Una reforma imprescindible

El ministro de Educación, José Ignacio Wert, ha anunciado una profunda reforma universitaria que sitúe académicamente a España en el mundo. Es una excelente noticia, de entrada, porque se basa en el reconocimiento de que tenemos un serio problema y que son necesarios cambios políticos radicales en la educación superior. La reforma se necesita urgentemente por razones económicas y culturales y es esencial para la recuperación del trabajo y el crecimiento económico a largo plazo. El ministro ha señalado que uno de los problemas principales es el abandono de los estudios, especialmente durante el primer año de carrera, que llega al doble de la media europea. Por sí solo, este dato ya condena a las universidades, la organización y la calidad de la enseñanza durante el primer año. Supone también una gran pérdida de recursos, que el ministro cifra en 3.000 millones de euros. Solo un tercio de los estudiantes alcanzan su título sin repetir curso.

La reforma pasará por un considerable aumento de las matrículas, en algunos casos del 66%. Los estudiantes se harán cargo del 25% del coste (en el Reino Unido, por ejemplo, lo hacen en un 30%). Las matrículas bajas, si se tiene en cuenta el alto coste de la educación superior en la sociedad, son en realidad un subsidio para las clases adineradas que pueden pagar más que las familias modestas. Los estudiantes deberían intentar ver las dimensiones desiguales y sociales de la educación superior gratuita. Igualmente, es completamente necesario el desarrollo de un sistema de préstamos, como en Suecia y en Gran Bretaña. Los estudiantes deben devolver el dinero solo si encuentran un buen trabajo al acabar los estudios. Esto reduciría el peso al repartir el pago en varios años. Por otra parte, una universidad de bajo coste pero con poco peso internacional puede tener consecuencias desastrosas. Las universidades españolas no aportan resultados, y se trata de una situación que pone en peligro su competitividad en la economía global. Nuestra crisis económica es, en parte, debida a la quiebra de la vida intelectual y de su fuente, la universitaria. Un año más, el ranking de Time Higher Education, basado en la opinión de 17.000 académicos de todo el mundo, ha dejado a España sin ninguna universidad entre las 100 mejores del mundo.

En cuanto al posible cierre de algunos departamentos o facultades, es también una realidad bastante inevitable. Quizá los estudios de un tema minoritario solo se podrán efectuar en Girona y Lleida. Mejor así que no tener mucha oferta esparcida por toda Catalunya pero de escasa calidad. Del mismo modo que, desde los años 60, hubo un crecimiento urbanístico anárquico en la costa, no ha habido una planificación racional en la creación de facultades. Recuerdo, por ejemplo, que con el cambio de siglo se puso de moda abrir facultades de periodismo en todas partes, sin que nadie se preguntara qué harían tantos licenciados en periodismo si no habría trabajo para todos. También hay que tener en cuenta el principio de flexibilidad aplicable en este terreno. Por ejemplo, en el mundo anglosajón han cerrado decenas de departamentos de idiomas porque la gente ya no se anima a estudiar lenguas, y si lo hace no es tanto para conseguir trabajo como por interés personal.

En España hay demasiados departamentos universitarios pequeños. Como ha señalado Wert, un 30% de los casi 2.500 grados tienen menos de 50 alumnos de nuevo ingreso, y más de la cuarta parte tienen una cifra de matriculados inferior al mínimo de eficiencia en el contexto internacional. Un tamaño óptimo de los departamentos universitarios sería de 25 a 40 personas, y muchos de los españoles están por debajo. Sería bueno amalgamar departamentos existentes y concentrar fuerza investigadora en universidades seleccionadas, que puedan ser competitivas, más que esparcir talento de forma demasiado amplia por todo el sistema.

En el futuro es fundamental que se contrate exclusivamente por méritos, no por pertenecer a alguna red de amigos. Esto quiere decir contratar solo por investigación publicada y capacidad educativa. Y se debería contratar siempre internacionalmente, eliminar toda práctica endogámica y desarrollar vínculos con universidades de prestigio de otros países. La calidad de la enseñanza debería ser evaluada, en parte, por el feedback de los estudiantes. Los académicos que no publiquen deberían ser penalizados y quizá, en casos extremos, despedidos o trasladados a áreas del sector público donde no puedan causar daño. La rendición de cuentas, la accountability del mundo anglosajón, debe ser el eje.

Acabaré con la ilustrativa anécdota vivida por una profesora inglesa que participó en un tribunal de oposición en una universidad catalana. El jefe del tribunal, refiriéndose a la mejor candidata, le dijo: «Esta no es amiga». La inglesa pensaba que no lo había oído bien, pero su colega catalán lo repitió para su estupefacción. Curiosamente, esta anormalidad tan perniciosa y la falta de eficiencia en la calidad de la enseñanza y la investigación generan demasiada poca queja. Aquí tenemos una buena contradicción.

Por Irene Boada, periodista y filóloga .

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