Una segunda oportunidad

Al deudor la ley le puede decir: “Cualquiera que sea la causa de tu ruina, lo único que podrás hacer durante el resto de tu vida es pagar la deuda remanente acrecentada en los intereses que correspondan. Si no puedes redimirla, morirás deudor”. Pero también le puede decir: “Lo mejor es que cumplas, pero si te arruinas por causas ajenas a tu voluntad, tendrás otra oportunidad y si mejoras sustancialmente de fortuna deberás acordarte de aquellos cuyas legítimas expectativas quedaron defraudadas”.

Puede que las exigencias de técnica normativa escondan tan importante y tan simple cambio de paradigma, pero lo cierto es que la Ley de Segunda Oportunidad (LSO) que acaba de aprobar el Gobierno pasa del primer al segundo mandato. Esta ley establece además mecanismos preventivos de la insolvencia, fomentando los acuerdos entre acreedores y deudor que hagan innecesaria la liquidación del patrimonio de éste.

Mucho han evolucionado las consecuencias de la insolvencia desde el Derecho Romano, en el que el deudor incumplidor podía ser vendido como esclavo. Hasta el siglo XIX, nuestro ordenamiento jurídico admitió la prisión por deudas. Finalmente, el Código Civil de 1889 recogió el principio de responsabilidad patrimonial universal en su artículo 1911.

El respeto a la palabra dada es uno de los pilares de cualquier ordenamiento jurídico. De ahí que las consecuencias en caso de incumplimiento deban ser especialmente graves. Como acabamos de ver, los siglos han ido suavizando lo que podríamos llamar el “desincentivo al incumplimiento”, que es el que da confianza al acreedor sobre la voluntad de repago del deudor y el que alerta al deudor de que la mejor de las conductas posibles es cumplir.

En pura racionalidad jurídica y económica, dicho desincentivo no puede dejar de existir. De lo contrario, se produciría precisamente el efecto contrario al pretendido: el retraimiento del crédito o, al menos, su encarecimiento. En definitiva, el deudor que cumple siempre debe ser de mejor condición que el que no lo hace.

Respetando dicho mensaje fundamental, ¿no existe margen para dulcificar el principio de responsabilidad patrimonial universal, o al menos para bifurcarlo, atenuándolo para el deudor de buena fe y conservando su rigor para el de mala fe? Entendemos que la respuesta a estas cuestiones es afirmativa y se materializa precisamente en la LSO, que se asienta en dos principios fundamentales.

El primero es que no tiene sentido obligar a aquel que sin mala fe lo ha perdido todo a pagar lo que no tiene ni probablemente tendrá. Los desincentivos funcionan hacia el futuro, pero hacia el pasado se convierten en puras sanciones que sólo pueden ser justificadas por la mala fe o la negligencia del sancionado. Lo que incentiva realmente una responsabilidad patrimonial sin matices, una vez producida la insolvencia, es que el deudor sobreviva en la economía sumergida, con manifiesto perjuicio para sí mismo, para sus acreedores y para la sociedad en general. Por ello el hecho de la liquidación del patrimonio debe ser en principio suficiente para exonerar al deudor de sus deudas remanentes. En condiciones normales, nadie se coloca en dicha situación por su propia voluntad, y si lo hace o lo simula puede enfrentarse incluso a consecuencias previstas en el Derecho Penal.

El segundo principio es que el ordenamiento no puede olvidarse del acreedor cuyas legítimas expectativas han quedado defraudadas. Por ello, debe considerarse la posible y deseable mejora de fortuna del deudor. Pero hay que hacerlo con dos cautelas: dando al deudor la oportunidad efectiva de que mejore de fortuna y haciendo que dicha mejora redunde en beneficio de todos los acreedores defraudados.

Basada en estos principios, la LSO ha conseguido matizar el principio de responsabilidad patrimonial universal sin menoscabar la racionalidad intrínseca del cumplimiento de las obligaciones.

Algunos criticarán que no se haya admitido la dación en pago como medio de liberación de las obligaciones. Pero si no se ha pactado así al contraerse la obligación, no parece justo permitirla cuando todavía no se ha podido constatar definitivamente la insolvencia y dejarla a la exclusiva voluntad del deudor. Por otro lado, la LSO tampoco excluye en la práctica la liberación de obligaciones mediante la dación en pago de un determinado bien, si este bien es el único patrimonio del deudor.

Otros dirán que el principio de responsabilidad patrimonial universal es una de las garantías más básicas y tradicionales del cumplimiento de las obligaciones. Sin embargo, en el completo derecho de insolvencias que recogía el Título XV de la Quinta Partida ya se preveía la liberación de las deudas remanentes de aquel deudor que hacía “desamparamiento” de sus bienes para su venta en “almoneda”, liberación que quedaba revocada si hiciese “tan gran ganancia” que pudiese pagar a todos sus acreedores sin perjuicio de sus propias condiciones de vida. Así pues, el derecho histórico español ha sido durante muchos siglos algo más matizado que el escueto 1911 del Código Civil.

El mundo ha evolucionado, la técnica legislativa también, pero los incentivos del ser humano han cambiado menos. Por ello no está de más admitir la bondad de las soluciones que en el pasado se alcanzaron para los mismos problemas, y reconocer el debido equilibrio que supieron guardar entre los intereses del acreedor y las necesidades del deudor.

Miguel Temboury Redondo es subsecretario de Economía y Competitividad.

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