Una sentencia retardataria

En el voto particular a la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut, el ultramontano magistrado Jorge Rodríguez-Zapata Pérez abre su escrito con un apunte algo desconcertante: «Cuando han sido necesarios cuatro años de debate para llegar a sostener que la mayor parte de los artículos del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña (EAC) se ajustan a la Constitución es evidente que quienes han apoyado esta sentencia han tenido graves problemas para argumentar sus tesis». Este comentario daría para toda una crónica. En cualquier caso, no parece que los problemas habidos hayan sido problemas de argumentación, sino más bien da la impresión de que han respondido a la confrontación de dos sectores en un proceso donde –al menos esa es la imagen que se ha percibido socialmente– lo que contaba era el fluir y el influir de los votos de los distintos magistrados y magistradas, independientemente de la quebradiza posición en que se encontraba el propio tribunal y de la brillantez jurídica de los sucesivos siete proyectos de ponencia.

Podría pensarse así que de esos dos frentes en el seno del TC habrían de haberse alineado uno a favor de la constitucionalidad del Estatuto de autonomía de Catalunya y el otro en contra. Y, sin embargo, no ha sido así. Sí que han existido dos grandes opciones con diversas y graves peripecias en su decantamiento y desarrollo; pero puede decirse que todos los miembros del TC partían de una comprensión idéntica del problema que tenían entre manos: habían de limitarse a contrastar los preceptos estatutarios con su interpretación constitucional (a lo largo de la sentencia se repite casi con angustia que la Constitución es lo que dice el Tribunal Constitucional, que es una estricta copia de lo que señaló en su día el presidente del Tribunal Supremo norteamericano Hughes). Y esa interpretación constitucional del tribunal partía de una base implícita: el modelo español de distribución territorial del poder político ya se encontraba delimitado a través de la interpretación que el tribunal había efectuado de la Constitución y del llamado bloque de la constitucionalidad –categoría creada por el propio tribunal–. En consecuencia, el juicio de contraste solo debía decidir si, con esos parámetros, el nuevo Estatuto de autonomía de Catalunya era o muy inconstitucional o solo moderadamente inconstitucional.

Ha triunfado, como es sabido, la opción de la inconstitucionalidad moderada, pero con una carga de fondo importante: al margen de las numéricamente escasas declaraciones de inconstitucionalidad –que comportan la nulidad del precepto impugnado– y de las más abundantes declaraciones de interpretación conforme (aquellas que mantienen la letra de los preceptos impugnados, pero imponen una determinada interpretación), la sentencia ha hecho tabla rasa de las principales innovaciones del Estatut en cuanto estas se conectaban o podían conectarse con la necesidad de una remodelación de la estructura del Estado: ha eliminado la trascendencia jurídico-constitucional de la identidad nacional, ha degradado el principio de bilateralidad como principio básico de la relación con el Estado central, ha depuesto la utilización preferente de la lengua propia en el ámbito público, ha relativizado la fuerza jurídica de los derechos y principios rectores, ha suprimido la apariencia (porque era solo mera apariencia) de poder judicial propio en Catalunya, con sumo cuidado ha hecho desaparecer todas las garantías de protección de las propias competencias (lo que, en términos periodísticos, se vino en llamar «el blindaje» de las competencias) y ha cercenado el sistema de financiación. Es decir, el resultado de esta sentencia y sus aspectos centrales ha sido el de pretender volver al statu quo anterior a la aprobación del Estatuto de autonomía de Catalunya. Es cierto que se ha aumentado el techo competencial, que se ha dado cierta luz verde a nuevas instituciones (aunque el lío con las diputaciones permanece) y que se ha respetado con ciertos márgenes la presencia de la Generalitat en diversas instituciones estatales; pero, en mi opinión, el elemento de peso de la sentencia ha sido el de frenar, cuando no paralizar, el impulso de transformación y, en lo posible, eliminar lo que para la innovación del modelo de Estado suponía el Estatuto de autonomía de Catalunya.

Es fácil ver, no obstante, que las opiniones sobre esta decisión jurisdiccional son de lo más variado. Pero, a mi juicio, constitucionalmente, la sentencia ha supuesto no la declaración de que con ella se alcanzaba el techo autonómico, como llegó a señalar el presidente del Gobierno, sino que ese techo se había alcanzado antes de aprobarse el nuevo Estatuto de autonomía de Catalunya. Y lo que es peor: que no cabía alternativa alguna a ese mismo techo y mucho menos la federal. Al haber aceptado la mayoría del tribunal el terreno de juego político que les planteaba el Partido Popular a través de un recurso a la casi totalidad del Estatut y lo que él representaba, el tribunal ha sido y es el principal actor de ese juego.

Miguel A. Aparicio, catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona.