategia y sería ingenuo pensar que se va a quedar ahí. Si uno reflexiona sobre sus propuestas más difundidas, comprobará su coincidencia con las ideas de esos nuevos partidos y foros: reforma de la ley electoral, democracia interna en los partidos, verdadera separación de poderes…, aunque es cierto que acompañadas de cierta retórica e ingenuidad en las soluciones. Pero al margen del peligro que implica siempre para cualquier democracia un movimiento asambleario, esta iniciativa tiene también claros límites, especialmente si cede a la tentación de la radicalización para que su presión sea más efectiva, pues la reacción de la mayoría del electorado tenderá a ser conservadora y a refugiarse en partidos tradicionales, como ocurrió en la Francia del 68.

Podría parecer entonces que el diagnóstico no puede dejar de ser pesimista. Quizá no tanto. Es verdad que ninguna de estas estrategias es capaz de solucionar el tema por sí sola, pero juntas pueden crear un estado de opinión que fuerce a los partidos mayoritarios a variar su rumbo. La única esperanza descansa en conseguir que el deber de los políticos coincida con sus intereses. Sólo cuando consideren que afrontar la reforma de esos temas les puede suponer un rédito electoral decisivo la considerarán seriamente. Para ello, en consecuencia, es preciso que cada una de esas tres estrategias examinadas mantenga, incremente o modere, según los casos, su nivel de actuación. El movimiento 15-M ha hecho mucho por difundir en la ciudadanía estos problemas de nuestro sistema político hasta un punto inimaginable para las otras iniciativas. Si no cede a la tentación de la demagogia fácil y de la violencia y mantiene el espíritu cívico y reivindicativo que le caracterizó en su origen, todavía podría cumplir un papel importante en beneficio de nuestro sistema democrático.

Rodrigo Tena, notario.

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