Una razonable aversión a matar

En las últimas semanas, la protección jurídica de la vida humana, en sus estados inicial y terminal, ha sido protagonista frecuente de las noticias. En Estados Unidos, por la sentencia del Tribunal Supremo (Dobbs) que rectifica la incomprensible apropiación judicial de competencias legislativas en materia de aborto que el propio tribunal había efectuado en 1973 (Roe vs. Wade). Y en España, por la reforma prevista de la ley de salud reproductiva de 2010, y porque se ha cumplido ya un año desde que entró en vigor la ley de eutanasia. Esta ley ha sido una de las que más rechazo social ha causado de entre las aprobadas por un gobierno inclinado a poner en marcha iniciativas legislativas controvertidas en materias de alta sensibilidad ética, adoptándolas de manera unilateral, e ignorando deliberadamente todas aquellas opiniones que pudieran servir para contrastarlas o simplemente para matizarlas.

Teniendo en cuenta el clamor de las profesiones sanitarias que en su día se expresaron contra la ley, sorprende que el Gobierno ni siquiera consultara al Comité Nacional de Bioética, un comité de expertos en principio llamado a asesorar al Ejecutivo en estas cuestiones. De hecho, los dos informes que preparó ese órgano -uno sobre la eutanasia y suicidio asistido en sí, y otro sobre la objeción de conciencia- lo fueron a iniciativa propia, y con un contenido muy crítico hacia el texto legal. Con orientación parecida se ha publicado ahora otro informe sobre objeción de conciencia, elaborado por un grupo de expertos de Lirce (Instituto para el Análisis de la Libertad y la Identidad Religiosa, Cultural y Ética) por encargo del Proyecto 'Consciencia, Espiritualidad y Libertad Religiosa'. Es imposible resumir aquí su contenido, pero vale la pena subrayar algunas de sus ideas y de sus conclusiones.

El punto de partida es evidente, aunque a veces se olvide: en esta materia los principales problemas no los causan los objetores sino el hecho de que la ley crea un derecho a morir siendo asistido por las instituciones públicas de salud. Esto genera obligaciones correlativas por parte de quienes trabajan para los servicios de salud. Si hace un año era un crimen procurar la muerte de una persona que lo pedía, hoy se trata de una obligación jurídica derivada del derecho que la ley concede a quienes sufren «una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante».

Muchos profesionales poseen escrúpulos morales fácilmente comprensibles para cumplir con esas nuevas obligaciones, y no necesariamente por motivos religiosos. Para la mayoría de los profesionales sanitarios, la noción de medicina está intrínsecamente vinculada a la protección de la vida, y en ningún caso puede justificar que se cause activa e intencionadamente la muerte de una persona, ni siquiera por motivos de compasión. Además, la experiencia de otros países muestra cómo el elemento compasivo de la muerte tiende a difuminarse en relación con factores económicos y presiones familiares.

La ley española reconoce la objeción de conciencia a la eutanasia. La pena es que lo haga de manera no del todo satisfactoria, tal vez por una actitud de desconfianza del legislador. Parece que, en lugar de intentar hacer compatible la libertad de conciencia con el nuevo derecho a morir, la ley se empeña en que los objetores no molesten demasiado. De ahí que el informe de Lirce recuerde dos cosas importantes. Primero, que la objeción de conciencia es manifestación de un derecho fundamental, protegido por la Constitución y por el derecho internacional: la libertad de conciencia, que implica -con limitaciones- el derecho de cada persona a vivir la propia vida de acuerdo con los valores éticos que entiende necesarios, tengan o no origen religioso. Y segundo, que esos valores éticos definen el sentido de la vida para muchas personas, y constituyen un elemento integrante de la propia identidad: no son algo postizo, sino parte importante de lo que nos hace ser quienes somos.

La objeción de conciencia no puede contemplarse como un cuerpo extraño en el buen funcionamiento del orden jurídico. Como indica el jurista italiano Rinaldo Bertolino, es esencial adoptar «un reconocimiento fisiológico, no traumático, de la objeción de conciencia», sobre todo en un Estado de derecho que se concibe como un Estado de derechos. Los objetores no son una 'anomalía social' ni buscan un trato privilegiado. Son personas que ejercen un derecho fundamental y cuyos valores difieren de la moral mayoritaria que se ha materializado en ley. Pensar que quienes se encuentran en una posición moral minoritaria son 'anormales' indicaría un prejuicio incompatible con la razón de ser de las libertades fundamentales. La identidad ética ha de tratarse con la misma actitud que tenemos respecto de otras características que definen el modo de ser de las personas, como la orientación sexual, el origen étnico, o las deficiencias físicas. Es decir, asumimos que es importante organizar la sociedad, y el orden jurídico, de manera que esos rasgos identitarios sean tenidos en cuenta, evitando que nadie sea excluido, discriminado, o tratado como ciudadano de segunda clase.

El 'Manual de buenas prácticas en eutanasia' del Ministerio de Sanidad subraya que ha de garantizarse la libertad de elección de los profesionales objetores, sin que puedan ser objeto de discriminación alguna. Pero el hecho es que la ley de eutanasia -como el propio manual- introduce algunas limitaciones poco razonables al derecho de objeción. Entre las más importantes, la creación de registros de objetores de conciencia en cada comunidad autónoma. Los registros de objetores pueden tener, en la práctica, lo que la jurisprudencia de Estrasburgo llama un 'chilling effect'; es decir, convertirse en medidas disuasorias para el ejercicio de la libertad de conciencia. Las cifras de la eutanasia conocidas hasta ahora, aunque incompletas, así lo sugieren. De ahí que el informe de Lirce, como ya #hiciera el Comité Nacional de Bioética, sugiera eliminar esos registros y sustituirlos por algo presumiblemente más eficaz: bases de datos con información sobre personas y equipos dispuestos a practicar la eutanasia.

Además, la ley rechaza de plano la posibilidad de objeción institucional, lo cual contrasta con el derecho de las personas jurídicas a tener su propio ideario ético. Y no me refiero sólo a entidades sin ánimo de lucro sino también a las empresas. Ejercer una actividad comercial legítima no impide que una empresa decida someter su actividad a determinados principios morales. Resultaría paradójico negarles esa posibilidad cuando al mismo tiempo la cultura jurídica contemporánea insiste, acertadamente, en su responsabilidad ética corporativa.

En la ley de eutanasia, el legislador muestra una empatía selectiva. Es muy sensible con quienes desean la muerte, pero menos con quienes no quieren colaborar con acciones que consideran inhumanas. Una deseable reforma de la ley debería evitar toda apariencia de que se incurre en una tentación frecuente en gobiernos contemporáneos: reconocer la libertad de conciencia de los ciudadanos… siempre que coincida con los valores morales que el legislador ha decidido son los mejores. Recordemos lo que el juez norteamericano Oliver Wendell Holmes aplicaba a la libertad de expresión y que es válido para todos los derechos fundamentales: es fácil respetar la libertad de quienes piensan como nosotros, lo difícil es proteger la libertad de quienes mantienen ideas con las que estamos en desacuerdo, e incluso que aborrecemos.

Javier Martínez Torrón

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