Una respuesta canadiense a la cuestión catalana

En septiembre de 1867, apenas dos meses después de la creación del Dominio de Canadá,se celebraron elecciones en Nueva Escocia, que ganó el partido Anti-confederación. El nuevo primer ministro, Joseph Howe, viajó hasta Londres para pedir al Parlamento imperial que permitiera a esa provincia separarse de Canadá, petición que fue rechazada porque la creación de la Confederación había originado una interdependencia con “amplias obligaciones políticas y comerciales” entre las provincias. Ciento treinta y un años después, en su famoso Dictamen de 20 de agosto de 1998 sobre la secesión de Quebec, el Tribunal Supremo de Canadá recordaba ese momento histórico para afirmar que si en los primeros pasos del devenir de su Estado las provincias no tenían derecho a la secesión, mucho menos iban a tenerlo a finales del siglo XX, a pesar de que el texto de la Constitución “ni autorice ni prohíba expresamente la secesión”. Por eso, no es correcta la idea, tan repetida estos días, de que Canadá no es un modelo en el que podamos inspirarnos en España para discutir sobre una eventual independencia de Cataluña ya que la Constitución canadiense permite la secesión mientras que la española la prohíbe. No es exacto: las dos lo niegan.

Así que la única forma de conseguir una secesión constitucional, en España y en Canadá, es modificando la Constitución. Las similitudes entre ambos Estados terminan, de momento, aquí porque nuestro Gobierno no está dispuesto a permitir ningún referéndum de autodeterminación en Cataluña, mientras que en Quebec ya se han celebrado dos, en 1980 y en 1995. Desde luego, si la Generalitat convocase por sí sola un referéndum sería un acto contrario a nuestro ordenamiento jurídico porque el artículo 149.1.32 de la Constitución le atribuye el monopolio de su convocatoria al Gobierno español. Por eso, la vía que ha sugerido Rajoy a Mas es exquisitamente constitucional: presente un proyecto de reforma constitucional y ya lo discutiremos en el Congreso. También lleva toda la razón jurídica Sáenz de Santamaría cuando afirma que si la Generalitat convocara ese referéndum el Gobierno acudiría al Tribunal Constitucional, que automáticamente lo suspendería, como ya ocurrió en 2008 cuando Ibarretxe pretendió convocar una consulta ciudadana sobre la negociación con ETA y el “derecho a decidir”. Si a diferencia de lo que hizo el Gobierno Vasco, el catalán no acatara la decisión del Constitucional y siguiera adelante con su consulta ilegal, el Gobierno central podría usar la coacción estatal del artículo 155 de la Constitución, que llevado al extremo permitiría la suspensión de las instituciones autonómicas. Si fuera preciso, todavía el Estado español podría declarar el estado de excepción y más allá, si hubiera riesgo de insurrección, el de sitio con nombramiento incluido de una autoridad militar (art. 116 de la Constitución).

Pero todas estas medidas constitucionales ¿cuánto tiempo pueden mantenerse contra la voluntad mayoritaria de los catalanes?, ¿se suspendería la Generalitat indefinidamente y Cataluña pasaría a regirse por un gobernador militar? No parece que esta actuación pudiera durar mucho tiempo en un Estado de la Unión Europea y se le podría decir a Rajoy lo mismo que le dijo Talleyrand a Napoleón, precisamente hablando del control militar de España: “Sire, las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse sobre ellas”. O de forma más moderna, leerle el Dictamen del Tribunal Supremo canadiense: “Nuestras instituciones están basadas en el principio democrático y, en consecuencia, la expresión de la voluntad democrática de una provincia conferiría legitimidad a los esfuerzos que realizara el Gobierno de Quebec para iniciar el proceso de reforma constitucional para proceder a la secesión a través de medios constitucionales”. Por eso, si en las próximas elecciones del 25 de noviembre se produjera una victoria de las fuerzas soberanistas y decidieran celebrar el referéndum de autodeterminación, me parece que lo más adecuado desde un punto de vista democrático sería seguir la vía canadiense y convocar un referéndum en Cataluña, lo que puede hacer el Gobierno (art. 92 de la Constitución), tal y como ha sugerido, desde una posición defensora de la unidad, el profesor Francesc de Carreras. Me atrevo a añadir por mi cuenta que, a pesar de alguna afirmación de la Sentencia del Tribunal Constitucional 103/2008, no creo que el principio de la indisoluble unidad de la Nación española (art. 2 de la Constitución) impida una pregunta que dijera algo así como ¿está usted de acuerdo con que se reforme la Constitución española para permitir la independencia de Cataluña?

A partir de ahí, todavía se pueden aprender algunas cosas de la experiencia canadiense. Por ejemplo, en el ámbito jurídico, fijar los términos de validez del referéndum (“un voto claro de la mayoría de los quebequeses sobre una pregunta clara”). Y en el ámbito político, estudiar los motivos que llevaron a darle la vuelta a las encuestas y desembocar en una impresionante victoria de los unionistas en el referéndum de 1980 (60%-40%), sobre todo la inteligente campaña del primer ministro, el carismático Pierre Trudeau, que supo conquistar a los quebequeses con sus propuestas de renovación del federalismo canadiense. Por eso, creo que el mejor servicio que puede hacer el Gobierno a la unidad de España es construir un discurso ilusionante sobre nuestro futuro en común, dejando las descalificaciones algarábicas para otra ocasión.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional.

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