Una salida constituyente

El artículo 168 de la Constitución establece un procedimiento muy exigente para afrontar la gran revisión de la Constitución. Nunca ha sido santo de mi devoción pero hoy puede prestarnos ayuda, aunque solo sea por paradoja. Se inicia con la aprobación por dos tercios de cada Cámara del principio que ha de fundamentar el cambio, la disolución subsiguiente de las Cortes con convocatoria de elecciones generales, la discusión por las Cámaras del nuevo texto y su aprobación por mayorías también cualificadas, y acaba en la convocatoria de un referéndum nacional. Sus buenos tres o cuatro años de debates, acercamiento de posiciones, negociación de intereses e intercambio de razones. Con dos apelaciones ordenadas al voto de todos.

La paradoja es que esa extremada rigidez puede ser hoy la puerta hacia una gran deliberación nacional. Es decir, a todo un largo proceso de reflexión, posicionamiento y responsabilidad en el que también tomen parte los ciudadanos al lado de los partidos; un modo de ponernos todos a discutir con la razón y salirnos de la perentoriedad de las redes, las mentiras públicas y los simplismos de la imagen. Habrá quien crea que es demasiado tiempo, pero si alguien piensa que la situación creada en Cataluña por el activismo ilegal de los unos y el quietismo legalista de los otros puede solventarse en un par de meses mediante actitudes, mediaciones y diálogos, me parece que no ha entendido nada.

Estos días se hacen encendidas apelaciones a la política. No sé muy bien qué significa eso. Si es la política como la astucia de la mano izquierda y el gambeteo, me parece ilusorio que vaya a arreglar nada. No estamos ante una desavenencia; estamos ante una profunda ruptura constitucional, hasta ahora solo en grado de tentativa. Si es la política como negociación de los propios intereses en base a la fuerza de cada uno, no parece aceptable porque deja siempre fuera al más débil y no sirve por ello para resolver cuestiones de principio. Y mucho menos si es la política como pretendidos pactos entre pueblos o naciones pues se sustenta en premisas irracionales, las de las identidades a priori y las fronteras imaginarias que acompañan siempre al nacionalismo, el propio y el ajeno, y determinan su ínfima calidad moral.

Solo la política entendida como la apuesta profunda por la ordenación racional de las pautas de convivencia y la distribución de los beneficios y las cargas de la vida social cabe ahora. Frente a la cruda posición reactiva a los pasos de los demás, la deliberación y la gran decisión sobre cuestiones básicas, que son cabalmente las que están en entredicho. Y esa tiene que ser una apuesta y una decisión colectiva, que incluya a todos. Naturalmente, tiene que partir de un statu quo acordado para iniciar ese diálogo. La actitud de quien primero se extralimita y luego insta al diálogo es una perversión inaceptable. Por eso, los partidos independentistas catalanes tendrían que volver sobre sus pasos, convocar un pleno del Parlament con todos los grupos en presencia, y extinguir todo lo que quede de las sesiones del 6 y 7 de septiembre, declarándolo nulo y sin efecto, como si hubiera sido un mal sueño. Y por eso Mariano Rajoy, el ocurrente anticatalanista del infausto recurso, no tendría que presentarse a las elecciones convocadas. Asumir la propia responsabilidad también puede abrir la puerta al gran diálogo colectivo.

Pero el diálogo es un razonamiento colectivo exteriorizado, no es una mera cháchara o una argumentación retórica para vender tus propias ideas. Si toda esta fractura no fuera más que un ejercicio de fuerza para sacar alguna tajada, por ejemplo el injusto cupo vasco o la habilitación para hacer referendos de secesión, el proceso no tendría sentido alguno. Todos los diálogos y todas las políticas tienen eso que se llaman ahora líneas rojas, pero no son simples obcecaciones ideológicas, sino condiciones de posibilidad del diálogo mismo. Cuando se abre, uno ha de estar dispuesto también a perder algo, por la sencilla razón de que solo en una situación imaginaria todos pueden salir ganando. Distribuir mejor las ventajas de la cooperación, pero también soportar mejor sus costes. Y no es imposible, por ejemplo, que las competencias del Estado se vean mermadas, pero también que Cataluña, o cualquier otra comunidad autónoma, pierda algunas de las que había logrado con tanta claudicación y tanto regateo.

Me parece, pues, que solo nos queda la convocatoria de una gran reflexión sobre las condiciones jurídicas y políticas básicas de nuestra convivencia a través de la revisión de las pautas constitucionales. Un proceso en el que las fuerzas representativas articulen sus coincidencias y sus diferencias en torno a un desafío profundo. Y eso puede propiciarlo el engorroso artículo 168. Si se activa, tendremos ocasión de ver si los líderes políticos siguen toscamente enrocados ante el abismo o la irresponsabilidad. O se autoexcluyen de un proceso en el que se juegan cosas vitales para su electorado.

Comprobaremos si tienen altura de miras o siguen enfeudados en sus redes clientelares; si continúan en la práctica de una suerte de autismo político (perdón por la metáfora) o son capaces de abrirse a las preguntas reales. Y aunque me preocupa la creciente mediocridad de los cuadros políticos que hemos generado, quizás una convocatoria como esa les sacuda de su modorra. Los registradores y los abogados del Estado están bien para la administración ordinaria, pero hoy necesitamos el coraje del gran político.

El resultado, por cierto, no tiene por qué alterar la sana y buena parte, una importante parte, de la Constitución vigente. La tabla de derechos básicos puede quedar incólume o ser mejorada en algún extremo, porque nadie la discute seriamente. Y tantas otras cosas. Pero la degeneración de ciertas instituciones y órganos constitucionales puede ser señalada en los debates y combatida a partir de la nueva Constitución. O la indeterminación de algunos extremos relacionados con la Corona. O la extremada e incontrolable fluidez en el trasiego de competencias territoriales que solo tiene fundamento en palabras vagas e intereses espurios. Disciplinar y definir en mayor grado algunos extremos no tiene por qué poner en peligro nada. Lo único que pone todo en peligro es la cerrazón obtusa de los textos y de los actores. O el cinismo de los arribistas. Y estos días estamos comprobando a qué conduce eso.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

1 comentario


  1. Me parece un articulo con buen razonamiento y visión del futuro que requiere políticos de Estado que busquen el bien común y solidaridad entre todos

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