Una sentencia y nada más

“La Justicia para mí se da en aquel orden social bajo cuya protección puede progresar la búsqueda de la verdad” (Hans Kelsen. ¿What is Justice?)

Siempre es pronto para hablar con sosiego de cuestiones de Justicia, lo mismo que siempre es necesaria la prudencia a la hora de pronunciarse sobre los aciertos y desaciertos de las decisiones judiciales. No digamos, de la culpabilidad o inocencia del prójimo. Escribo esta entradilla como premisa de las reflexiones que me propongo hacer a propósito de la sentencia dictada el viernes pasado por la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Palma en el proceso rotulado como caso Nóos.

Mi primer pensamiento va dirigido a las tres magistradas que han decidido la culpabilidad de 7 de los acusados y la no culpabilidad del resto –o sea, de 11–, cuya independencia judicial cuestionan los partidarios de condenar a todos, en especial a la infanta Cristina de Borbón y, además, hacerlo con penas elevadas.

Frente a quienes como el eurodiputado Ramón Jaúregui, califican el fallo judicial de ejemplar y elogian a sus señorías por los argumentos empleados, los hay –ejemplo, la coordinadora de Podemos en Andalucia– que la consideran decepcionante, muestra evidente de que “la justicia no es igual para todos”, que “tiene dos varas de medir” y que “al final hay una justicia de pobres y de ricos”. Como era de esperar, entre esas voces críticas están las de aquellos que aseguran que de haber intervenido un jurado popular el resultado del juicio habría sido sido muy diferente.

Advierto que no me encuentro entre los que esperan todo del jurado, aunque tampoco me declaro enemigo de él, pues aun cuando sea cierto que los jurados se equivocan a menudo, también y no en menor cantidad, yerran los magistrados de carrera. Ahora bien, a la pregunta de quién es más justo o injusto, si un tribunal de jurados o uno de jueces técnicos, mi respuesta es que hay asuntos, verbigracia los referidos a la corrupción en sus diferentes modalidades, en los que la ignorancia que juzga por sentimientos es inferior a la ciencia que juzga por razonamientos.

Salvo por los periódicos y la televisión, no conozco a las magistradas que mandan, pronuncian y firman la sentencia. En cambio, sí he oído que son tres señorías bien formadas, incansables y que desarrollan su trabajo de forma muy minuciosa, algo que se deduce de los 742 folios redactados y, sin duda, muy deliberados, a lo largo de 8 meses, tras los 6 de intensas sesiones de juicio.

Digo esto para salir al paso de cuantos han tachado al tribunal de incompetente e incluso de parcial. Quienes me conocen saben que no soy un defensor a capa y espada de la judicatura, ni padezco del mal llamado espíritu de cuerpo, lo que no me impide pensar que uno de los oficios más peliagudos es el de juzgar a los demás y que hay jueces que sufren cuando se ven incapaces de responder a una ciudadanía sedienta de Justicia.

Siempre estuve a favor de la crítica de las resoluciones judiciales. Lo que me parece inaceptable es la feroz repulsa contra los jueces y quede claro que lo dicho vale también para el elogio almibarado. La censura desmesurada es contraria a la lógica, al respeto ajeno y, lo que es más grave, a la independencia judicial.

Contra la lógica por lo que de contradicción tiene; contra el respeto porque no se puede denigrar a nadie por adoptar una decisión legitima; y contra la independencia judicial, porque, una vez más, sin fundamento, se atacaría a la razón y al Derecho. Llevamos muchos años asistiendo a la suplantación de la Justicia por la glosa de la Justicia. Aludo no a los críticos que no leen las resoluciones judiciales, que también los hay, sino a quienes no las entienden porque no encajan en sus esquemas previos.

