Una respuesta a la polarización política de Europa

En Europa, el 2015 comenzó con la victoria electoral del partido de izquierda Syriza en Grecia. Terminó con otras tres elecciones que dan fe de una creciente polarización política. En Portugal, el Partido Socialista formó una alianza con sus ex archienemigos, los comunistas. En Polonia, el partido nacionalista Ley y Justicia (PiS, por su sigla en inglés) ganó el respaldo suficiente como para gobernar solo. Y en España, el surgimiento de Podemos, otro partido nuevo de izquierda, ha puesto fin a la hegemonía tradicional del Partido Socialista de los Trabajadores de centroizquierda y del Partido Popular de centro derecha. (En Francia, por otra parte, el Frente Nacional de extrema derecha, liderado por Marine Le Pen, demostró su fuerza en la primera vuelta de las elecciones regionales de diciembre, aunque finalmente no resultó ganador).

El mensaje es ineludible: cada vez más, los votantes están profundamente insatisfechos con los partidos tradicionales y están dispuestos a darle una oportunidad a aquellos que proponen alternativas radicales. Les están brindado apoyo a partidos que, aunque muy diferentes entre sí, culpan sin excepción a la Unión Europea por el estado lamentable de las economías y mercados laborales de sus países.

Sin duda, hoy en día la radicalización no se limita a Europa. Como sostuve en otras ocasiones, el candidato presidencial norteamericano Donald Trump le debe su ascenso a muchos de los mismos factores que están impulsando la creciente popularidad de Le Pen. Lo que resulta particularmente problemático en la UE es el choque entre la política radical y la gobernancia tradicional.

Durante 30 años, la mayoría de los países de la UE han estado gobernados por partidos de centro-derecha y de centro-izquierda con una visión ampliamente compartida de Europa. A pesar de sus divergencias en materia de políticas, estos partidos representaban en conjunto el consenso ideológico -y formaron la coalición política- que creó el mercado único, el euro, y la UE ampliada.

Sin embargo, muchos votantes ahora sienten que las políticas tradicionales han fracasado. Los gobiernos han demostrado su incapacidad a la hora de proteger a los empleados no calificados y semi-calificados de las consecuencias de la globalización y el cambio tecnológico. La educación masiva, la tributación progresiva y los beneficios sociales no han impedido una creciente desigualdad. Y el euro no logró generar prosperidad y estabilidad. Aquellos que (como yo) piensan que la culpa no la tiene tanto la propia integración europea sino los errores específicos en el terreno de las políticas así como los defectos institucionales están siendo acallados.

En las democracias es normal que se produzcan realineamientos políticos; en verdad, las instituciones democráticas están diseñadas para hacerlos posibles. Por lo general, la constitución no cambia, o sólo cambia lentamente, mientras que un nuevo partido o coalición redefine la agenda política y reforma la legislación. Esta combinación de rigidez y plasticidad les permite a los regímenes democráticos adaptarse a los cambios en las preferencias de los ciudadanos.

Ahora bien, lo mismo no se aplica a Europa. Primero, el cambio político no es sincronizado. En cualquier momento dado, algunos países pueden haber votado por partidos radicales, mientras que otros no (o directamente no llevaron adelante elecciones). Este choque de legitimidad es lo que el gobierno griego no entendió en un principio, la primavera pasada, cuando intentó aliviar las medidas de austeridad: Syriza había recibido un mandato de cambio de parte de los votantes griegos, pero los representantes de otros países no habían recibido el mismo mandato.

Segundo, a diferencia de las democracias nacionales, la UE no obtiene su legitimidad del proceso a través del cual se toman decisiones políticas, sino principalmente del resultado que puede ofrecer. Esto no quiere decir que no haya un proceso democrático: el Parlamento Europeo electo es un organismo legislativo serio, y su examen riguroso de los comisionados europeos suele ser más exhaustivo que la selección de personal a nivel nacional. Pero no tiene ninguna visibilidad, porque las decisiones principales se negocian entre los gobiernos nacionales.

Tercero, el límite entre cuestiones constitucionales y legislativas es peculiar en la UE. Todas las cláusulas de los tratados tienen status constitucional; de hecho, sólo se pueden cambiar si existe un acuerdo unánime. Es más, como los gobiernos desconfiaban unos de otros, insistieron en incluir en los tratados lo que normalmente formaría parte de la legislación ordinaria. Las muchas reglas que gobiernan la vida económica en la UE son, por lo tanto, mucho más difíciles de enmendar que cualquier cláusula doméstica similar. En otras palabras, el margen para redefinir las reglas es excesivamente limitado, aunque reflejen un consenso de políticas que ya no se comparte ampliamente.

¿Qué opciones le deja esto a la UE para responder a la polarización política y las demandas concomitantes de más flexibilidad de políticas a nivel nacional? Por supuesto, la UE simplemente podría ignorar esos cambios y esperar que el radicalismo mengüe una vez que quienes lo defienden se confronten con la responsabilidad de gobernar. Pero eso sería una tontería. Syriza se vio obligado a aceptar opciones difíciles porque Grecia depende de la asistencia financiera externa. Ningún otro país está en la misma situación. Ignorar las demandas de cambio en definitiva agudizaría la hostilidad popular hacia la UE.

Otra posibilidad sería explotar, de manera ad hoc, la flexibilidad existente en las cláusulas de los tratados de la UE. El pragmatismo de hecho puede ser útil y la Comisión Europea encabezada por Jean-Claude Juncker está deseosa de abrazarlo. Pero sería peligroso transformar el marco de la UE en una maraña de negociaciones políticas específicas de cada país. Aquellos para quienes el régimen del derecho y el cumplimiento de los principios fundamentales son cuestiones serias -no sólo Alemania- se opondrían de inmediato.

La última solución sería lograr que la UE estuviera más predispuesta al cambio político. Esto exigiría cambiar explícitamente el equilibrio entre cuestiones constitucionales y legislativas, de manera que se preserven los principios, pero que las políticas puedan ser sensibles a la normas. Es más, la UE debería poder legislar en una gama más amplia de políticas, inclusive, por ejemplo, la tributación. Esto pondría fin a su difícil impotencia -y aparente indiferencia- en materia de desigualdad.

Al mismo tiempo, se le debería otorgar al Parlamento Europeo un perfil más alto, como en un sistema verdaderamente federal, de modo que se perciba a los gobiernos a nivel nacional y europeo como igualmente legítimos. Con una federalización de estas características en la UE o, más probablemente, en la eurozona (que es más pequeña y dentro de la cual el grado de integración es más elevado), los conflictos de políticas colocarían a los gobiernos nacionales electos en contra ya no de un sistema opaco sino de una institución federal políticamente legítima.

Esta estrategia enfrenta obstáculos enormes. A comienzos de los años 2000 se hizo un intento por redactar una constitución para la UE. Fracasó. Alemania y otros países cuyas políticas tradicionales todavía cuentan con un amplio respaldo se opondrían vehementemente a cualquier distensión percibida de las reglas y principios comunes. Sería difícil, en el mejor de los casos, concordar sobre competencias adicionales y un Parlamento Europeo más fuerte en un momento en el que tantos en Europa, empezando por los radicales, consideran a la UE como el principal culpable de sus males actuales. Sin embargo, la construcción de una democracia transnacional en definitiva es la respuesta más viable para la polarización política en Europa.

Jean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance in Berlin, and currently serves as Commissioner-General for Policy Planning for the French government. He is a former director of Bruegel, the Brussels-based economic think tank.

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