Una ruta hacia la desunión de Europa

El lema de los Estados Unidos de América es “E pluribus unum” (de muchos, uno). El de la Unión Europea es “In varietate concordia”, cuya traducción oficial al español es “Unida en la diversidad”. Es difícil expresar más claramente las diferencias entre Estados Unidos y el modelo europeo. Estados Unidos es un crisol de razas, Europa es un mosaico de pueblos y culturas diferentes surgido como resultado de una larga historia.

Esta diferencia suscita dudas respecto de la conveniencia de luchar por la creación de unos Estados Unidos de Europa. Muchos se niegan a aceptar esta idea, porque no creen que una identidad europea unificada sea posible; recalcan además que para crear un sistema político único, como el de Estados Unidos, es necesario que haya un idioma común y una única nacionalidad.

Tal vez tengan razón quienes piensan que la idea de los Estados Unidos de Europa (el sueño de muchos niños de posguerra como yo) nunca se podrá llevar a la práctica, pero yo no estoy tan seguro. Después de todo, profundizar la integración europea y crear un sistema político único conlleva ventajas prácticas innegables, para las que no hacen falta una identidad o un idioma comunes. Algunos ejemplos son: el derecho de cruzar las fronteras con libertad; el libre movimiento de bienes y servicios; garantías jurídicas para las actividades económicas transfronterizas; una infraestructura de transporte paneuropea; y lo que no es menos importante, un sistema común de defensa.

La más paradigmática de las áreas donde la acción colectiva resulta deseable es la regulación bancaria. Si los bancos operan a escala internacional, pero están sujetos a normativas locales, las autoridades nacionales encargadas de regular su actividad tienen un incentivo permanente para flexibilizar sus normas, de modo de no ahuyentar las inversiones y mantener el atractivo del país para los negocios. Esto genera una competencia a ver quién desregula más, ya que mientras que las ganancias obtenidas de una normativa más flexible se quedan dentro del país, las pérdidas son para los acreedores de los bancos, que están en todo el mundo.

Se pueden encontrar muchos ejemplos similares en otras áreas (como la fijación de estándares industriales, la política de competitividad y la tributación) que también vienen al caso. Es decir, hay razones de base para abogar por una integración europea más profunda, incluso por la creación de un Estado único europeo.

Pero tomar esta senda conlleva riesgos, que siempre surgen del hecho de que los organismos colectivos de decisión, aunque provean servicios útiles para el conjunto, también pueden abusar de su poder para redistribuir recursos entre los países participantes. De este riesgo no están exentos los organismos democráticos; por el contrario, en ellos existe la posibilidad de que las mayorías exploten a las minorías. Para contrarrestar esta amenaza, en los organismos democráticos siempre es necesario fijar reglas especiales que protejan a las minorías, por ejemplo, exigir que las decisiones se tomen por unanimidad o por mayoría calificada.

Un ejemplo particularmente elocuente de este problema lo encontramos en las decisiones del Banco Central Europeo, que se toman por mayoría simple, en un organismo que ni siquiera surge de una elección democrática. Las decisiones del BCE generan enormes redistribuciones de recursos y de riesgos, tanto entre los estados miembros de la eurozona como entre los contribuyentes de países estables (que arriesgan poco en la crisis) y los inversores internacionales directamente afectados por ella.

El BCE ha estado usando casi toda su capacidad de refinanciación para ayudar a los cinco países de la eurozona golpeados por la crisis: Italia, España, Portugal, Grecia e Irlanda. De estos cinco países salió todo el dinero que circula en la eurozona, que luego se utilizó en gran medida para comprar bienes y activos en los estados miembros septentrionales y para rescatar títulos de deuda externa de esos países.

Una política con semejantes desequilibrios regionales sería imposible en Estados Unidos: la Reserva Federal ni siquiera está habilitada para otorgar crédito a regiones específicas, mucho menos a estados que estén al filo de la bancarrota (como California).

Y ahora el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, con el apoyo de la mayoría de los países de la eurozona en problemas, ha vuelto a proponer la emisión de eurobonos y la creación de esquemas de mutualización de deudas. Son ideas que superan con creces lo que es posible en el sistema estadounidense; para implementarlas, haría falta un nivel de integración fiscal y de centralización de poder que no se parece ni remotamente a lo que hay en Estados Unidos.

Las propuestas de Van Rompuy son extremadamente peligrosas y podrían destruir a Europa. La ruta hacia una unión basada en la responsabilidad conjunta por las deudas, a la que se oponen grandes sectores de la población europea, no lleva a un Estado federal en el verdadero sentido de la palabra, es decir, una alianza de iguales, que de común acuerdo deciden unirse y protegerse mutuamente.

Ni puede conducir esta ruta a la creación de unos Estados Unidos de Europa, simplemente porque gran parte de Europa se niega a emprender esta senda. Europa no es lo mismo que la eurozona, porque Europa incluye muchos países que no usan el euro. A pesar del beneficio que supondría para la prosperidad de Europa el euro (si se corrigieran sus obvios defectos), la senda que ha comenzado a transitar la eurozona solo conducirá a la desunión de la UE y debilitará la idea de unidad en la diversidad.

Ya no resulta convincente la afirmación de que la eurozona puede transformarse en los Estados Unidos de Europa. Es mucho más probable que la propuesta de emisión conjunta de deuda cree un profundo abismo dentro de Europa, porque para convertir la eurozona en una unión de transferencias y de responsabilidades, capaz de impedir la insolvencia de cualquiera de los estados miembros, se necesitaría un grado de centralización de poder que actualmente no existe ni siquiera en los Estados Unidos de América.

Hans-Werner Sinn, Professor of Economics at the University of Munich, is President of the Ifo Institute for Economic Research and serves on the German economy ministry’s Advisory Council. Traducción: Esteban Flamini.

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