Una respuesta a la España anticuada

El pasado lunes se publicó en este diario un texto firmado por un grupo de personalidades del país en el que se pide «una respuesta firme, un ejercicio de responsabilidad» ante la posible mutilación del ya bastante mutilado Estatut y del fracaso del pacto por la financiación. El texto analiza dos reacciones posibles: la aceptación resignada y la respuesta directa. La resignación queda rechazada en el propio documento como el inicio de la última etapa de una provincialización catastrófica, refugiada en la confortabilidad del victimismo. Se manifiesta, en cambio, la necesidad de una respuesta directa, oportuna, responsable, apoyada por las fuerzas políticas, los agentes económicos, sindicales, sociales y culturales y, naturalmente, por la participación democrática de toda la ciudadanía. Estoy seguro de que la mayoría de catalanes estamos de acuerdo y dispuestos a apoyar esta respuesta contundente.

Pero de lo que no estoy tan seguro es de que, después de todo lo sucedido y lo que vemos que va a suceder, una buena parte de los catalanes estemos demasiado convencidos de la eficacia del método que el propio texto insinúa: la reconstrucción de un frente político, la activación de los instrumentos reformadores de la Constitución, la firmeza de todos en el diálogo para actuar conjuntamente en el Congreso, el Senado y el Parlament bajo el empuje firme del Govern de la Generalitat, «dejando de lado partidismos y tacticismos a corto plazo, con el espíritu unitario y asumiendo con coraje la representación de las aspiraciones colectivas». Es evidente que este es el camino, pero es menos evidente que sea, hoy por hoy, fácilmente practicable. Existen tres obstáculos importantes que se entrelazan de forma muy directa. Primero: la dificultad comprobada, día a día, para lograr la reconstrucción de un frente político unitario dada la incapacidad incorregible de todos los partidos de gobierno y oposición. Segundo: el desencanto de la ciudadanía frente a esta dificultad y ante la inutilidad, hasta ahora, de los esfuerzos de diálogo bajo la incomprensión sistemática y sectaria de los sucesivos gobiernosrespañoles. Tercera: esta misma incomprensión monolítica que inutiliza el diálogo y que ha anulado las posibilidades de fraternidad y ha borrado todos los intentos federales y plurinacionales. Los políticos catalanes no están por la labor y los ciudadanos se refugian en la abstención, carentes de testimonios operativos y de ideales prometedores, sin poder precisar con entusiasmo aquellas aspiraciones colectivas, maltrechos por el menosprecio y la ignorancia de los españoles. En estas circunstancias no existe diálogo posible porque no hay ni destinatario ni remitente. Ni el tema es lo bastante vivo ni genera suficiente entusiasmo para la ciudadanía activa con escasa conciencia de su relevancia en la estructura democrática del Estado.

Es difícil encontrar salidas válidas a esta situación tan destructiva. El frente político, por el momento, no parece que vaya a cambiar. Ni la animadversión española tampoco. Parece, pues, que solo queda la posibilidad –difícil, también, por culpa del deterioro general– de un clamor popular exigiendo cambios radicales en la estructura de las relaciones entre España y Catalunya, un clamor como los que hemos sabido apoyar en otras ocasiones. Un clamor para materializar en propuestas factibles algunos propósitos que ahora todavía parecen marcados por idealismos demasiado ingenuos. Por ejemplo, el de la exigencia de mayores grados de soberanía, o sea, de independencia, no solo en el campo de la financiación, sino en todo aquello que articula las exigencias nacionales. El grito de independencia, antes que tener que recurrir a violencias más definitivas, puede ser el arranque de una protesta y una nueva conciencia colectiva.

Cuando habamos de independencia no nos referimos a la separación y el aislamiento, sino a la libertad para elegir y ordenar las interdependencias con el mundo más próximo, con toda Europa y, especialmente, con España, poniendo a nivel político unas evidentes realidades sociales y culturales. La independencia de Catalunya –entendida con estas limitaciones– debe presentarse, pues, como un paso hacia «la estabilidad y el progreso de la democracia española», tal como dice el texto que comentamos. Como un remedio contra la larga enfermedad peninsular que durante siglos no ha permitido que las relaciones fuesen fraternales en lugar de ser de dominio y rechazo, de desafecto y de aprovechamientos oportunistas y especulativos. El clamor por este tipo de independencia debería involucrar a todos los españoles demócratas y progresistas, porque, más que una simple mejora de las condiciones de vida de los catalanes, es la gran y definitiva sustanciación de una España moderna. Que quede claro: el problema no es Catalunya; el problema es el Estado español.

¿Es posible establecer esta conciencia colectiva, este entusiasmo popular que rompa el conformismo, supere los miedos y exija decisiones políticas? Debo confesar que lo veo difícil, porque la ciudadanía está muy maltrecha por los engaños, las traiciones y los malos tratos y porque los liderazgos posibles están demasiado condicionados a otros intereses más inmediatos. Pero es la única posibilidad si queremos dar una respuesta firme a los desastres que se aproximan. Y para lograrlo no basta con volver a invocar el diálogo.

El texto que hemos comentado exige en el último punto la voz y el apoyo de los agentes económicos, sindicales, sociales y culturales ¿Serán capaces de descararse públicamente y crear las bases populares como primer paso para dar una respuesta firme y directa, antes que tener que recurrir a violencias más definitivas?

Oriol Bohigas, arquitecto.