¿Una Sanidad gratuita?

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 03/09/05):

A poco que se observe el volumen y ritmo de crecimiento de los servicios públicos que se prestan en España se llega a la conclusión de que los sanitarios están siendo hoy, y lo serán mucho más en el futuro, el motor más acelerado de nuestro gasto público.Algunas de las heterodoxas pretensiones financieras que últimamente se formulan por nuestras comunidades autónomas responden a la imperiosa necesidad de nuevos recursos para atender estos servicios.Por eso resulta urgente encontrar soluciones racionales para este importante problema.

Muchas son las razones que impulsan el crecimiento de los gastos públicos sanitarios. La salud constituye un valor absoluto y previo a todos los demás para la inmensa mayoría de los humanos; la edad media de la población crece a ritmos acentuados y, con ella, un mayor consumo de servicios sanitarios; los importantes movimientos migratorios están trayendo cada día más pacientes desatendidos en sus países de origen a los centros sanitarios de los países más avanzados; una renta más elevada hace que se deseen como bienes ordinarios prestaciones sanitarias que antes estaban consideradas como de alto lujo o simplemente excluidas del mapa de necesidades de la mayoría; la medicina puede curar cada vez más enfermedades; la tecnología de la sanidad es cada día más cara; la organización de los servicios sanitarios, por la propia naturaleza de los mismos -y quizás también por un cierto abandono de esas tareas organizativas- es compleja y poco eficiente; y, sobre todo, la sanidad pública se ofrece gratuitamente a todos sin más límites en la práctica que los que impone la propia congestión de los servicios existentes.

La enumeración de esos factores -a los que quizás habría que añadir algunos otros similares- nos pone sobre la pista de que frenar el crecimiento de los gastos públicos sanitarios no es cuestión de una única medida, porque difícil será encontrar un remedio común para todos ellos. Es evidente, por el contrario, que cada uno de esos factores exigiría de una solución específica, lo que haría necesaria una política compleja que habría de componerse de más de una medida y no de una sola. Incluso resulta fácil darse cuenta de que a algunos de esos factores no se les debería buscar remedio, porque se generan por circunstancias muy positivas para el bienestar de los individuos. Así, a nadie en su sano juicio se le ocurriría montar campañas para que los ciudadanos dejasen de apreciar la salud como un valor esencial, ni para que viviesen menos años, ni para desatender sanitariamente a las personas que legítimamente forman parte de la población del país, ni para reducir la renta media y que con ello algunos servicios sanitarios no esenciales dejasen de ser demandados, ni para que la medicina fuese menos eficaz y curase menos enfermedades.

Si se eliminan esos factores, los que deberían corregirse ya no son tantos: tecnología cada vez más cara; organizaciones poco eficientes y, finalmente, gratuidad completa de los servicios sanitarios públicos. De ellos, el primero -el encarecimiento de las nuevas técnicas y remedios- resulta casi inevitable consecuencia de la complejidad intrínseca y creciente de muchos tratamientos nuevos combinada con la necesidad de conceder, a través de las patentes, rentas temporales de monopolio a quienes descubren o innovan como única vía para asegurar un adecuado flujo de tales innovaciones. Desde luego quienes descubren e innovan deben tener derecho a una justa compensación por su esfuerzo innovador, pero debería vigilarse con especial cuidado dos aspectos de ese derecho.Primero, que la innovación realmente responda a un auténtico e importante valor añadido para incorporar a los servicios sanitarios sólo tecnologías que cumplan con ese requisito y, segundo, que las patentes sean muy limitadas en el tiempo y en su propio ámbito de protección, para que no impidan el desarrollo de otros productos, sistemas o remedios sustitutivos.

La eficiencia en la organización de los servicios sanitarios públicos y privados suele ser una asignatura poco desarrollada todavía en la mayor parte de los países. Bien cierto es que la Sanidad trata de la vida de seres humanos y que, ante ese valor, aplicar sin más el análisis de costes y beneficios tiene poco sentido. Pero las técnicas organizativas empresariales han avanzado mucho en las últimas décadas y mucho, seguramente, podría hacerse también por una mayor eficiencia de los servicios sanitarios si esas técnicas, combinadas con las especificidades de estos servicios, se aplicasen más profusamente en hospitales y centros de salud, lo que significaría menores costes y mayor número de enfermos tratados dentro de los estándares de calidad establecidos.Introducir retribuciones más ligadas a la productividad efectiva del personal también mejoraría la eficiencia de la organización.

