Una radicalización perversa

Una gran parte de nuestra ciudadanía -tengo para mí que es una mayoría clara- deplora profundamente lo que está sucediendo en la vida política española. No puede expresar con claridad y con fuerza ese sentimiento porque, de un lado, la estructura de la sociedad civil es todavía pobre y de otro por el comportamiento sectario de los medios de comunicación. Pero que nadie piense que lo que reflejan esos medios define la auténtica realidad del país. Sería un grave error.

La dialéctica cada vez más agresiva y vociferante del PP y del PSOE, además de molesta y aburrida, es injustificable y realmente peligrosa. La polarización está creciendo y desarrollándose de forma incontrolada desplazando a ambos partidos a sus ideologías y actitudes clásicas y extremas, eliminando o silenciando a los moderados, simplificando de forma grosera y aún ridícula sus mensajes, reviviendo ensueños y fantasmas históricos, sembrando y recogiendo odios de una intensidad desconocida y aplicando la doble moral de forma automática sin el menor pudor, con una dolorosa desfachatez. Por su parte, los medios de comunicación participan en estas pendencias y desencuentros con mucha más pasión y sectarismo que los propios partidos combatientes. Se deleitan, se regodean en ello. Arriman el ascua a todas las sardinas propias o ajenas y desvelan sin cesar -como si se tratara de programas de corazón- nuevas causas o razones para el divorcio y el enfrentamiento.

La pasión por la verdad, por lo justo y por lo objetivo, lisa y llanamente, se ha esfumado. A nadie le interesa ya la información real, la información a secas, sino los análisis más envenenados, más ofensivos, más descalificadores, y con preferencia especial, los más groseros. Es ahí donde combaten plumas y mentes que hasta hace poco tiempo parecían llamadas a tareas más nobles, incluyendo la de la defensa de la libertad de expresión que ha desaparecido de la escena. Lo que agrava esta situación es que ni los medios de comunicación, ni los partidos políticos toleran la más mínima neutralidad ante el conflicto. No aceptan, en ningún caso, las críticas constructivas por constructivas que sean y aún menos la moderación o ponderación en el juicio. La opción es muy simple: o se está con ellos del todo dándoles la razón absoluta o se está contra ellos y se pagan -como ya saben algunos- las consecuencias.

Aunque lo parezca, la descripción anterior no es una parodia. Es de hecho una descripción muy suavizada de una realidad que, en opinión de los propios políticos, no sólo no mejorará sino que puede ir empeorando hasta que tengan lugar, por de pronto, las próximas elecciones municipales y autonómicas y, luego, las generales. La sociedad civil tiene que evitar que se cumpla este pronóstico sencillamente desolador. Vamos a tener que insistir seriamente en las siguientes ideas:

- La radicalización artificial y sistemática como táctica o estrategia para alcanzar o defender el poder es una práctica inmoral y ofende a la ética política. No es, en ningún caso, un derecho democrático.
- La radicalización no es un ejercicio sin consecuencias. No es algo gratuito. Daña la imagen positiva del país y genera altos costes económicos, tanto visibles como invisibles, como consecuencia de la creación de climas de riesgo o inseguridad.
- La radicalización carece de toda justificación y contrasta brutalmente con el buen comportamiento de otros estamentos en el mundo profesional y cultural donde se sigue operando con criterios llenos de sensatez. El caso más singular es, sin duda, el del diálogo social en donde los sindicatos y las organizaciones empresariales están dando un esplendoroso ejemplo de convivencia civilizada y eficaz siendo, como son, esencialmente plataformas reivindicativas y defensivas de intereses.
- La radicalización política impulsa y fomenta la radicalización de otros estamentos y tiene una especial incidencia en un estamento como el judicial, lo cual genera una profunda inquietud en la opinión pública.
- El derecho a discrepar radicalmente no es un derecho absoluto. Hay temas en los que, al estar afectado el interés colectivo de una forma directa, clara, intensa y dramática, ese derecho a discrepar desaparece en su integridad. Hay varios temas en los que se aplica este principio, pero en estos momentos hay que destacar el de la lucha antiterrorista: en este caso, el derecho a discrepar se transforma en una obligación de consensuar que no admite excusa alguna. El PP y el PSOE y los demás partidos políticos tienen que sentarse ya - mañana sería demasiado tarde- a negociar una salida a la situación actual, incluyendo entre los acuerdos el relativo a la despolitización y a la unificación de las organizaciones de apoyo a las víctimas del terrorismo, que se han radicalizado aún más que los propios partidos políticos, con todo lo cual se está logrando que en estas aguas revueltas acaben ganando sólo los terroristas y se perjudique sólo a las víctimas. Es un fracaso verdaderamente perfecto.

España se ha enriquecido mucho en los últimos años y lo ha hecho en todos los sentidos. Se ha enriquecido, sin duda, económicamente, pero también en cuanto a valores democráticos y en cuanto desarrollo sociológico, todo lo cual ha aumentado a su vez la capacidad para la objetivación y la crítica. Esas gentes lo que detectan ahora es un riesgo cierto de que todas las riquezas y capacidades que se han venido acumulando puedan ponerse en cuestión y en peligro por la irresponsabilidad de unos pocos. Y no lo van a aceptar. No podemos seguir así. No podemos levantarnos todas las mañanas con la misma cantinela cansina. Necesitamos ver y sentir un poco de racionalidad y de sensatez y, aunque sea soñar, un poco de idealismo, un poco de grandeza.

En todas las encuestas que se vienen publicando se confirma la baja credibilidad de la clase política (siempre es la última de todas las instituciones) y el desinterés creciente por su función, un desinterés que afecta especialmente al mundo joven. Nuestros políticos no dan importancia alguna a esas valoraciones e incluso las menosprecian y ridiculizan. Pero hacen mal. En algún momento tendrán que sentarse a pensar cómo defender y justificar su propia existencia en esta sociedad. Tienen que apresurarse, por de pronto, a eliminar el riesgo de que la sociedad les vaya colocando poco a poco, de una forma insensible, en un «ghetto» (así lo hace con frecuencia la italiana) para aislarles de la vida normal y evitar sus efectos nocivos. No es una amenaza. Es sólo una advertencia.

Antonio Garrigues Walker, jurista.