Una reforma laboral global

El documento presentado por el Gobierno es la mejor prueba de la complejidad de las negociaciones para la reforma laboral. En él, aparecen nítidamente las oportunidades y también los riesgos, comenzando por las muchas, interesadas y falsas expectativas generadas. La ciudadanía debería ser consciente de que la salida de la crisis va a ser lenta, de que la recuperación del empleo no está a la vuelta de la esquina y de que la reforma laboral –sea la que sea– no va a generar empleos. En el mejor de los casos, es una oportunidad para alumbrar un modelo que facilite a las empresas la flexibilidad en la organización del trabajo como mecanismo de adaptación a los cambios y limite los muchos incentivos que hoy existen para hacer los ajustes destruyendo empleo.

Pero la decisión de los negociadores de abordar ahora solo las reformas legales sobre contratación, despido, intermediación, dejando para más adelante las reformas de flexibilidad organizativa, supone un riesgo. Nos puede conducir, de nuevo, a una reforma limitada a los mecanismos de entrada en el mercado de trabajo –intermediación y contratación– y salida –despido–. En este terreno, los márgenes para una reforma útil son escasos y las dificultades para un resultado equilibrado entre las partes son mayores. Todos los cambios legales adoptados hasta ahora para evitar el abuso en la contratación temporal han resultado estériles. Y continuarán siéndolo, mientras la única consecuencia del incumplimiento de la ley sea una indemnización que, con bajos salarios y poca antigüedad, resulta insignificante y no supone ningún desincentivo al uso fraudulento de la ley.
Algo parecido sucede en materia de despidos. La reforma del 2002, estableciendo la automaticidad del despido disciplinario improcedente y la desaparición de los salarios de tramitación, ha convertido este procedimiento en una autopista de cuatro carriles para la destrucción de empleo. Y la propuesta del Gobierno para ampliar a todos los trabajadores el contrato indefinido de fomento del empleo, con indemnización de 33 días también para los despidos disciplinarios improcedentes, puede suponer que la autopista de los despidos pase a tener seis carriles.
Si estos son los riesgos, también se dispone de oportunidades. Por un lado, regular la nulidad con readmisión obligatoria en los casos de fraude de ley en la contratación y en determinados supuestos de despido. Solo así puede desincentivarse el uso abusivo de la contratación temporal y evitar el despido automático sin causa. Se trataría de reconducir una realidad perversa, por la que la cuantía de las indemnizaciones no depende de la existencia o no de causas, económicas o disciplinarias, que lo justifiquen, sino del tipo de contrato: temporal, indefinido de fomento del empleo, indefinido ordinario. Para ello, dar mayor claridad a la regulación de las causas de los despidos económicos puede ser útil. E iniciar un proceso de aproximación de las indemnizaciones para aquellos supuestos distintos al despido improcedente, o sea, la finalización del contrato y los despidos económicos y objetivos, también. A quien piense que ello supone más rigidez y va a contracorriente le sorprendería saber que estas medidas nos acercarían a regulaciones de algunos países de la UE –entre ellos, Alemania–, en los que el despido sin causa comporta la readmisión obligatoria.
Claro que, para evitar que ello supusiera un colapso en la gestión del empleo, debería ir acompañado de más capacidad empresarial en la gestión de la flexibilidad en la organización del trabajo, con algunos límites para hacer compatible necesidades empresariales y conciliación personal, con mecanismos muy ágiles en el tiempo para adoptar los cambios, y con sistemas de mediación y arbitraje rápidos para resolver los desacuerdos.

De ahí, la importancia de que la reforma laboral se aborde en su conjunto. Es la gran oportunidad. Y el gran riesgo es que la presión política y mediática para cerrar la reforma –con o sin acuerdo– provoque un desenlace que, lejos de mejorar nuestro sistema de relaciones laborales, profundice aún más en la cultura de la destrucción del empleo como mecanismo de ajuste.
Hace algunos días, en Esade, Flavio Benites, abogado laboralista y sindicalista alemán, nos sugería que, para decidir sobre la reforma laboral que queremos, antes nos preguntemos por el tipo de economía por el que apostamos. Si ya nos va bien con un tejido productivo construido sobre la arena de la playa, donde la formación y la permanencia de los trabajadores en las empresas no sea importante y la innovación se pueda sustituir por costos salariales bajos, entonces, incentivar el despido como un mecanismo de ajuste puede ser coherente. Sin embargo, si queremos una economía donde los motores sean el sector industrial y los servicios avanzados, de buen nivel tecnológico, ello requiere formar a las personas y retenerlas en las empresas también cuando el ciclo económico es negativo. Para ello, lo que tiene que hacerse es incentivar la flexibilidad del trabajo y no el despido.

Joan Coscubiela, profesor de Derecho de Esade.