Una Reina extraordinaria

Las dos grandes hojas de una enorme puerta se abrieron como por arte de magia merced a dos criados del Palacio de Buckingham. Entré en una gran estancia flanqueado a mi derecha por el mariscal del Cuerpo Diplomático, el embajador Figgis, y a mi izquierda por un edecán circunstancial puesto a mi disposición por la Reina británica. Los tres enfundados en vistosos uniformes de gala.

Nada más entrar pude divisar al fondo a Isabel II vestida con un elegante traje verde. Junto a mis dos acompañantes me paré inmediatamente y los tres inclinamos nuestras cabezas como era requerido por el protocolo de palacio. En ese momento, el mariscal, con una voz potente, me anunció: «His Excellency, the ambassador of the Kingdom of Spain». Acto seguido, él y el edecán dieron media vuelta y me dejaron solo.

Avancé varios metros y, tras pararme, hice mi segunda inclinación de cabeza. La Reina me miraba sonriente desde aún algo de distancia. Avancé hacia ella y, de nuevo, como me habían explicado, incliné por tercera vez mi cabeza, tras lo cual saludé a la Soberana y le entregué mis cartas credenciales firmadas por Juan Carlos I.

La Reina dio el sobre que las contenía a la única persona que le acompañaba, el subsecretario permanente del Foreign Office al que yo había saludado en su despacho unos días antes. «Yo acompañaré a la Reina porque cuando se entrevista con un representante de una potencia extranjera no debe estar sola». Lecciones del pasado en las que algún Rey traicionó a su pueblo con ayuda foránea. Ahora sólo una curiosidad más en el ceremonial muy elaborado de la presentación de las cartas credenciales. Figgis velaba sobre el cumplimiento del protocolo establecido y ya me había dicho unos días antes: «Trabajo solo para la Reina, no para el Gobierno».

Acto seguido, Isabel II me dio la bienvenida y mantuvimos una pequeña charla en la que le transmití un saludo de Juan Carlos I, al que yo había visitado antes de marcharme a Londres. La Reina me deseó una agradable y fructífera estancia en su país. «Creo que ha venido usted acompañado», dijo la Reina y, tras asentir yo, el subsecretario se precipitó sobre un largo cordón que colgaba del techo junto a un gran ventanal y tiró de ese timbre decimonónico. «Llamar al timbre es lo único que hago», me había avisado el subsecretario con cierto humor después de ilustrarme sobre su rol de testigo y vigilante de la Reina.

La enorme puerta volvió a abrirse y entraron cuatro de los miembros de la Embajada de España en la Corte de Saint James a los que saludó amablemente. «Creo que ha venido usted también acompañado de su esposa», dijo la Reina. «Yes, Ma'am», respondí con la fórmula más usual de dirigirse a ella. Otra vez el subsecretario tiró del largo cordón y se abrió la puerta. Elena entró elegantemente vestida de gris perla y con un gran sombrero. Hizo las tres reverencias requeridas y a continuación mantuvimos una breve conversación con la Soberana tras la cual nos retiramos. Ante la famosa puerta nos dimos la vuelta y, por última vez, incliné mi cabeza y Elena hizo su reverencia.

A lo largo de mis cuatro años representando a España de 2004 a 2008 en ese gran país que es el Reino Unido, tuvimos Elena y yo muchas ocasiones de ver y hablar con la Reina, siempre accesible, en actos oficiales o de otra naturaleza como, por ejemplo, el famoso Garden Party o las carreras en Ascot. Siempre era amable con los embajadores acreditados en su país y mantenía conversaciones de interés, nunca políticas.

Ha fallecido una gran Reina dedicada al servicio de su país y de su pueblo y su propia dignidad ha permitido sobrevivir a una familia real cuyos retoños a veces han olvidado la ejemplaridad que ella representó desde que, veinteañera, sucedió a su padre por más de 70 años. Será difícil olvidarla y será difícil sustituirla. Conservaremos Elena y yo, entre otras imágenes, la suya charlando con naturalidad con la gente y en el Parlamento con ocasión de su apertura solemne, sentada en su trono con una enorme corona sobre la cabeza que centellaba con sus innumerables piedras preciosas ensartadas en ese símbolo tan clásico de la realeza. Se fue una mujer extraordinaria.

Carlos Miranda, conde de Casa Miranda, es embajador de España.

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