Una salida en falso del laberinto europeo

El acuerdo alcanzado por los dirigentes europeos en Lisboa para reformar el actual Tratado de la Unión Europea y dejar atrás la fallida Constitución comunitaria pone fin a seis años de introspección, aunque no de parálisis política. Porque la UE ha mantenido activo su proceso de expansión con la incorporación de nuevos socios, abordando simultáneamente otras tareas y ambiciosos objetivos. Con todo, durante un largo lustro gran parte de las energías políticas en Bruselas se canalizaron hacia la formidable y estéril tarea de pactar entre todos los miembros una nueva Constitución. Después, tras el frustrante rechazo en referéndum de Francia y Holanda, se volcaron en meditar, con escasa imaginación, sobre cómo salir del embrollo. La cumbre de Lisboa cree ahora haber encontrado una salida del laberinto.

Es cierto que el Tratado pactado contiene buena parte de la Constitución original, pero ya despojada de su denominación, de los símbolos e incluso del lenguaje constitucional. De este modo, al igual que en la Carta Magna rechazada, se impulsa la cooperación judicial y policial y la política exterior, e incorpora algunas novedades institucionales -un presidente permanente del Consejo Europeo, un ministro (sin este nombre) de Asuntos Exteriores y una futura distribución de votos en el Consejo que favorecerá a los cuatro países grandes-. Será un texto mucho menos inteligible y práctico que la Constitución y que el actual Tratado de Niza, por su acumulación de excepciones, exclusiones y condiciones en el desarrollo de las políticas europeas y una redacción a veces deliberadamente incomprensible para evitar que surjan reacciones hostiles desde algunos Estados.

Esta fórmula de rescate supone un apresurado viaje de vuelta al método tradicional de reformas sucesivas de los Tratados, ya experimentado en el pasado, basado en pequeños avances y sin grandes debates públicos. Es inevitable advertir pues un retorno al elitismo original de la integración europea, una vez que supuestamente habría descarrilado el intento de democratización que acompañaba la elaboración y ratificación de la Constitución y que los líderes europeos consideraron tan fundamental en 2002.

Sin embargo, pese al optimismo oficial, creo que podríamos estar ante una salida en falso, al menos por tres razones. En primer lugar, se olvida con frecuencia que ya existe una 'constitución material' europea, no escrita, basada en la interpretación judicial de los Tratados. Pero esa decisión de no llamar 'Constitución' al nuevo texto y, especialmente, de prohibir que tenga carácter constitucional puede afectar a los logros de la integración europea de los últimos cincuenta años. Es decir, el acuerdo y el espíritu de Lisboa podrían ser utilizados por los euroescépticos para limitar el dinamismo y la flexibilidad de la integración e impedir la necesaria profundización en el proceso. Y de paso amenazar seriamente la aspiración a que Europa se convierta definitivamente en un actor global y cuente con verdaderas políticas de energía, inmigración, defensa y un gobierno económico digno de este nombre.

En segundo lugar, nadie está en condiciones de asegurar que este nuevo Tratado logrará superar fácilmente los obstáculos para entrar en vigor. Varios países pequeños como Irlanda o Dinamarca celebrarán referéndum y Gordon Brown en el Reino Unido puede, finalmente, verse obligado a convocarlo. Aunque se ha intentado redactar el texto de tal modo que los Estados con menos escrúpulos no lo sometan a consulta -para evitar que el pueblo se 'equivoque' otra vez - sigue en vigor la regla de la unanimidad para ratificarlo. Basta con que un socio europeo lo rechace en su parlamento o un tribunal constitucional le ponga pegas para que se complique el proceso y eventualmente no haya Tratado de Lisboa en la fecha prevista, 2009.

Finalmente, resulta inútil y contraproducente intentar cerrar la caja de Pandora ya abierta del debate público sobre Europa. Ante los noes de Francia y Holanda, lo que se necesitaba es más debate, no menos; más política y no una tecnocrática huida hacia adelante, que puede convertirse, a la postre, en la salida equivocada del laberinto.

José M. de Areilza Carvajal