Una serpiente en el restaurante

Este verano, en un restaurante de mediana categoría, sufrí un sobresalto, al observar de reojo que en la mesa de al lado, sobre el borde del mantel, había una serpiente. He sido un boy-scout nada brillante, y más bien atolondrado, pero recordaba que ante los ofidios de buen tamaño –y este parecía de un grosor considerable– lo mejor es no hacer movimientos bruscos, que puedan ser interpretados por el animal como un intento de ataque. Así que volví muy despacio la cabeza para fijarme bien en el reptil, mientras intuía que por los tonos azulados podría tratarse de una culebra. Pero cuando logré una visión sin escorzos y molestias, me di cuenta de que no se trataba de ninguna serpiente, y que lo que había sobre el mantel era el brazo de un cliente, tan cubierto de tatuajes que a mí me había parecido un ejemplar de culebra bastarda de la península ibérica. Espero que mis buenos amigos, Manuel Toharia y Luis Miguel Domínguez, no lean este error que les suele suceder a personas despistadas y algo analfabetas como yo en cuestiones relacionadas con la fauna.

Una serpiente en el restaurantePuede que debido a esa confusión, cada vez que tengo cerca un brazo recargado de tatuajes lo asocio a los reptiles, y eso me produce un cierto rechazo que procuro neutralizar con razonamientos objetivos, y recordando que los hombres primitivos se tatuaban, que era una seña de identidad de la tribu, y que no hay nada más parecido a una tribu antigua que un equipo de fútbol moderno, con sus guerreros –los jugadores– y sus seguidores entusiastas –los aficionados– que pueden llegar a ser tan forofos que ellos mismos, no se tatúen pero, al menos, se pinten la cara con los colores del club o de la bandera del país.

La primera noción que tengo del tatuaje está asociada a una canción del mismo título, compuesta por el maestro Quiroga y con letra de Xandro Valerio y Rafael de León. En mi infancia era muy difícil que, por la tarde o por la noche, a través de la radio o de viva voz, cantada por mi madre o por una vecina, no escuchara cada día lo de «Él vino en un barco de nombre extranjero/ lo encontré en el puerto, al anochecer». Aquel marinero llevaba un tatuaje y Concha Piquer se enamora del marinero que «era rubio como la cerveza» y, en una elipsis poética, Rafael de León nos hace entrever que, tras desaparecer el marinero, la cantante se tatúa su nombre en su piel, mientras va buscándolo «sangrando lentamente/ de mostrador en mostrador/ ante una copa de aguardiente/ donde se ahoga mi dolor». Los marineros siempre fueron de mucho tatuarse –el nombre del barco, el de la amada, el propio– y también estaba asociado a esas situaciones con largos periodos de soledad, como el que atraviesan los presos o los legionarios entre combate y combate. Los fabricantes de géneros de punto, los funcionarios de correos o los agentes comerciales colegiados no eran de tatuarse, a no ser que tuvieran un pasado relacionado con esos ambientes.

A finales del siglo XX, en Estados Unidos comenzó a ponerse de moda el tatuaje, y un pariente más osado, más doloroso, que es el piercing. La moda nace de ese repetido intento generacional de quebrar la estética dominante por otra nueva que, si triunfa, llega a ser tan dominante como la anterior.

Tanto en el tatuaje como en el piercing hay un origen de agresión física hacia uno mismo, una especie de prueba masoquista, que puede tener su origen en un descontento o en eso que llamamos inconformidad. A veces, la inconformidad puede tener unos fundamentos tan confusos y oscuros que puede nacer del aburrimiento, madre de algunas iniciativas y efectos que parecen inexplicables. Naturalmente en unas sociedades avanzadas, donde el número de psicólogos está a punto de superar al de abogados, se han llevado a cabo estudios y encuestas, tratando de encasillar al tatuado, pero la oleada es de tal magnitud que, si al principio había un porcentaje abrumador de coqueteos con las drogas y hegemonía masculina, en estos momentos el mapa sociológico se parece bastante al del variopinto Parlamento español. El piercing, por ejemplo, estaba sesudamente asociado a la agresividad masculina, o a cierto exhibicionismo de esa agresividad, pero cuando han llegado las chicas y se han agujereado en las zonas más distintivas de su sexualidad, las teorías se quedan colgadas de una rama ajada, y caen al suelo.

Las modas siempre se aceleran con el protagonismo de personajes populares, cuya emulación se suele quedar en las formas, y los futbolistas de élite, y las estrellas del pop han contribuido de forma indudable a esta especie de furor por el tatuaje, que a mí mismo me ha sorprendido en la playa, de tal forma que, al año próximo, podríamos quedar los escasos ejemplares que acudimos a la playa sin un mal tatuaje, como seres marginales e inadaptados. Llegados a este punto en que la hegemonía es de tal calibre que parece sofocar el libre albedrío, convendría recordar, bien por las autoridades del ramo, bien por alguna ONG, que el tatuaje, hasta el momento, no es obligatorio en España. Ni te ponen multas, ni hay un requerimiento administrativo, ni es imprescindible para renovar el pasaporte. Por otro lado, es cierto que algunas empresas, a la hora de contratar, no parecen recibir con alborozo a los que llevan demasiados tatuajes, lo cual se interpreta por los tatuados como discriminación. Bueno, depende. La selección de personal que va a trabajar cara el público requiere unos estándares que van desde los maîtres altos hasta las personas que no carguen con un abrumador exceso de peso. Son criterios selectivos, más que discriminatorios, de la misma manera que en las ópticas no suele haber trabajadores con estrabismo, ni en las clínicas dentales hay personal desdentado.

Sí que existen personas como yo, que no se sienten atraídas por el exhibidor de tatuajes, pero no por el tatuaje en sí, sino más bien debido a que no tiendo a valorar con entusiasmo las modificaciones corporales, y que nunca he visto esa obsesión en las personas a las que he tratado y admirado. No me imagino al doctor Severo Ochoa tatuándose un alambre de espino alrededor del tobillo, ni a José Luis Sampedro colocándose a la altura de la tetilla izquierda una flor de lis o una bandera, ni a Adolfo Suárez, una estrella de mar al lado del ombligo; ni a Francisco Umbral –tan hipocondriaco–, una rosa en el hombro. Y a gente que no he conocido –desde Fleming a Teresa de Calcuta, desde Antonio Machado a Billy Wilder– en trance de descubrir el cuerpo para colocarse un tatuaje. Aunque siempre me quedará la duda, la terrible duda, de si no habré desarrollado un vergonzante prejuicio, debido a que un día, en un restaurante, creí ver una serpiente sobre el mantel de la mesa de al lado.

Luis del Val, escritor.

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