Una reforma al gusto de los rectores

Por Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (EL MUNDO, 31/05/06):

La nueva ministra de Educación, Mercedes Cabrera, parece querer practicar una política abierta y de reflejos rápidos. Entre otras actuaciones, lo demuestra la diligencia con que ha presentado el proyecto de reforma de algunas disposiciones de la vigente Ley de Universidades (LOU). Contiene (junto a otros extremos de entidad, como la elección de rector, mecanismos de transferencia del conocimiento, etcétera) una importante modificación del sistema de selección del profesorado universitario, sobre el que conviene abrir un debate constructivo.

España ha conocido en el siglo XX y lo que va del XXI distintos sistemas de selección del profesorado permanente. Así, desde el 25 de junio de 1931 (fecha de la ley republicana que lo inició) hasta el 25 de agosto de 1983 (fecha en que periclitó), el sistema preveía seis ejercicios para las llamadas oposiciones a Cátedras o Agregadurías de Universidad. El resultado era un sistema agotador para el candidato (que incluía una curiosa trinca o debate con los restantes coopositores), muy comprometido para el Tribunal, al que no le era fácil la cacicada por los potentes focos de luz que bañaban las exigentes pruebas, y en el que el mérito y la capacidad pugnaban por abrirse paso -no siempre lo lograban- ante el inevitable amiguismo anejo a la condición humana, también la del universitario. Estas oposiciones perduraron con República, Dictadura y Monarquía.

La ley de reforma universitaria de 1983 (LRU) supuso un vuelco importante. De seis pruebas se pasó a dos. El debate entre los concursantes se transformó en un debate de los miembros del Tribunal (Comisión) con los aspirantes. Las pruebas se centraron sobre la capacidad investigadora de los docentes. Otra circunstancia marcaba la diferencia: la composición del Tribunal o Comisión.Hasta 1983 el sistema de nombramiento de vocales de los tribunales era tan diabólicamente complicado que, al ser interrogado el diseñador del mismo acerca de su complejidad, solía contestar humorísticamente: «Quien con este sistema logra un Tribunal afín es que, ciertamente, merece la plaza». La LRU lo simplificó: tres vocales a sorteo y dos designados por la Universidad convocante.La consecuencia, probablmente no buscada, fue que se potenció la alegre endogamia provinciana y el llamado monroísmo académico («América para los americanos y la cátedra para el paisano»).Con la LRU se hacía más asequible satisfacer aquella vieja aspiración del viejo maestro cuando, acorralado por quien le argumentaba que había que cambiar los modos para que la justicia triunfara en la Universidad, argüía: «Si ellos votan a los suyos y nosotros votamos a los mejores, dígame: ¿quién vota a los nuestros?».Junto a evidentes carencias, la LRU potenció, sin embargo, la investigación y estableció mecanismos económicamente generosos con las Universidades. Esto contribuyó, junto a otros factores, a que España subiera del puesto 22 al 12 del ranking científico mundial.

Cuando concluido el año 2001 los nuevos legisladores del PP anunciaron otra contrarreforma, el entramado de intereses construido en torno a la LRU durante 20 años se resistió a morir. Acompañada de una notable polémica, llegó la llamada LOU que diseñaba el nuevo sistema vigente de habilitación. Una especie de ballottage a dos vueltas. En la primera, el candidato debía habilitarse en una convocatoria nacional, que mantenía la lenidad de las pruebas de la LRU (dos ejercicios para habilitarse como catedrático; tres para titular). Como homenaje al sistema de 1931, reintroducía para los profesores titulares un ejercicio en el que el azar y la memoria jugaban un cierto papel. A su vez, siempre en esta primera vuelta, se quiso cortar por lo sano con la endogamia.El procedimiento fue aumentar a siete (antes eran cinco) el número de vocales de la Comisión juzgadora, todos ellos designados por sorteo. En fin, en cada habilitación el número de habilitados no podía exceder del número de las plazas convocadas.

Una vez habilitado, el profesor adquiere la potencialidad de concurrir a las plazas vacantes de su área de conocimiento en las distintas universidades. Si obtiene plaza en alguna de ellas se integra en el Cuerpo de Catedráticos o Titulares. La realidad es que los concursos de acceso para habilitados -cuya regulación corresponde a cada Universidad- prácticamente son un paseo militar, ya que, a la única prueba en que consisten, suelen concurrir tan solo los previamente habilitados de la Universidad de que se trate. Lo cual tiene su lógica, pues normalmente la dotación de esa plaza vacante se hace a través de un sistema de promoción interna, pensando en los profesores habilitados locales.

Aunque este sistema de habilitación tiene aún corta vida, pronto será sustituido por el nuevo de acreditación, previsto en la reforma Cabrera. ¿Por qué ese brusco cambio? La Conferencia de Rectores (CRUE) -que nunca asimiló bien las habilitaciones- señaló no hace mucho algunas disfunciones del sistema. Prescindiendo de las burocráticas -de escasa entidad-, el reproche más de fondo es la limitación restrictiva del número máximo de personas a habilitar en cada convocatoria. Según la CRUE, parece más un examen nacional que una verdadera prueba de habilitación. A esto hay que añadir que, al exigirse a los vocales de los Tribunales uno o dos sexenios de investigación (el sexenio es una especie de premio en metálico para aquellos profesores que demuestren ciertos niveles de investigación), el número de profesores que pueden formar parte de las Comisiones no es excesivamente alto.Los mismos docentes salen una y otra vez en los sorteos para las Comisiones de habilitación, dando lugar a lo que se llama endogamia de área. Excelentes profesores que, en su momento, no solicitaron o no pudieron solicitar esos sexenios quedan excluidos de las Comisiones. Esto ha hecho que los sexenios (nacidos para objetivos puramente económicos) se hayan revestido de un plus mágico que cualifica para formar parte de las Comisiones.