A reglón seguido quisiera enfrentarme a otra cuestión de no menor interés que la anterior. Me refiero a las consecuencias de la absolución de esos 11 acusados, por las que un abogado se preguntaba apenas conocer el fallo. “Quién repone la honorabilidad y el buen nombre de mi defendido que se ha visto sometido a un juicio sumarísimo y paralelo (…)” dijo. Y es que, sin perjuicio de los recursos que puedan interponerse y a salvo la última, quizá la penúltima, palabra que el Tribunal Supremo pronuncie, la sentencia termina con el vía crucis judicial que los acusados absueltos han soportado durante 8 años.

Una absolución en asuntos como éste que comento es siempre un error, pero un error que origina daños en diferentes ámbitos y con diferentes víctimas. El terrible mecanismo del proceso penal, imperfecto e imperfectible, significa para el imputado un auténtico calvario, en el que pasa por todas las estaciones imaginables. Desde el escarnio a la ruina familiar y laboral, sin olvidar la prisión provisional aplicada en algunos supuestos.

Lo dice Beccaria: “Un hombre acusado de un delito, encarcelado y absuelto, no debiera llevar consigo ninguna nota de infamia”. ¡Cuántas personas acusadas de gravísimos delitos y declaradas luego inocentes son, luego, tenidos en la consideración ciudadana! ¿Por qué ocurre esto? Para mí la contestación es que la justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables sino también para saber si lo son o no.

Cuando sobre alguien recae la sospecha de haber cometido un delito, es dado a la chusma, lo mismo que en tiempos pretéritos los condenados se arrojaban a las fieras. Lo he escrito no pocas veces. En España, en materia de Justicia, también en otras, sobra pasión y falta serenidad. Para la hinchada de los tribunales de la plebe, la Justicia es una liturgia en chándal para andar por casa o, si se prefiere, de casa en casa, que tanto monta.

La abundante cosecha de imputados y enjuiciados agarrotados puede servir de adorno para las plazas públicas o de decorado de algún programa de televisión donde las conductas prójimas se juzgan por zafios jueces de palo, pero jamás un referente de la justicia que, en cualquier supuesto, debe ser neutral, sosegada y fría.

El otro día se lo decía a Vicente Ferrer, jefe de opinión de EL ESPAÑOL. Soplan vientos de pátibulo. Siempre me produjeron náuseas las hordas justicieras y en España, país cainita y de odios retenidos, empieza a producir pánico el empleo de la quijada de burro por un populacho de leguleyos que, con la ayuda de algunos medios, se mueven por las redes sociales como pez en el agua. Admitamos que si la prensa se ocupa con tanta asiduidad de los asuntos penales es porque la gente se interesa mucho por ellos y como botones de muestra, aparte del que ocupa estas líneas, ahí están el caso Gürtel, el de las tarjetas de Caja Madrid o el de la familia Pujol.

La atracción por esos procesos ha creado una especie de patio de vecindad, donde en lugar de cotillear del prójimo, lo hacemos de personajes sentados en el banquillo o entrando, a ser posible esposados, en una sede judicial.

Afortunadamente en el caso Nóos el gentío vociferante no ha conseguido dictar sentencia y redactar sus particulares fallos, que es lo que deseaba tras el juicio sumarísimo celebrado en un esperpéntico estrado de “telejusticiabasura”. Entre otras razones porque las señoras magistradas miembros del tribunal, empezando por su presidenta, desde el comienzo de las sesiones del juicio oral fueron conscientes de los peligros que, por el exceso de publicidad, acechaban al buen fin del proceso.

Las tres han sabido ponderar los derechos y valores en juego e impartido justicia sin acomodar su decisión a las expectativas del público, lo que prueba que son sabedoras de que las sentencias en equilibrada norma no tienen que ser ejemplares, sino justas y que a la cárcel han de ir quienes tengan que ir, pero sin perder la calma ni ensañarse con nadie.

Es evidente que la sentencia contiene otras cuestiones de técnica penal sustantiva que merecen ser abordadas, mas razones de espacio hacen que tengan que esperar mejor ocasión. No obstante, hay una que bien vale la pena analizar aquí. Me refiero al tratamiento que dispensa a la acusación popular representada por el Sindicato Manos Limpias.

