Una República de truchimanes

Por Julio José Ordovás, escritor (ABC, 13/06/06):

NOS han contado una infinidad de veces el cuento feliz, con trágico final, de la II República española. Nos lo han contado tantas veces, y poniendo tal exaltación melancólica y dogmática en el relato, que cuanto nos contaban lo dábamos por verdadero, sin que ni por un momento -así de ilusos éramos- se nos ocurriera sospechar que, como todo decorado histórico, también aquél tendría sus bambalinas, y que lo que esas bambalinas ocultaran quizá no nos resultara tan maravilloso. Por eso es muy de agradecer que, al hilo del septuagésimo quinto aniversario del advenimiento de la II República, entre las retumbantes y huecas salvas conmemorativas, huérfanas por completo de análisis crítico, hayan aparecido o más bien reaparecido, tras muchos años de criar polvo, los testimonios de dos testigos ciertamente excepcionales de aquel paraíso, que no lo fue tanto. Se trata de dos volúmenes de crónicas, «La segunda República española. Una crónica, 1931-1936», de Josep Pla, y «Haciendo de República», de Julio Camba.

Tal vez lo primero que haya que señalar es que ambos cronistas no sólo fueron dos espíritus críticos en toda regla, dos hombres de profundas convicciones liberales, sino que además fueron dos de los escritores españoles más viajados de su época. A lo que habría que añadir, para alejar cualquier posible sospecha de -llamémoslo así- connivencia mediática, que cada cual trabajaba en aquel entonces para un periódico, y que si un diario era catalán («La Veu de Catalunya», en el caso de Pla), el otro era madrileño («ABC», en el caso de Camba).

Pla escribió su crónica de aquel famoso 14 de abril con la vista puesta en los historiadores más que en los lectores del periódico, describiendo, con minuciosa precisión de «chronicler», la algarada verbenera que tomó las calles de Madrid. Pla le dio un voto de confianza al Gobierno provisional, constatando que de inmediato se había puesto a trabajar y celebrando el escaso consumo de retórica por parte de los ministros, a los que en principio él veía actuar con pies de plomo. Ocho días después de la instauración del nuevo régimen, escribía que la impresión general era excelente, y que no sabía qué admirar más, si la moderación del Gobierno provisional o la circunspección de la oposición. Pero la luna de miel republicana duró poco, y su optimismo también: a principios del mes siguiente, Pla advertía unas primeras sombras, reflejadas en la implantación de un nuevo sistema electoral que juzgaba draconiano y decapitador de las minorías. Y con menos de dos meses de vida, aquella República ya se encontraba ante la opinión pública, según él, bajo un aspecto de desencanto. Y algo le empezó a oler mal a Pla cuando descubrió que el Ateneo de Madrid había dejado de ser un recinto en el que reinaba -lo de reinar es un decir, claro- la tolerancia, para convertirse en la casa de la trituración.

El desencanto republicano de Pla aumentó rápida e indeclinablemente. Pasadas las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio de 1931, Pla escribía en un artículo datado en París y titulado «La República española vista por los extranjeros» que en Europa no se entendía «el aire romántico que ha tomado la política española: estas ganas pueriles de inventar fórmulas nuevas, la ingenua demagogia dominante, la necesidad que parecen tener de plantearlo todo en términos abstractos y absolutos, incluso la justicia», y «el impulso que nos lleva a la ruptura de la continuidad nacional».
A Pla le producían acidez de estómago los discursos cargados de lo que para él no era sino boba palabrería humanitaria, y tanto como el distanciamiento cada vez mayor que se abría entre la clase política y los intereses reales de los ciudadanos, le preocupaba la exacerbación de los radicalismos. De ahí que a primeros de 1934 lanzara este negro presagio, que no tardó en cumplirse: «Nos estamos saturando de fascismos opuestos y fatalmente el choque entre estas dos disposiciones de ánimo se producirá».

El recelo de Julio Camba hacia la renaciente República quedó patente ya en su primer artículo tras el cambio de régimen, «Diplomacia y literatura», en el que con una ironía altamente corrosiva declaraba su sorpresa y su cabreo por la ofensa que constituía para él el hecho de haber sido excluido del alegre reparto de ministerios y embajadas. A Camba se le censuraron muchos artículos. Sí en el paraíso de las libertades también existía la censura gubernamental, vaya si existía (recordemos que ABC fue multado con mil pesetas de entonces y cerrado entre el 25 y el 27 de noviembre de 1931 por un editorial en el que manifestaba su apoyo a Alfonso XIII). Claro que sobre este asunto, curiosamente, los hay que no guardan memoria histórica.

Camba se distanció desde el primer momento de la República: «En esta época en que hay tantos hombres que de la noche a la mañana se sienten republicanos de toda la vida, yo declaro que no he sido republicano nunca». Su acérrimo liberalismo le impedía comulgar con las ruedas de molino republicanas, y no había quien le hiciera tragarse el cuento del gran cambio: «Bajo la República, como bajo la Monarquía, la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado, y quien habla de la sopa fría y del gazpacho templado, habla de una Constitución liberal con una apostilla dictatorial y de tantas otras cosas por el estilo». La resignación lampedusiana no iba con él. Con una ironía implacable, Camba denunció el enchufismo y la plaga de truchimanes que se reprodujeron aprovechando el curso revuelto de las aguas políticas. «Aquí donde ustedes me ven, yo soy una de las pocas personas verdaderamente serias que hay en la República», escribió aquel humorista al que casi se le termina agotando su buen humor.