Llegamos así al sistema diseñado por la reforma de la LOU, recién presentado por la nueva ministra. También aquí hay dos vueltas.Sin embargo, la modificación esencial está en la primera, es decir, la que acredita a un profesor como catedrático o titular.Ya no hay pruebas orales o escritas que los candidatos deban sufrir. La acreditación ahora será llevada a cabo «mediante el examen y juicio sobre la documentación presentada por los solicitantes».Las Comisiones estarán compuestas, normalmente, por profesores de «reconocido prestigio docente e investigador».

Incidentalmente diré que no se especifica el sistema de nombramiento de los acreditadores, lo cual deja un aspecto importante en la oscuridad que conviene subsanar en el proceso parlamentario.La única concesión a la comunicación entre acreditantes y aspirantes a acreditados es la posibilidad, por parte de los primeros, de recabar a los segundos, también por escrito, «aclaraciones o justificaciones adicionales». La segunda novedad es que, a diferencia del sistema de habilitación, el número de plazas convocadas ya no está tasado. Puede ser acreditado un número indefinido en cada convocatoria. Este sistema nace bendecido por el poderoso lobby de rectores integrados en la CRUE, que en su Acuerdo de 25 de enero 2006 expresamente lo valoró «positivamente». Que nadie espere, por tanto, movilizaciones masivas contra esta reforma, como sí ocurrió con la LOU.

La principal virtud del nuevo sistema es que puede contribuir a pacificar -aunque no es seguro- los duros enfrentamientos entre colegas. No es infrecuente que, entre las escuelas científicas, existan severos contrastes de opinión. Los linchamientos académicos vía oposiciones o concursos entre familias científicas se asemejan bastante a las luchas entre Capuletos y Montescos. Es frecuente que los hijos de científicos o discípulos paguen los pecados de sus padres hasta la décima generación. Pecados que, entre otros agravios, suelen consistir en haber emitido un voto a favor del propio discípulo, cortándole el paso al discípulo del colega-adversario.Cuando a Kissinger le preguntaron por la dureza de los enfrentamientos políticos en Washington, contestó que eran parecidos a los de Harvard, pero éstos más agudos.

Esta dureza, trasladada a la Universidad española, significa que el amiguismo en los sistemas con limitación de plazas tiende a ser agresivo, al intentar quebrantar al adversario para que no ocupe la plaza en disputa. El sistema de acreditación -al no tener plazas limitadas- permitirá votar a un Capuleto sin por ello cortarle el paso a un Montesco. Habrá sitio para todos: para todos los competentes, se entiende. Seguirá existiendo el amiguismo, pero tal vez menos predatorio, más indoloro.

El principal defecto del nuevo sistema es que corre el riesgo de valorar, casi exclusivamente, los méritos investigadores del candidato, quedando en la penumbra los docentes. Esta anomalía era ya detectable en los sistemas de selección anteriores, que tendían a valorizar más al buen investigador que al buen profesor.La acreditación probablemente agravará esta tendencia. El hecho de que la Comisión no escuche ni vea nada, elimina un medio importante que antes se tenía para ponderar al candidato. También en esas virtudes docentes que permiten a un profesor lograr del alumno primero que le preste su atención, después su confianza y finalmente su fervor. A estos efectos, los llamados quinquenios docentes (una cierta cantidad que se concede cada cinco años por presuntos méritos docentes) son inoperantes. Todos sabemos que, por ahora, no dependen de las virtudes docentes del profesor: son concedidos automáticamente por el fatal transcurso del tiempo.

Acabo de decir que el sistema de acreditación tenderá a resaltar la cantidad y calidad de la investigación de los candidatos.¿Significa esto que la Comisión podrá comprobar que el aspirante a ser acreditado realmente se sabe el programa de su asignatura? La habilitación y la oposición, no obstante sus defectos, disponían de mecanismos calificadores de este aspecto, ya que existía, al menos, un ejercicio en que el candidato debía demostrar el dominio de un Programa de X lecciones. Sin embargo, cuando alguien investiga, lo que se le pide es que primordialmente demuestre que nunca nadie supo tanto de tan poco. Un buen trabajo de investigación indica un acertado enfoque y resultados sobre un específico tema, pero deja en la penumbra el conocimiento del investigador sobre temas de su disciplina lejanos de su foco de atención. Habría sido más razonable un sistema que combinara alguna prueba presencial con evaluación de la documentación aportada.

Estas carencias del sistema, en mi opinión, habrán de ser mitigadas en el debate parlamentario. No conviene abandonarlas a la incógnita del desarrollo reglamentario, vía Gobierno o Universidades. Es necesario, lo dice el propio proyecto, hilar fino para que la selección del profesorado se haga de acuerdo «con los estándares internacionales evaluadores de la calidad docente e investigadora».