Pero resueltas esas cuestiones de eficiencia, no despreciables en ningún caso, es necesario entrar a fondo en el debate de la gratuidad sanitaria. Esa gratuidad pretende llevar a término el derecho de todos a la salud, como el derecho a la educación, a la vivienda, a una renta de subsistencia o tantos otros que suelen contenerse en las constituciones vigentes junto con las declaraciones de los llamados derechos civiles. No son malas esas declaraciones de derechos de claro contenido económico sino, por el contrario, deseables para orientar la política pública.Pero como la gratuidad también impulsa demandas que se aproximan rápidamente al infinito, han de establecer límites razonables a esas declaraciones para evitar que las demandas sobrepasen lo que se puede dedicar a algunos de esos derechos sin perjudicar a otros similares o poner en riesgo el crecimiento futuro de la producción.

En el caso concreto de los servicios sanitarios, cabrían dos posibles soluciones no necesariamente excluyentes para resolver ese problema. La primera respondería a una cierta idea de racionamiento y consistiría en establecer una lista limitada de servicios esenciales para todos que serían los únicos que se atenderían bajo criterios de gratuidad. La segunda se fundamenta en la idea de precio, estableciendo el pago por el paciente de una parte del coste de los servicios sanitarios recibidos, aunque con la exención total o parcial de ese pago para pacientes de baja renta. Sin duda ambas soluciones podrían también combinarse entre sí, pero la mala experiencia del racionamiento en otros ámbitos aconsejaría no recurrir a listas de ese tipo y, por el contrario, hacer uso del sistema de precios, que ofrece siempre soluciones más eficientes que las del racionamiento. Un sistema de copago por parte de los pacientes podría constituir la mejor solución para el consumo excesivo de estos servicios combinándolo con exenciones totales o parciales para los de rentas más bajas, aunque podrían graduarse algo también en función de la edad del paciente. En una sociedad con alta capacidad económica como la española de hoy estas soluciones no deberían escandalizar a nadie pues, incluso, ayudarían a hacer más eficiente la organización de los servicios sanitarios, ya que los pacientes serían los primeros en exigir un mayor control de los gastos al incidir éstos sobre la cuantía de sus facturas.

Al Estado también le quedarían importantes responsabilidades en este ámbito. De una parte, los servicios sanitarios se prestan en muchas ocasiones en unas regiones a ciudadanos residentes en otras o a extranjeros no residentes, por lo que tiene que existir un sistema adecuado de compensaciones interregionales que debería ser atendido y gestionado por el Estado. En segundo lugar, los servicios sanitarios esenciales deberían ser iguales en todo el territorio nacional y al Estado debería corresponderle garantizar ese nivel mínimo de servicios esenciales en todo su territorio.

Pero, dada la magnitud de la brecha financiera a la que se enfrenta la Sanidad pública española, posiblemente estas decisiones no resolviesen totalmente el problema y aquí es donde las autoridades autonómicas tendrían que implicarse más directamente. En primer término, esas autoridades tendrían que decidir sobre el conjunto de servicios públicos que se prestan en sus territorios y si el gasto debería dirigirse más a la sanidad que a la enseñanza, a la vivienda, a las carreteras o a la financiación de fiestas locales, entre otras posibles aplicaciones. En segundo término, pero unido a lo anterior, esas autoridades deberían decidir también sobre el uso de los mecanismos impositivos que ya hoy tienen en sus manos y que hasta ahora prácticamente no han utilizado, tales como la tarifa autonómica del IRPF, que afecta a un impuesto final con escasa incidencia directa en los costes de producción.

Gobernar en buena parte consiste en seleccionar políticas de gasto y de ingresos, haciendo el mejor uso posible de los recursos escasos con que se cuenta. Lo peor sería que se intentasen resolver estos problemas sin atacar ninguna de sus causas y recurriendo sólo a impuestos indirectos que pueden tener, además, un impacto muy significativo sobre los costes de producción. Que, por lo que parece, es lo que se pretende aprobar en estos días por el Gobierno.