Una proposición de ley inaplicable

La iniciativa del Grupo Parlamentario Popular para reformar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional es una decisión política grave y bastante disparatada. Si se declarara la independencia y hubiera una actuación subsiguiente del Gobierno catalán, la respuesta ha de ser política y para eso está el artículo 155 de la Constitución que prevé que el Gobierno, con autorización del Senado, adopte las medidas necesarias para que una comunidad autónoma cumpla sus obligaciones constitucionales. Este artículo es un buen precepto porque sitúa el conflicto en el ámbito que le corresponde: debe ser el Gobierno, con autorización del Senado, el que afronte una declaración de independencia. Acudir al Constitucional, siendo jurídicamente necesario —porque no se puede consentir que tenga vigencia formal una decisión jurídica que rompe el Estado democrático—, es secundario, porque lo que importa son las decisiones políticas que se adopten (suspender ciertas competencias autonómicas si se utilizan como palanca independentista, etcétera). Pero son medidas políticas que corresponden al Gobierno de la nación con apoyo parlamentario de una parte de la oposición.

Por eso es rechazable la iniciativa, porque exonera de responsabilidad al Gobierno y la desplaza al Constitucional. Aunque la acción del Tribunal tiene efectos políticos, se mueve en el campo de lo jurídico, sin margen para la discrecionalidad. Hay instrumentos suficientes para hacer cumplir las decisiones del Tribunal y existe el delito de desobediencia, pero es imposible que un órgano de justicia constitucional pueda actuar con eficacia ante la rebelión de un Gobierno y de un Parlamento autonómicos. El Constitucional no tiene posibilidad de atajar la rebelión y sólo el Gobierno de la nación, con apoyo y debate parlamentarios, puede actuar. Imponer multas es tan ineficaz como si el Gobierno de Kerenski hubiera multado a los dirigentes bolcheviques por tomar el Palacio de Invierno.

Una medida tan extraordinaria como suspender en sus funciones a las autoridades o empleados públicos es impropia del Constitucional. En sentido político, porque parece cobarde encargarle una medida tan excepcional: si alguien tiene que suspender en sus funciones al presidente Mas ha de ser el Gobierno del presidente Rajoy con apoyo de las dos Cámaras del Parlamento, porque es el órgano que dirige la política interior. Adopte quien adopte la decisión, estamos en cierto modo ante medidas cautelares, porque si fueran permanentes serían penas que sólo pueden imponer los tribunales (con recurso de amparo ante el Constitucional). En cambio, el Gobierno tiene un margen de discrecionalidad, revisable judicialmente.

En sentido jurídico, encargar al Constitucional que suspenda en sus funciones a Mas es un dislate. Ante todo, porque el Tribunal no lo suspendería a causa de la declaración de independencia, sino por incumplir una decisión del propio Tribunal. Eso es como condenar a Al Capone sólo por delitos fiscales. En segundo lugar, es dudoso que el Constitucional tenga competencia para suspender a un presidente autonómico en lo que en realidad no es más que una especie de incidente de ejecución de sentencia. Suspender al representante ordinario del Estado en una comunidad autónoma sólo se puede deber a motivos sustantivos, para impedir que su Gobierno incumpla sus deberes constitucionales, pero no por incumplir una resolución del Tribunal por importante que sea. Se trata de una cuestión de proporción entre el ilícito cometido y la sanción a imponer. Conviene repetirlo: la proposición popular no contempla que se suspenda al presidente Mas por impulsar el proceso de independencia sino por incumplir una decisión del Constitucional.

Este argumento nos lleva a lo que en la proposición popular es un callejón sin salida, porque Mas sería el último en ser sancionado. Si el Parlamento de Cataluña declara la independencia y, tras la correspondiente impugnación, el Tribunal la declara inconstitucional, pero el Parlamento no la rectifica, no está claro a quien se debe sancionar; parece complicado suspender a todo un Parlamento y será más difícil suspender a titulares de órganos del Gobierno catalán, que actuará por vías de hecho con escasa o nula formalización.

El Gobierno, a fin de arrebatar votos a Ciudadanos y aislar al PSOE, ha preferido la vía estéril de una falsa coerción antes que una negociación con la oposición para prever discretamente las medidas que, de ser necesarias (lo que hoy no sabemos), habrían de ejecutarse, con debate público, vía artículo 155 de la Constitución.

Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid

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