Además de rechazar de plano sus pretensiones acusatorias e incluso impornerle las costas de la defensa de dos de las acusadas absueltas –la totalidad en el caso de la infanta Cristina y el 50% en el de Ana María Tejeiro–, el tribunal, junto a otros duros reproches, considera que la actuación procesal de ese colectivo estuvo “inspirada por la mala fe, carente de la mínima prudencia y mesura exigible a quien sienta en un banquillo a un ciudadano para quien se reclama la imposición de una pena”, para añadir que “el desarrollo de la prueba plenaria permitió a la parte acusadora advertir la debilidad del sustento probatorio (…), de tal modo, que tuvo la oportunidad de conducirse con arreglo al mismo (…).”

En España la acción popular como pieza relevante de la justicia penal que cuenta con una tradición que se remonta a Las Siete Partidas y se encuentra reconocida en el artículo 125 de la Constitución, no sólo ha recibido parabienes y halagos, sino que también ha pasado por baches de desprestigio. Frente a acusaciones populares sostenidas por ciudadanos que han jugado un papel decisivo en muchos de los grandes procesos de las últimas décadas, las ha habido y sigue habiendo que se basan en lo más opuesto al buen propósito de que se haga justicia.

Esto es lo que, a juicio del tribunal, ha ocurrido con la acción popular en su acusación contra la infanta Cristina y la señora Tejeiro, al hablar de motivos espurios. A la memoria me vienen las palabras del mismísimo Alcalá Zamora cuando en 1929 dijo de ella que “(…) es injusta y peligrosa. Injusta, porque desequilibra el proceso en perjuicio del acusado (...); peligrosa, porque (…) se presta a que sea el arma de las pasiones excitadas, la representación de los más audaces, y no, como su nombre parece indicar, la de los más numerosos; hasta puede ser y el caso se ha presentado, desgraciadamente, la confabulación de abogados sin escrúpulos (…) Para todo sirve, menos para algo medianamente provechoso, sin contar con la pérdida de tiempo y dinero que una intervención superflua supone”.

Tengo para mí que después de leer los razonamientos que la sentencia dedica al comportamiento de la acusación popular ejercida por Manos Limpias, muchos de sus partidarios, entre los que me encuentro, mitad sorprendidos, mitad descontentos, acudirán al dicho orteguiano de “no es esto, no es esto”. La acción popular es una cosa; su perversión, otra.

Otrosí digo. Según el mismo ha declarado, el fiscal Horrach esta semana pedirá la prisión preventiva para dos de los acusados y lo hará por existir riesgo de fuga y porque la norma en la Fiscalía Anticorrupción es solicitar el encarcelamiento provisional cuando la pena impuesta es superior a 5 años.

Dudas aparte respecto a que esto último sea cierto, el argumento del riesgo me parece muy pobre, pues si ante una petición de 19 años de prisión el peligro de huida era inexistente, no es razonable pensar que, ahora, cuando la pena impuesta es de 6 años y 3 meses, el condenado tenga la tentación de sustrarse a la acción de la Justicia.

Confío en que la petición del señor fiscal de la cosa pública no descanse en motivos distintos a los que presiden el instituto de la prisión preventiva y que, en palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, “queda supeditada a una estricta necesidad y subsidiariedad que se traduce tanto en la eficacia de la medida como en la ineficacia de otras de menor intensidad coactiva”.

Hay que perseguir al delincuente. De acuerdo. Pero la caza e incluso la montería, tiene sus normas. Las lindes que distinguen lo válido de lo que no vale, lo plausible de lo quebradizo, son diáfanas. En buena ley moral, defender lo contrario conduce a convertir la prisión provisional en una escurridiza y tortuosa postura, sobre todo para quien, y así lo ha anunciado, en breve dejará la carrera fiscal y se dedicará al ejercicio de la abogacía.

Javier Gómez de Liaño es abogado, juez en excedencia y consejero de EL ESPAÑOL.

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