Una reflexión ausente

Por José María Ruiz Soroa, abogado (EL PAÍS, 19/03/06):

Dos años ya de las elecciones que provocaron un cambio trascendente en nuestra gobernación. Tiempo más que suficiente para que voces más autorizadas hubieran planteado públicamente una de las cuestiones más obvias que suscitan aquellos comicios en cualquier mente democrática, la de si fue adecuado y prudente celebrarlas en las condiciones en que se llevaron a cabo. O si debieron ser aplazadas. Si no deberíamos regular, para el futuro, la conducta a seguir en este tipo de situaciones de conmoción social provocada por eventos anómalos. Y, sin embargo, nada con un valor mínimamente reflexivo se ha dicho sobre este asunto en nuestra plaza pública, hasta tal punto el sectarismo partidista lo ha convertido en un tema tabú. Porque para la izquierda plantear esta cuestión es tanto como poner en cuestión su triunfo electoral, emponzoñar la fuente de su legitimidad. Y para la derecha (la derecha de más negra imagen desde la transición) no son necesarios argumentos reflexivos sobre la cuestión, bastan las coces que prodiga.

No se trata de discutir la legitimidad de las elecciones y sus resultados, vaya esto por delante. Los partidos políticos concurrentes, las instituciones democráticas y los ciudadanos aceptaron todos en su momento el celebrarlas normalmente a pesar de los atentados terroristas, luego no cabe ya impugnar o discutir su resultado en forma alguna. Éste es un axioma obligado. La reflexión no es ésa, sino la más politológica de analizar si es prudente mantener la celebración de unos comicios cuando la opinión pública ha sido seriamente impactada por hechos como aquéllos. Aunque no es puramente académica, como podría parecer, sino que presenta relevantes consecuencias prácticas, por la sencilla razón de que unas elecciones así celebradas pueden tener efectos deletéreos sobre el discurrir del proceso político subsiguiente.

La realidad española nos lo demuestra: el principal partido de la oposición, derrotado en aquellas elecciones, muestra una alarmante incapacidad para asumir con naturalidad democrática su derrota y no hace sino revolver en lo que percibe que fue una herida injusta. Naturalmente, es muy fácil decir: el problema es de ese partido político, basta con que acepte de una vez lo sucedido, basta con que sea un poco más demócrata. Pero esto no cierra la reflexión, sino más bien la reorienta: ¿es prudente aceptar la intromisión en un proceso electoral de un elemento externo capaz de generar tanto rechazo y perturbación futuras como la que significa que uno de los partidos en liza se sienta gravemente perjudicado? El punto a considerar no sería tanto el rencor actual del Partido Popular como la conveniencia de haber en su día permitido que se produjeran los elementos objetivos que ahora lo alimentan, con razón o sin ella (seamos capaces de distinguir entre causas y razones, como nos enseñó Wittgenstein)

Otra salida fácil es la de recordar que los españoles hemos celebrado reiteradamente elecciones a pesar de los atentados de ETA. ¿Por qué debería ser distinto con los del 11-M? La respuesta es evidente: los atentados de ETA son un elemento integrante de nuestra cotidianeidad democrática desde su primer día. No son (no han conseguido ser, pese a sus autores) un elemento perturbador para nuestro sistema político. En cambio, lo del 11-M fue algo anómalo, impactante en el ánimo social por lo inesperado y lo desconocido.

Un argumento más elaborado y serio es el que apela a la necesaria normalidad democrática: no debe darse a los terroristas la victoria que significaría la suspensión de unos comicios; la democracia debe funcionar por encima de sus designios criminales, de lo contrario estaríamos sometiéndonos a ellos. Pero, en el fondo, éste es un argumento circular que nada prueba, puesto que no demuestra que la normalidad democrática en ese caso no consista, precisamente, en su capacidad de aplazar unas elecciones antes que celebrarlas a pesar de las dudosas condiciones existentes. La normalidad no consiste en ignorar la realidad, sino en reaccionar normalmente ante ella. Lo que de nuevo nos trae al punto debatido: ¿qué es mejor en estos casos?

En el fondo, lo que sucede es que el dato relevante para el adecuado funcionamiento del sistema político no es el de la intencionalidad de los terroristas, sino el del grado de afección del ánimo ciudadano. Al igual que a nadie se le ocurriría mantener la celebración de unas elecciones en condiciones físicas anormales del país, debemos preguntarnos si las condiciones anímicas de la sociedad provocadas por hechos catastróficos deben tenerse en cuenta al mismo efecto. Y no se trata sólo de hacer una evaluación del impacto psicológico actual de esos hechos (una especie de diagnóstico del ánimo social), sino también de prever si el sistema político asimilará en el futuro con normalidad unas elecciones así celebradas, o si el proceso político quedará afectado por esa anormalidad y en qué grado. Y ésta es una cuestión política prudencial.

Podrá afirmarse, y ello es probablemente cierto, que en el caso del 11-M influyó, tanto como el atentado en sí mismo, la gestión inmediata, con serios visos de mendacidad, que hizo el Gobierno de su información. Pero ello no altera la relevancia de la cuestión, sino que la acentúa si cabe, pues significa admitir que se juzgó en vivo y en caliente la gestión a bote pronto de unos acontecimientos totalmente inesperados. Y la cuestión es precisamente la de si debe pronunciarse la ciudadanía en y sobre esas condiciones, o esperar a que lo sucedido y su gestión se aclaren.

¿Y para qué serviría su reflexión si los resultados son legítimos e inamovibles?, se preguntará el lector. ¿No servirá sólo para alimentar el resentimiento de la derecha? Creo que no, que hablar razonablemente de las cuestiones colectivas sirve a la formación de criterios públicos tranquilos y a desterrar el extremismo que se funda en la manipulación de los hechos. Sirve también para prever el futuro cuando aún hay tiempo. Y, sobre todo, sirve en tanto en cuanto el ejercicio público y libre de la razón es lo que nos hace ciudadanos mayores de edad.