Una rubia en Manhattan

Antes, hace 15 o más años, había una editorial francesa de auténtico prestigio literario, La Serpiente con Plumas. Ahora aparece la editora, todavía joven y bella, y me entrega un libro reciente del mismo sello: Una rubia en Manhattan. Es el texto de un periodista conocido, especialista en cine asiático, sobre Marilyn Monroe y su encuentro en la década de los cincuenta, en Nueva York, con un fotógrafo que la descubrió, que la entendió y que la hizo vivir en un conjunto extraordinario de fotografías.

Ya casi no publicamos literatura, me dice la editora y directora de colección, sonriente, y le contesto que un buen retrato al natural, desde distancia corta, sin tratar de engañar al lector, de Marylin, puede llegar a las más altas categorías de lo literario. Pues bien, replica ella, espero que se venda, y mira el objeto que acaba de publicar con una mezcla de cariño y angustia. Si no se vende, parece decir, mi carrera se termina aquí mismo.

Yo leo el libro desde la mitad para adelante. Comprendo que pierdo algo, pero no me parece que sea demasiado. No podría leer Madame Bovary, de Flaubert, de la misma manera, ni Crimen y castigo. La historia de la rubia en Manhattan, en cambio, me parece más parcelable, barajable, divisible. Y la verdad es que llego hasta la última línea en un par de horas. Al día siguiente guardo el recuerdo confuso de una serie de borracheras, de viajes precipitados, de películas fracasadas, de anfetaminas e insomnios. ¡Pobre Marylin!, me digo, y pienso que es bastante más simpática que Emma Bovary, igual de trágica y un poco más divertida, pero que el talento de Flaubert no se divisa por ningún lado.

El modelo del libro, Marylin, es muy superior a su escritura, y en la novela flaubertiana sucede exactamente al revés. Me pregunto, entonces, si la literatura tiende a desaparecer, o si solo pasamos por un momento malo. Alguien, entretanto, me confiesa que siente pasión por la actual literatura de India, que la sigue de cerca, que devora los libros de un grupo de autores cuyos nombres me suenan vagamente, y me dan ganas de recomendarles a los jóvenes que se vayan a Bombay, a Nueva Delhi. ¡Que no pierdan su tiempo! El genio de lo literario sopla donde menos se piensa, y ¿por qué no escribir una novela sobre Marylin, un texto anclado entre la ficción y la biografía, un engendro como se hacen muchos ahora, y tratar de escribirlo con la maestría de Gustave Flaubert, aunque se quede lejos del objetivo?

Todo lo anterior es una digresión, y compruebo que se ha comido la mitad de mi espacio.

Porque estaba ocupado en estos días de otro personaje femenino, rubio, también, pero mucho menor en años: Alicia en el País de las Maravillas, al otro lado del espejo, en el subsuelo, en el antejardín de la parroquia anglicana de su amigo el reverendo Charles Lutwidge Dodgson.

Voy a dar una breve explicación. Cada vez que entro en uno de estos temas, me quedo enganchado durante un tiempo largo y trato de llegar lo más lejos posible. Alberto Manguel, que no es precisamente un crítico sino un escritor que escribe sobre la lectura y la escritura, sobre las bibliotecas, sobre todos los fenómenos relacionados con el libro, me pidió que hiciéramos un diálogo sobre Lewis Carroll y Alicia, dentro de un ciclo de la Universidad de Alicante. Es un tipo de desafío que me gusta. Releo el libro supuestamente infantil -uno de los libros menos infantiles que conozco-, leo un libro de lógica matemática sobre las obras de Carroll, que en su vida real, en su identidad como Charles Dodgson, era profesor de matemáticas en escuelas universitarias del centro de Inglaterra, leo Alicia en el País de las Maravillas en la edición minuciosamente anotada por Martin Gardner, novelista y matemático, y empiezo a encontrar referencias, tejidos intelectuales, símbolos.

Charles Dodgson, el pastor anglicano, el reverendo Dodgson, era un apasionado de las rimas infantiles clásicas, de los cuentos populares, de los juegos de ingenio. Aparte de sus célebres textos literarios, escribió libros de matemáticas, de trigonometría, de lógica simbólica, además de un par de explicaciones sobre las ideas fundamentales de Euclides.

Otra de sus pasiones, aparte de las matemáticas y sus diversas derivaciones, era la fotografía. Se hacía amigo con notable facilidad de niñas muy chicas y les hacía largas sesiones de retratos. Como no faltan los mal pensados en el vasto y contradictorio mundo de la gente de libros, muchos aseguran que era un perverso, un pedófilo, que se defendía frente a la sociedad de su tiempo, la de la época victoriana, con una refinada hipocresía.

A mí no me convence en absoluto este punto de vista, aun cuando no tenemos argumentos sólidos para aprobarlo o para descartarlo. Se sabe que la madre de Alice Lidell, la niña de siete años que fue la inspiradora de la Alicia de Carroll, le prohibió en un momento determinado que siguiera viendo al reverendo Dodgson, pero este detalle tampoco es una demostración de nada. Se sabe que Dodgson, Carroll en la literatura, hizo un paseo en bote con la chica y un par de amigas por una laguna de las cercanías de Oxford, en un atardecer de verano, y que al regreso del paseo tenía la idea completa de la novela en la cabeza. Además, se conocen sus maravillosas fotografías de la pequeña Alice. La de Alice disfrazada de vagabunda, de mendiga, en harapos, con la mano derecha extendida y una mirada desafiante, es una de las obras maestras de la fotografía del siglo XIX.

El libro comienza cuando la pequeña Alicia encuentra a un conejo blanco, vestido de levita blanca y de sombrero, y decide seguirlo. Comienza, en buenas cuentas, con un fenómeno de asombro, de irresistible curiosidad. El conejo desaparece en un hoyo que se abre en el medio del campo y Alicia entra y empieza a caer. A partir de esa caída, todo es misterio, desarreglo, disparate. Los ingleses tienen la palabra nonsense, sin sentido. Dodgson, el matemático, el lógico, sentía fascinación por todo lo que se pudiera definir como nonsense. Mientras Alicia cae por el hoyo, divisa en los muros estanterías, cajones, gavetas, libros, documentos. Hemos entrado en los laberintos del sueño de un escritor y de un matemático. Los personajes son cartas, como el Rey Rojo, piezas de ajedrez, como una de las Reinas, caballeros dibujados en ilustraciones de libros de caballería.

Vale la pena perderse en esto, y no sé si vale la pena volver a encontrarse. Dodgson escribió un trabajo que lleva el título siguiente: ¿Qué le dijo la tortuga a Aquiles? Fue publicado en una revista especializada que se llamaba Mind (Mente) en diciembre de 1894.

Toda la obra del reverendo es un viaje, pero no por paisajes del campo de Inglaterra, no por senderos de Oxford, sino por espacios imaginarios. Algunos diálogos son inolvidables: el de Alicia con un ciempiés somnoliento y bromista, por ejemplo, o con un huevo intelectual, pedante, que se llamaba Humpty Dumpty.

Y, si usted se aburre con estos asuntos, no tiene más que doblar la hoja y pasar a otro tema.

Por Jorge Edwards, escritor chileno.

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