Una reestructuración necesaria

La crisis financiera estadounidense ha entrado este otoño en su segundo año, y lo ha hecho bajo el signo del agravamiento. A pesar de las duras medidas adoptadas, entre ellas un proyecto de rescate de entidades financieras, la crisis está empujando a Estados Unidos a una recesión más profunda y prolongada, con consecuencias negativas para el crecimiento en todo el mundo. Por desgracia, los problemas económicos de EE. UU. no tienen solución rápida, y los encargados de diseñar las políticas globales deben darse cuenta de que el consumidor de EE. UU. ya no es el último recurso de la demanda.

En estos momentos, el origen de la crisis ya es bien conocido: el crédito fluyó con demasiada facilidad a los consumidores estadounidenses a través de la concesión de hipotecas, alimentando una burbuja que disparó los precios de la vivienda hasta alturas desmesuradas. Mientras los precios trepaban, las instituciones financieras lanzaban productos exóticos (como las hipotecas de opciones ajustables que permitían realizar pagos iniciales muy bajos) para forzar a los estadounidenses a comprar unas viviendas cuyos precios se habían vuelto por completo inasequibles. Por su parte, los consumidores recurrían masivamente a la refinanciación o a los préstamos con garantía hipotecaria para financiar una amplia gama de objetos de lujo, desde encimeras de granito hasta vehículos de recreo. Estos préstamos se convirtieron en la base de una legión de productos financieros, como obligaciones de deuda colateralizadas y otros derivados, que interconectaban entre sí las entidades financieras al mismo tiempo que apalancaban sus balances.

Estos préstamos se consideraban seguros porque, según la creencia de aquella época, los precios de la vivienda sólo podían subir. En efecto, el criterio para conceder crédito pasó a ser la apreciación prevista en lugar del tradicional criterio de la capacidad de devolución. Pero, por desgracia, todo lo que sube tiene que bajar. Cuando la Reserva Federal ajustó las tasas de interés alejándose de los niveles insuperablemente bajos del 1% alcanzados durante esta década, el aumento de los costes de financiación expulsó del mercado a los compradores marginales de vivienda y envió los precios en una dirección en la que se suponía que nunca podían ir: hacia abajo.

La caída de los precios de la vivienda y los impagos de las hipotecas han resquebrajado la base de la pirámide financiera de Wall Street. Este colapso ha provocado el hundimiento de algunas de las instituciones financieras con más solera de Estados Unidos: los bancos de inversión Bear Sterns, Lehman Brothers y Merrill Lynch han sido liquidados o absorbidos. Y la semana pasada, EE. UU. contempló la bancarrota bancaria más importante de la historia cuando Washington Mutual sucumbió a la crisis. Además, la contracción del crédito se está extendiendo rápidamente más allá de Wall Street y más allá del sector inmobiliario, pues cada vez más empresas industriales tienen dificultades para obtener circulante. Por supuesto, una cierta proporción de la contracción del crédito se debe también al cada vez mayor desapalancamiento de las empresas financieras, en busca de balances más sostenibles. Pero este proceso amenaza con descontrolarse rápidamente, lo cual redundaría en una contracción del crédito mucho mayor de la necesaria o deseable.

A pesar de los esfuerzos históricos, las autoridades libran una batalla inútil contra la crisis. El presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, con el apoyo del secretario del Tesoro, Henry Paulson, no sólo ha recortado los tipos de interés duramente, sino que incluso, invocando leyes de la era de la Depresión que conceden a la Reserva Federal poderes especiales en situaciones de emergencia, han prestado dinero a un amplio abanico de instituciones financieras no bancarias. La Fed ha garantizado 29.000 millones de dólares en activos para facilitar la venta de Bear Sterns. Los gigantes hipotecarios Freddie Mac y Fannie Mae han sido nacionalizados. La Fed prácticamente ha comprado la compañía de seguros AIG, porque su hundimiento habría provocado un amplio daño en la raíz del sistema financiero. Pero han sido sólo medidas provisionales; la crisis sigue intensificándose y se está extendiendo más allá de las fronteras de EE. UU. a los bancos europeos. Los bancos centrales más importantes están coordinando esfuerzos para inyectar liquidez a los mercados financieros, en un intento de limitar los daños.

El Congreso de EE. UU. ha resucitado finalmente un paquete de rescate de emergencia. El elemento central del plan es un fondo de 700.000 millones de dólares destinado a comprar activos tóxicos con el fin de limpiar los balances de los bancos en apuros. Se trata del primer plan que aborda de modo coherente el origen de la crisis: los préstamos problemáticos que desestabilizan los balances y hacen que los bancos desconfíen de prestarse dinero entre sí. Pero el éxito del plan no está garantizado. Requiere que los bancos estén dispuestos a vender los activos tóxicos al Tesoro, y pueden vacilar en hacerlo si el precio son garantías sobre acciones que puedan erosionar los beneficios de los accionistas y limitar los ingresos de los ejecutivos. La colaboración de los bancos es trascendental.

Pero ni siquiera el éxito de la operación de rescate remediaría los males de la economía estadounidense. Llega demasiado tarde para evitar una recesión, y no invertirá la tendencia a la contracción del gasto inmobiliario basado en endeudamiento. El dinero canalizado hacia las familias a través del mercado hipotecario impulsó la recuperación de la recesión del 2001, pero al coste de disparar los precios de la vivienda hasta niveles insostenibles. Como ya hemos comentado, este canal de financiación se obturó cuando se hizo evidente que los ingresos familiares eran por completo incapaces de soportar la carga de endeudamiento sin una apreciación constante del valor de las viviendas. Los mercados crediticios se contrayeron cuando las condiciones de concesión de los créditos volvieron a los parámetros tradicionales. Entiendo esto como un avance hacia un equilibrio más sostenible; el crédito debe concederse sobre la base de la capacidad de devolverlo, lo cual, en última instancia, es necesariamente reflejo de la liquidez de las familias (es decir, de sus ingresos).

Para compensar la mayor dificultad de acceso a los mercados de capital, las autoridades lanzaron un paquete de incentivos fiscales que pusiera dinero en manos de las familias. Las familias cambiaban una inyección de dinero financiado con endeudamiento por otra de idénticas características. Pero el estímulo proporcionado por el Gobierno no facilitó más que un alivio temporal. Para saciar sus ansias de consumo, las familias estadounidenses necesitan una fuente constante de dinero por encima de sus ingresos; sin algún tipo de apoyo artificial, el gasto de los consumidores se contraerá hasta un porcentaje más reducido de la actividad económica general. Pienso que este proceso es inexorable. Para ser sostenible a largo plazo, el crecimiento económico debe depender menos del gasto de los consumidores.

La crisis financiera estadounidense está teniendo resonancia en todo el planeta. Además de una creciente debilidad del sector bancario, Europa ha sufrido el impacto de un euro más fuerte, y existen evidencias cada vez mayores de ralentización económica en las economías emergentes (especialmente China) que dependen del consumidor estadounidense para crecer de modo constante. De hecho, la excesiva dependencia mundial del ansia de consumo aparentemente insaciable de los estadounidenses es hoy un obstáculo en el camino hacia una reestructuración de la actividad económica en EE. UU. Ha llegado el momento de que las autoridades de todo el planeta, en especial las de los mercados emergentes, desplacen su enfoque basado en el crecimiento de la exportación al crecimiento dependiente de la demanda interna, una reestructuración necesaria para la estabilidad económica mundial a largo plazo.

Tim Duy, profesor ayudante, director del Foro Económico de Oregón y profesor del departamento de Economía de la Universidad de Oregón. Traducción: Joan Parra