¿Una raza de vampiros?

Las encendidas proclamas en favor de la moralidad pública no le convierten a uno en un defensor del pueblo, a lo sumo le convierten en exhibidor de bondad retórica. No es vomitando bilis sobre los pícaros pillados in fraganti como se defiende la sobriedad pública. Haciendo astillas del árbol caído, uniéndose al coro de las hienas para reclamar el linchamiento de un apestado a lo máximo que uno puede aspirar es a convertirse en adulador de las masas indignadas. Indiferentes al hecho de que las jaurías son otra forma de poder, muchos colegas periodistas describen nuestra vida pública como un enorme basurero. Una grandiosa pocilga en la que berrean, ávidos y pringosos, centenares de políticos malvados, mientras el pueblo, el buen pueblo, cornudo y apaleado, sufre en silencio la crisis esquilmado por esta raza de vampiros.

Que el pueblo está siendo esquilmado es una obviedad. Pero las virtudes del pueblo no se cultivan demonizando retóricamente a los pícaros atrapados con las manos en la masa. El nuevo circo romano en el que los pícaros son descuartizados retóricamente, teatraliza el deseo popular de venganza y permite desbravar el resentimiento social que la crisis azuza y exaspera. Pero la moral que impera en este coliseo no construye nada bueno, no cambia la realidad. Ni afecta a los mecanismos generadores de corrupción, ni permite analizar cuál es el fondo cultural que explica la constante repetición de las corruptelas (pues este fondo nos abraza a todos, aunque no a todos convierte, por supuesto, en responsables de abusos y desafueros).

No, no es necesario compartir el discurso nietzscheano de la moral del esclavo para reconocer que la maldad del vampiro no convierte al pueblo en virtuoso. Al contrario: en muchos de los comentarios sobre la corrupción que escuchamos en radios o en bares (tienden a confundirse) es fácilmente distinguible el discurso del resentimiento.

El resentimiento es una gasolina formidable, con una enorme capacidad de movilizar sentimientos colectivos. Y por lo tanto, una de las peores gasolinas políticas: la más peligrosa. De la mano del resentimiento, no se combate la corrupción: se combate al chorizo público que ha tenido la debilidad de fracasar. El resentimiento no busca la verdad. Busca aporrear a quien tuvo acceso a unos privilegios de los que el pueblo carece (pero que quizás desearía). El diario o el periodista que se regodea en el relato de la corrupción no defiende la limpieza democrática, sino la descomprensión (provisional) del malestar acumulado en la sociedad en estos años de crisis, paro, recortes y sufrimiento. La moral social del resentimiento no propugna la mejora de las estructuras políticas y administrativas, sino el lamento moralizante (que, de paso, embellece al medio que lo publica). No es la mejora de la gestión de los intereses colectivos lo que propugna este relato de la corrupción, sino la demonización de grupos o gremios odiados. En efecto: un corrupto famoso sirve, fundamentalmente, para ejemplificar la maldad colectiva de “los otros”: sean estos socialistas, populares, catalanes, judíos o valencianos.

Guillotinar diariamente de manera simbólica en los periódicos, webs y tertulias a unos cuantos corruptos sirve para todo menos para liberar. Sirve para que los desesperanzados se consuelen con la idea de que a todo puerco gordo le llega su San Martín. También ellos, los privilegiados, probarán el amargo sabor del fracaso.

La corrupción tiene dos raíces culturales. El desprecio de lo público, que es histórico (y que el caprichismo individualista de los últimos tiempos ha renovado). Y el amiguismo: familia, grupo, influencias, enchufes, entorno. Partiendo de estas raíces, ha fraguado con naturalidad esta idea: un partido es un feudo. Todas las instituciones lo son. Al frente del feudo está el señor, rodeado de todo tipo de fieles: militantes, funcionarios a dedo, asesores, propagandistas. La función de los siervos es defender al señor a capa y espada, pues él les compensará con canonjías y prebendas. También puede castigarles quitándoles arbitrariamente el puesto. Así funciona el país, así se depredan sus estructuras públicas (y, generalmente, también las privadas): sean políticas, judiciales, económicas o culturales. La idea de fondo es muy simple: la democracia es sólo para mí y los míos.

Entre los casos de corrupción de la semana pasada destaca el de Carlos Mulas, que siendo director de Ideas, la fábrica ideológica del PSOE, se encargaba artículos a sí mismo (o a su mujer), pagándolos a precio de oro. Para disimular la corrupción, Mulas (o su mujer) se inventó una personalidad falsa: Amy Martin. Dejemos a un lado la incompetencia del consejo de la Fundación Ideas (tenían que haberse preguntado: “¿Por qué pagamos un pastón a un nombre desconocido?”). Dejémosla de lado: sabemos que la incompetencia está estrechamente vinculada a la corrupción, pues en el feudo la capacidad o el mérito no valen nada. Sólo el vasallaje vale.

Dejemos a un lado, asimismo, la voracidad de Mulas, profesor y consultor internacional, que no robaba a sus amigos por necesidad. Y veamos el aspecto grotesco (y paradójicamente iluminador) del caso: en el currículo de Mulas descubrimos que publicó un libro sobre los males económicos y sociales de la corrupción. El predicador resultó ser un pícaro. Mulas no es excepción, sino norma. Corrupto e hipócrita son sinónimos.

Antoni Puigverd

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